Orlando Pérez
Apenas me identificaron su lenguaje pasó de soez a incriminatorio, cargado de acusaciones de terrorista y guerrillero. Y casi de inmediato comenzaron las agresiones y los golpes, además de las amenazas de que no saldría vivo de ahí. Lo hacían policías encapuchados, enmascarados y otros con el rostro descubierto. No pasaban de unos veinte, instalados en la puerta de entrada al hospital policial donde se encontraba Rafael Correa. La noche llegaba y lo único que quedaba, según decían todos, era el rescate militar. Los gendarmes estaban advertidos y lo decían a cada rato: “Si entran les damos bala y de aquí no salen vivos”.
Había un odio irracional, una sinrazón en sus supuestos argumentos y también, por qué no, una explosión de rabia acumulada o ese modo de botar violencia sobre otros porque en realidad contra ellos mismos es imposible. Pero todo eso desde el poder de las armas y los uniformes, el entrenamiento para reprimir y atacar, no para disuadir ni mucho menos para defender a las víctimas.
En dos horas más se inició un tiroteo indescriptible o al menos de aquellos que solo conllevan miedo y un pánico tenebroso. Antes, observaba a varios francotiradores en las terrazas de los edificios del frente. Daba la impresión de que estaban para resguardar la seguridad de todos, pero lo ocurrido dos horas después era todo lo contrario: tiraban a matar a todo lo que se moviera alrededor de lo que se suponía era la protección del Presidente.
El 30S del 2010 tuvo un saldo de cinco muertos, más de 250 heridos y decenas de miles de dólares en daños y perjuicios, además de revelar a miles de personas enfrentando las balas y la agresión policial solo con sus gritos y dignidades. Y todo por la sublevación de la Policía, que no solo significó ese derramamiento de sangre sino la instauración de la desconfianza absoluta hacia quienes obligados legalmente a dar seguridad se convirtieron en el factor de la mayor inseguridad vista en la historia del Ecuador, en un solo día.
Ahí se conjugaron la conspiración con la enajenación política y también una complicidad de ciertos medios que ahora se reivindican como factores de moralidad pública para determinar quiénes fueron las víctimas y los victimarios. Ese día se reveló la peor representación de la Escuela de las Américas y lo que este momento constituye el convenio de colaboración para supuestamente garantizarnos seguridad ciudadana y luchar contra el narcotráfico y el crimen organizado.
Y ahora viene la venganza de quienes auparon esa sublevación e intento de magnicidio. No solo quieren enjuiciar y condenar a la principal víctima, quieren además amnistía y reparación. Y con eso la intención de fondo es cambiar el sentido de la historia, el registro real de un acontecimiento y condenar al olvido un hecho criminal que solo revivió los tiempos de las peores dictaduras.
Pero hay algo más detestable: quienes ahora ejercen funciones públicas participaron en la defensa del Presidente de la República porque coincidieron que no era ese el mecanismo de reclamo ni menos de protesta, al menos. Y hoy, desde sus cargos e instituciones aúpan también, a veces con el silencio, la corriente generada desde esos sectores militaristas y policiales para condenar a la principal víctima, tal cual como pasó en los tiempos de Eloy Alfaro y La hoguera bárbara.
Yo estuve ahí y viví la violencia y el desquiciamiento de quienes se creyeron por mucho tiempo el poder detrás del poder, la autoridad para violar la ley y también desde la irracionalidad de un supuesto anti comunismo que solo ha servido para garantizar la perpetuación del verdadero poder en Ecuador: el de la oligarquía.