¿Por qué queremos pasar por la vida sin que nada nos afecte? ¿Por qué evadimos en lugar de estar presentes? ¿Por qué le tenemos tanto miedo al dolor? En el fondo a todos, hijos de la modernidad y sus relatos constitutivos, nos atraviesa la idea cristiana de la maldad y el castigo como consecuencias del pecado. Creemos que el dolor es reflejo de algo que no hicimos bien, de no ser buenos. Por eso nos defendemos, queremos expulsar de nosotros la aflicción, deseamos no sentirla, exigimos que en un cierre de ojos se evapore, transitamos la culpa, la negación y la rabia. Pero ninguno está exento del dolor. Ser humano está ligado a sentirlo. Y es ahí en ese espacio de quebranto donde podemos acudir a nuestros sentimientos más elevados y construir una mejor versión de nosotros mismos. La clave está en rendirnos, en sentir la congoja en cada célula, en escuchar atentos su mensaje para conocernos y descubrirnos, para reencontrarnos sin máscaras, escudos protectores ni armaduras, para mostrarnos como somos en realidad, sin temor a ser vulnerables.  

En estos días extraordinarios, se activaron todos los mecanismos de protección y blindaje ante el dolor. Quisimos mantener la normalidad: que se continúe el trabajo telemáticamente, que los niños reciban tareas y clases a través de una pantalla, que sigamos yendo al cine, al teatro o al museo a distancia. Se multiplicaron con la rapidez de la luz, y envueltas en la buena voluntad, libros, cursos, asistencias y actividades gratuitas. Pero los que querían que el mundo parara una temporada para ponerse al día con los pendientes, aquellos que pedían tiempo para descansar, leer y escribir, crear y proponer, los que anhelaban unos días para pasar con la familia o en soledad para maratonear la última serie en Netflix, ninguno hizo lo que tanto quiso con el tiempo de cuarentena impuesto por decreto en casi todo el mundo. ¿Por qué? Porque no se trata de un tiempo sabático. Nos pusimos en la tarea de normalizar lo extraordinario, nos encerramos a tratar de sostener el mundo como lo habíamos conocido. Pero, lo cierto es que nos enfrentábamos a una nueva realidad: no solo había que teletrabajar, había que acompañar a los niños en sus tareas, preparar comida, organizarse para buscar provisiones y tener cuidados especiales para evitar enfermarse.

La situación ideal planteaba una familia que podía quedarse en casa, con la alacena llena, los niños educadísimos frente al computador haciendo las tareas que las maestras les mandaban, aprovechar el tiempo libre para disfrutar de nuestra mutua compañía y, al final de la cuarentena, recibir el sueldo y volver a la rutina conocida, con la tranquilidad de haber no solo sobrevivido sino vencido al virus. Sin embargo, esa imagen de propaganda de tarjeta de crédito dista mucho de la realidad: la computadora familiar debe compartirse entre las teletareas de cada miembro del hogar, hacer compras supone enfrentar el miedo y extremar precauciones. Nos dimos cuenta de que no vivimos la homogeneidad que nos venden: que hay quienes no tienen las comodidades básicas (a veces, ni casa), que si no trabajaban no comen; que hay quienes por estar en casa están en riesgo, que la violencia de género se dispara, que las crisis de pareja hicieron mella, que hay quienes por condiciones médicas no pueden estar encerrados todo el tiempo.

Descubrimos que la soledad afecta y no se trata de no saber estar solos sino del aislamiento físico y emocional. Esto es algo que las madres recién paridas conocen bien porque deben encontrar quien entienda exactamente los matices de su experiencia, alguien que perciba lo que es estar disponible para otro e intentar estarlo también para sí misma. Y eso se agranda cuando la maternidad se vive a solas o a distancia de los apegos seguros (cuando el confinamiento empezó recordé a mis amigas que hicieron su puerperio lejos de sus afectos, en países con lenguas extrañas y encerradas en casa sin tener con quien hablar). De enclaustramiento involuntario también saben los presos políticos o los indígenas forzados a vivir en lugares asignados, prohibidos de practicar sus ritos sagrados, de rezar a sus santos, danzar sus bailes o cantar sus cantos. De distanciamiento social pueden hablar quienes viven en barrios periféricos e insalubres, de donde salen a buscarse la vida, cada madrugada, los obreros peor pagados, los subempleados y los marginales, a quienes si vemos en la calle, en un día cualquiera, en no tiempos de coronavirus, cruzamos de acera o tomamos -naturalmente- un metro de distancia. Y han sido ellos, los obreros, los que mantienen en estos días la rueda girando: gracias a su trabajo las despensas se mantienen provistas.

Con los matices que tiene la vida, en estas semanas también fuimos testigos de la calidez que brinda la comunidad, la empatía, la gratitud. Nos llenamos de estampas esperanzadoras: los miles que desde sus balcones aplaudían al personal médico, los vecinos que le celebran el cumpleaños a la abuela del departamento ocho, los músicos que nos alivian con sus notas y sus cantos, los que llaman a la solidaridad, a no olvidarse de los pequeños negocios que pueden quebrar, los que exigen a golpe de redes sociales (porque no hay más) sensatez de los gobiernos en la entrega de presupuesto a la salud y en las medidas para el día después.

