Iván Duque es de aquellos personajes ridículos que la historia coloca en la escena pública para, también, entender a la condición humana, en toda su complejidad (y bajeza para su caso particular). Claro, no es el único. Hay otros en América Latina. No solo miente a su propio país, a su prensa sumisa, sino al resto del mundo con supuestos hechos para justificar una guerra que le costará decenas de miles de muertos colombianos. Y todo lo hace para “liberar al pueblo venezolano”.
Bien vale recordar los ensayos del filósofo Bertrand Russel mientras transcurría la Primera Guerra Mundial, acontecimiento que contó con entusiasmo y triunfalismo de políticos liberales, diplomáticos “pacifistas” y periodistas. Advirtió con lucidez las consecuencias de esa guerra y abogó por el pacifismo. Recibió a cambio ofensas, burlas y -aunque parezca mentira- la cárcel. En aquella época también se hablaba de “liberar” a los pueblos, pero en el fondo se trataba de anexar naciones con un alto potencial económico y estratégico para el dominio astro-húngaro. No estuvo ausente la xenofobia y la mentira como herramienta de guerra.
Y bien valdría la pena actualizar estos debates en la disputa entre Atilio Boron y Ariel Dorfman, cuando éste último se tomó el nombre de Salvador Allende para criticar a Nicolás Maduro, en su artículo: “Palabras de Salvador Allende para Maduro”. Ahí, además, hay un reflejo de la actual visión de Russel sobre el sentido del pacifismo para aquellos supuestos liberales y demócratas que abogan por la guerra bajo el manto de la paz y la libertad.
Colombia es ahora ese portaestandarte de la guerra, invocada por Duque, bajo el discurso de Donald Trump y el acompañamiento de los halcones más guerreristas de EE.UU.: Mike Pence, John Bolton y Elliott Abrams, sin descontar al impresentable Mike Pompeo. Todos ellos y las élites conservadoras colombianas están convencidas de que “la violencia cura la violencia”. Paradójicamente el país donde durante 50 años vivieron la guerra interna y no han curado ninguno de los males supuestamente causa de la violencia política.
En el fondo ofenden a la sensatez del pueblo venezolano: consideran que los habitantes de ese país son tontos y necesitan de la ayuda de unos “amigos” y éstos los salvarán matando a los que se opongan a esa salvación. Y quieren someter a todo aquel se oponga a esa salvación, empezando por los militares chavistas a quienes Pence ordena entregarse antes de someterse a las consecuencias de su lealtad a su gobierno. Si fuese al revés, ya sabemos cómo termina un solo soldado que osa cuestionar al poder imperial o ¿ya nos olvidamos del destino de Chelsea Manning o Edward Snowden?
El propósito real de Trump y su aparato guerrerista es dominar América Latina. El mensaje está claro: quien no acolita la invasión de Venezuela tendrá sanciones, exclusión y sometimiento. Así, en el fondo la idea está clara: EE.UU. gobierna América Latina y nadie puede insubordinarse. De ahí el estorbo que para sus propósitos constituyen Bolivia, Nicaragua, Cuba y todos aquellos que se declaren soberanos y autodeterminados.
Como en su momento Russel lo señaló, ahora está más claro. Una Tercera Guerra Mundial ha empezado con un “pretexto” poderoso: no permitiremos el socialismo en América, como dijo Trump en su informe a la Nación. Bajo el pretexto de que en Venezuela hay hambre (que no es cierto), corrupción (¿en qué país de América Latina no la hay), violación de derechos humanos (en EE.UU. y México o Brasil se violan todos los días de modo grotesco), se constituye ahora una matriz mediática de horror y miedo que solo podrían acabar con una invasión. Parecería que así, sobre todo en este nuevo siglo, Washington apuntala la restauración del imperialismo ante la amenaza de su derrumbe y el encumbramiento de fuerzas económicas y políticas mucho más sólidas como China, Rusia o Turquía.
Y la Colombia de Iván Duque está presta para el juego mortal, que lo ha levantado en las encuestas y tiene por ahora el gozo y la venia del imperio. Por supuesto hay corifeos como Sebastián Piñera, Mario Abdo, Jair Bolsonaro y Lenín Moreno. Y un payaso que ya no tiene adjetivo alguno para describir su precariedad humana: Luis Almagro. Todos ellos están señalados como los acólitos de una farsa y de una osada aventura que los colocará en el sitio más indicado de la historia y no será precisamente un altar.