Por Denis Valle Varela
Fue el 10 de noviembre de 1971 cuando Fidel Castro visitaba al flamante presidente de Chile, el socialista Salvador Allende. Por primera vez en la historia una coalición socialista tomaría el poder de manera democrática. Un logro que para Fidel Castro resultaba un poco duro de resolver, pues desde su experiencia bien sabía que contra el fascismo no hay diálogo y es mejor estar preparados. Necio como era, Fidel insistió hasta el último día de su estadía en Chile que armara a la clase obrera: “No olvides por un segundo la formidable fuerza de la clase obrera chilena y el respaldo enérgico que te ha brindado en todos los momentos difíciles; ella puede, a tu llamado ante la Revolución en peligro, paralizar los golpistas”. Pero Salvador Allende era diferente, creía en los suyos tanto como en los nuestros. Como médico había jurado defender la vida, incluso si eso significaba la de sus enemigos. No había distinción. Sabiendo aquello, Fidel Castro decidió obsequiarle un fusil, no vaya a ser que no esté prevenido.
Y la prevención se volvió reacción el 11 de septiembre de 1973. Cansados de que una mayoría esté accediendo a los privilegios de las minorías, las élites se volvieron cada vez más críticas y contundentes en sus acciones. A la voz de la libertad entraron los Chicago Boys y con ellos las élites para proponer un gobierno diferente. Como dice David Harvey, para que el neoliberalismo sea aceptado tiene que entrar en el sentido común de las personas y en ese entonces, como ahora, no hay nada más común que abogar por la libertad, más aún en esos tiempos de propaganda mundial en contra del comunismo y su falta de libertad. Y la catapulta para aceptar coartar la libertad en nombre de la libertad fueron los medios de comunicación.
Se sabía de antemano que los medios de comunicación hegemónicos de Chile, dirigidos por una élite que prefería más a los gringos que a los suyos, no iban a dar el brazo a torcer. Todo iba más o menos bien y a regañadientes hasta que en 1971 Salvador Allende decide nacionalizar la industria del cobre, en ese entonces administrada por inversores extranjeros, en su mayoría de Estados Unidos. Así fue que Richard Nixon y Henry Kissinger decidieron que no habrían acuerdos bilaterales hasta que los socios afectados por esa política nacionalista sean indemnizados. Y desde ese momento diarios tan leídos como El Mercurio emprendieron una abierta campaña en contra del comunismo que traía Allende.
Mejor es la investigación que Patricio Bernedo y William Porath hacen sobre aquellos acontecimientos. Desde que Estados Unidos dejó de comercializar con las élites que podían exportar, estas se movieron entre sus círculos para ver qué se podía hacer y no había mejor estrategia que diseñar una propaganda en contra del gobierno de la Unidad Popular, al final todo mundo ve y oye lo que de ahí sale ¿quién podría hacerse el ciego y sordo? Solo los incrédulos jóvenes estudiantes, habría sido su cháchara. Y fue así, pues dicha investigación demuestra cómo durante 1971 hasta 1973 se difundieron noticias que acrecentaban el desprecio por la institucionalidad, legitimando la violencia y haciendo de la mentira su mejor arma, no sin dejar de lado la ridiculización y el lenguaje de guerra para justificar una salida extraconstitucional frente a la inminente crisis económica y política de la época.
Bernedo y Porath entrevistaron a Hermógenes Pérez de Arce, quien era redactor de la página editorial de El Mercurio en ese entonces, y esto reflexiona: “No desearía que se repitiera una prensa como la que tuvimos por ambas partes, gatillada por el estilo que inauguró Clarín y que después se vio reflejado en los diarios de oposición a la UP, que decían cosas iguales o peores. Creo que eso no le hizo bien al país. Yo creo que uno podía eventualmente entretenerse y reírse porque se publicaban cosas divertidas, pero a costa de la honra de las personas; o sea, eran personas que difícilmente podían salir a la calle después de estos titulares que aparecían. Se publicaban cosas abiertamente injuriosas y calumniosas de todo el mundo”
Por si no quedaba claro, un fabuloso documental titulado “El diario de Agustín: El Mercurio” dilucida el papel que jugó el diario más leído del país. En ese entonces dirigido por el empresario Agustín Edwards quien un día después de que ganara Salvador Allende viaja a Estados Unidos donde es recibido por Richard Helms, director de la CIA, para que sea llevado a Washington donde se entrevistó con Nixon y Kissinger, y aunque en su testimonio solo deja entrever que hablaron sobre ciertos problemas que puede suscitar el nuevo gobierno socialista, lo cierto es que en la autobiografía de Kissinger este comenta: “No se trataba simplemente de una molestia económica o de una crítica política, sino de un desafío geopolítico […] Un Chile militante tenía la capacidad de minar a otras naciones y apoyar una insurgencia radical mucho mayor que la de Cuba […] Una victoria de Allende pondría en peligro nuestros intereses en el hemisferio occidental.”
He ahí el viaje de Agustín Edwards a Estados Unidos y del porqué su diario hubiese sido de los que más atacaron el gobierno de la Unidad Popular, al punto de generar pánico en la sociedad: que los comunistas quitarían a Dios de sus corazones, que la economía dejaría a todos en igualdad de pobreza, que se encadenarían las libertades….
Y así prepararon el terreno para el 11 de septiembre de 1973. Solo dos semanas antes Allende puso su confianza en el general Agusto Pinochet para que comandara las fuerzas aéreas y solo dos semanas después fueron estos los que bombardearon por el aire el Palacio de la Moneda. ¡Oh Salvador Allende, humano más que humano! Incluso en la mañana de ese día Allende todavía creía en la democracia y así decía a la clase obrera: estemos vigilantes pero no caigamos en provocaciones. Todavía más, cómo olvidar las palabras finales una vez que se vio cara a cara con los traidores y prefirió morir que entregar su lucha: “Seguramente, esta será la última oportunidad en que pueda dirigirme a ustedes. La Fuerza Aérea ha bombardeado las antenas de Radio Magallanes. Mis palabras no tienen amargura sino decepción. Que sean ellas un castigo moral para quienes han traicionado su juramento: soldados de Chile, comandantes en jefe titulares, el almirante Merino, que se ha autodesignado comandante de la Armada, más el señor Mendoza, general rastrero que sólo ayer manifestara su fidelidad y lealtad al Gobierno, y que también se ha autodenominado director general de carabineros. Ante estos hechos sólo me cabe decir a los trabajadores: ¡No voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad al pueblo. Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente. Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos”.
¿Y usted en qué medios confía para acercarse un poquito más a la realidad?