Y, como una ola que nos levanta y luego nos arrastra, los acontecimientos diarios nos ponen a prueba y nos vuelven a mostrar el lado b: el colapso de la sanidad, los muertos dejados en las veredas, los pedidos de cierre a poblaciones con el mayor número de casos. No queremos vernos ahí, no queremos ser los del dolor. Nos comportamos de modo extremo, como lo hemos visto en las películas que fantasean con el apocalipsis: entre gestos de nobleza y la total ausencia de empatía, que -a veces- roza la crueldad. Volvemos a señalar al otro: al que no se queda en casa, al que no entiende, al egoísta. Y no nos damos cuenta de que mientras un dedo apunta a los demás, cuatro nos señalan a nosotros. Así es el ego cuando lo dejamos gobernar.

Quedarnos en casa nos puso frente a frente a grandes revelaciones personales no solo materiales sino emocionales. El mayor trabajo ha sido mirar aquello de lo que huimos: ver hacia adentro. Asumir nuestros temores, analizar las relaciones familiares, personales y laborales que vivimos, observar nuestra falta de paciencia, el desconocimiento del otro, nuestra necesidad de entregar y recibir amor y abrigo. A los humanos nos transforma la convivencia y el reconocimiento del otro: lo que nos da, aporta o enseña. Así, construimos empatía, conexión y compasión. Si nos abrimos a escucharlo, sentirlo, a entender su historia de vida y a abrazarla, reconocemos sus reacciones como una demostración de dolores no resueltos, descubrimos su sensibilidad, su forma de amar, los pasadizos a los que acude cuando se esconde emocionalmente. Y en ese proceso hay confrontación: se activan los espejos y veo cuánto de su historia y sus acciones me reflejan, cuánto de mí veo en él. Y esa no es tarea de un día. Si las transformaciones se produjeran de modo instantáneo, habría menos personas amargadas por sus infortunios, y serían más las agradecidas por los aprendizajes. Siempre es bueno recordar que la vida tiene una manera especial de agitarlo todo para, al final de cualquier circunstancia, ser más bella que trágica.

Quizás por eso también andamos temerosos y no nos detenemos a analizar lo que estamos viviendo. Hay mucha información interna y externa que debemos procesar. Y nos asusta. ¿Por qué tenemos tantas ansias de normalizar lo extraordinario? No, no podemos trabajar como si nada, ni pretender que los niños estudien como si estuvieran en el aula, ni leer, escribir, trabajar en aquello que estaba pendiente. Vivimos una situación límite y no planificada: hay gente enferma, muriendo sin atención, el mundo -casi en su totalidad- está confinado. Por eso, debemos cuidarnos, prender la llama interna, mantenernos atentos y en calma. Dejemos que la diosa Hestia nos guie hacia la contemplación, a sostener nuestros espacios personales, a ver la realidad dentro de cada uno de nosotros, a apreciarnos en nuestra humanidad, esa que se complementa con el otro solo cuando hay un yo dispuesto y con autoconocimiento. Aceptemos lo que nos pasa, lo que está sucediendo sin aferrarnos a una normalidad modélica que no existe, porque -además- ahora la cotidianidad cambió repentinamente.

Estamos en un tiempo en el que nos atraviesa lo que anhelamos, lo que sospechamos pasará, y lo que intuimos que probablemente sí suceda. Pero, en general, es un tiempo de desconcierto, de absoluta incertidumbre. No saldremos iguales de este encierro. ¿No saldremos iguales de este encierro? Va a depender, sin duda, de lo que aporte cada uno los días siguientes al fin de la cuarentena. Por eso es tan importante el recogimiento y empezar una narrativa objetiva y auténtica de estos días, sentir el dolor que tanto negamos. ¿Quién marcará el ritmo? ¿Los bancos y las grandes corporaciones, junto a los gobiernos aliados? ¿Cuáles serán las prioridades: la urgencia individual guiada por el sálvese quien pueda o la apuesta por la solidaridad y el espíritu comunitario? ¿Será que nos quedó claro que no hay trabajo pequeño? ¿Habremos cambiado lo suficiente para no regresar al juego que ahora cuestionamos? ¿Seguiremos señalando a los otros y culpándolos de la situación por su resistencia al cambio? ¿O habremos descubierto que la verdad reside en nuestro universo interno?

He recordado mucho un poema de la polaca Wisława Szymborska, Conversación con una piedra. Quiero entrar en ti y conocerte, le dice alguien a la piedra, y ante su negativa le insiste una y otra vez. Pero la piedra, sin puerta, le pide que acuda a la hoja, a la gota de agua, o a un cabello de su cabeza porque todos le dirán lo mismo que ella. Así es, la verdad que buscamos afuera, reside – finalmente- en cada uno de nosotros. Y eso lo saben hasta las piedras. Entonces, si queremos edificar un mundo acorde a nuestras esperanzas, no podemos dejar de ser el amor que florece.

Por Editor