Destruir el alma de los pueblos, ese es el rol de las postverdades, destruir el alma de los pueblos. Las postverdades llegan disfrazadas, parecen simples, humildes, inocuas, calladitas. Poco a poco se van reproduciendo, creciendo, van ocupando cada vez más espacio, y, muy sutilmente, casi sin esfuerzo, van reemplazando a las realidades. Así, en apariencia inesperadamente, se convierten en los nuevos sentidos comunes.
Pero no es inesperado, es un proceso largo, colaborativo, paciente, sostenido, estratégico, oportunista y, sobre todo, organizado. La postverdad sólo necesita de un hecho, de un caso que usar. Un poco de maquillaje y decoración son suficientes para que ese caso promulgue a los cuatros vientos que la postverdad que defiende es real, y así, a través de generalizaciones, se convierte en la nueva verdad, en el nuevo sentido común.
Los pueblos sin alma son fácilmente dominables, son absolutamente controlables. 1984 de George Orwell nos cuenta esa historia, la historia de un pueblo sin alma, sin vida. Una sociedad absolutamente sometida por las postverdades creadas, permanente y sostenidamente, por un aparato estatal que vive de la guerra y de aplastar a su población. El control es tan absoluto que el gran hermano sabe todo de todos. Sin embargo, la gente sabe que está dominada, se sabe esclavizada. Y esa es la diferencia fundamental con nuestra realidad, Byung-Chul Han nos lo hace notar, nosotros no sabemos que estamos dominados. Nuestras postverdades se han arraigado en lo más profundo de nuestras neuronas de tal manera que creemos que al autoexplotarnos nos realizamos.
Parecería ser que estos sentidos comunes se insertan en nuestras mentes desde antes de la concepción, están ya contenidos en las biomoléculas de los óvulos y los espermatozoides que se convirtieron en nosotros. Así nuestros fracasos siempre son culpa nuestra, por no autoexplotarnos lo suficiente: sino somos felices es porque no seguimos a los gurús de la autoayuda y del coaching. Si, pese a todo, seguimos sus consejos y emprendemos y nos va mal, también es culpa nuestra, pues algo debimos haber hecho mal para que no funcione. Nos pensamos y percibimos como individuos aislados, como islas desconectadas de todo en medio del océano de la sociedad. De esa manera, cualquier cosa que nos pase depende solamente de nosotros. La perversidad de estas postverdades, elevadas al nivel de religión suprema, es que borran el sentido de colectividad. Han conseguido desvanecer y difuminar cualquier idea, pensamiento o sentimiento que sea parido por la lógica del bien común. De hecho, al bien común lo tienen exiliado en la catacumba más putrefacta y más lejana que nuestros delirios puedan crear.
Esto no sucedió así nada más, fue producido, creado y generado. Noam Chomsky, en su libro Hegemonía o supervivencia, nos cuenta como todo inicia todo. Este sentido común se llama neoliberalismo. Hay quienes lo ubican en 1750 (los inicios del capitalismo), otros en 1949, y David Harvey en 1979. El hecho concreto es que es una postverdad hegemónica, es el totalitarismo supremo, pues ha conseguido esclavizar a la humanidad a nivel mental y material sin que se dé cuenta. El adoctrinamiento ha sido tan efectivo que sentimos que es el único camino posible, que es el resultado natural de la evolución, que no hay más allá. Es el fin natural de las ideas, es el fin de la historia.
Las postverdades neoliberales nos invaden en todos los espacios, en nuestros espacios vitales, en escuelas, colegios, universidades, libros, películas, series, medios de comunicación, en nuestras creencias, y hasta en el baño. Hay grupos, movimientos, agencias, verdaderos tanques de pensamiento, de adoctrinamiento, que se encargan de difundirlas y radicalizarlas, de decorarlas con tintes conservadores o liberales, pero que jamás tocan su esencia.
Como ya comenté en un artículo anterior, el neoliberalismo surge en 1938, año en el que se produjo en París el coloquio Walter Lippman. Louis Rougier convocó a académicos opuestos al auge del bienestar, entre los que estaban los economistas austriacos Friedich von Hayek y Ludwig von Mises. En 1947 nace la Mont Pelerin Society, con el objetivo de debatir los peligros del estado de bienestar. Fue convocada por Friedich von Hayek, quien fue su primer presidente (1947-1961), y ganó el Nobel de economía en 1974. En 1978 Deng Xiaoping, diseñó el plan para que en 20 años China deje de ser una economía planificada, y comience a ser un centro de capitalismo abierto y crecimiento económico sostenido. En 1979, Paul Volcker comienza a dirigir la reserva federal de EE.UU., y orienta su política económica hacia la lucha contra la inflación, sin importar las consecuencias. En el mismo año, Margareth Thatcher es elegida en Reino Unido como primera ministra, con el discurso de destruir el poder de los sindicatos, y de reactivar la economía. En 1980, sube en Estados Unidos al poder Ronald Reagan, quien apoya las políticas de Volcker, y además inicia la desregulación del trabajo, la industria, la agricultura y la extracción de recursos, y además de liberalizar los poderes financieros tanto a nivel interno como externo. Chile, durante la dictadura de Pinochet, fue el globo de ensayo del neoliberalismo, a través de las políticas diseñadas y desarrolladas por el economista estadounidense Milton Friedman.
La hegemonía de las postverdades neoliberales ha llegado a ser tan brutal, que es lo único que se enseña como economía, no hay otra economía posible más allá de ellas. La internacional neoliberal, es mucho más que una alegoría, es una realidad con una estrategia de adoctrinamiento ideológico absolutamente coordinada y organizada.
The wall no puede ser más real que aquí y ahora. ¿Es momento de perder la esperanza? Puede que sí. Pero también podemos recordar que la naturaleza humana sigue otro camino, un camino colectivo y cooperativo, como nos muestra nuestra historia. Ojalá que la utopía pueda llegar, porque nos queda poco, muy poco tiempo antes del colapso.