Por Daniel Kersffeld
En los últimos años, y sobre todo desde la salida de Donald Trump del gobierno, en los Estados Unidos se ha ido fortaleciendo la idea de una renovada e inminente “guerra civil” que provocaría una crisis total en la estructura de la sociedad norteamericana.
A diferencia de la Guerra de Secesión desarrollada entre 1861 y 1865 (que sentaría las bases del moderno capitalismo estadounidense a partir de un conflicto que implicó la finalización del régimen de esclavitud y más de 750 mil muertes), la nueva “guerra civil” involucraría a toda la sociedad, se extendería a todo el territorio nacional e incluso, partiría a la mitad a Estados con núcleos dinámicos, urbanos y cosmopolitas frente a áreas rurales más conservadoras y aisladas.
Los principales impulsores de las tesis de la nueva “guerra civil” pertenecen a la derecha “trumpista”, que está creciendo en los límites y por fuera del Partido Republicano, y que en un sentido muy amplio incluye desde grupos radicales y separatistas a supremacistas blancos, pasando por extremistas de todo tipo, y firmes creyentes de teorías conspirativas y de interpretaciones conservadoras y reaccionarias.
La premisa “Stop the Steal”, por la que los defensores de Trump denuncian el supuesto robo de la reelección del ex mandatario en las elecciones presidenciales de 2020, opera como paraguas ideológico y como el principal punto de articulación de grupos y organizaciones que creen, además, en la necesidad de la violencia para restituir el orden perdido en los Estados Unidos.
Sin embargo, también entre los votantes demócratas se ha ido permeando esta ideología del desasosiego estadounidense. En este sentido, en diciembre de 2021, el Instituto de Política de la Escuela Kennedy de Harvard publicó una encuesta que encontró que la mitad de los estadounidenses menores de 30 años pensaban que la democracia estaba “en problemas” o “fracasando”. Un tercio también dijo que esperaban que hubiera “una guerra civil” durante sus vidas. En tanto que una cuarta parte pensó que al menos un Estado se separaría del conjunto de la Unión.
Para quienes la defienden, los principales argumentos a favor de una nueva “guerra civil” se centran en que los problemas políticos son tanto estructurales como inmediatos, que el sistema político está atravesado por el enojo y por la desconfianza, y que el Congreso posee actualmente los índices de aprobación más bajos en toda su historia (que, según diversas encuestadoras, sería del 20%). Asimismo, señalan que una “partidocracia”, integrado por las élites de ambos partidos, se ha adueñado de los destinos de la nación, sin que se tengan en cuenta los intereses y necesidades del común de la gente.
Frente al creciente abandono promovido por la clase política del establishment, para muchos es el ex presidente Donald Trump quien aparece en el horizonte como el único actor capaz de alterar esa realidad, aunque el cambio deba ser a través de la “guerra civil”.
De hecho, los primeros pasos para rearmar el bloque “trumpista” de poder ya se están dando, en principio, a nivel de la dirigencia partidaria republicana, donde la creciente hegemonía del ex presidente es enfrentada por una oposición interna cada vez más debilitada y fragmentada, bajo el liderazgo de un puñado de referentes republicanos como el ex vicepresidente Mike Pence y Liz Cheney, hija del también ex vicepresidente Dick Cheney.
Sin embargo, los adeptos y seguidores de Trump están trabajando también en otro frente quizás mucho más estratégico: el conformado por las bases republicanas y, sobre todo, por la reconfiguración de las circunscripciones electorales (que, según su razonamiento, habrían favorecido el fraude de los demócratas al no haber sido convenientemente vigiladas). Así, en varias ciudades los alguaciles electos por el voto popular y de confesa fe republicana promueven abiertamente la resistencia a la autoridad federal.
El objetivo no sería sólo el regreso al poder del ex mandatario, sino reconfigurar la maquinaria electoral republicana en función de aquellos dirigentes alineados con la ideología ultraliberal y sobre todo con relación a quienes piensan que la toma del Capitolio del 6 de enero de 2020 fue, en realidad, un verdadero “grito de guerra” o, más aún, representación de un auténtico “clamor popular”.
Las muestras de violencia interna y de creciente alteración del orden público resultan cada vez más evidentes. Pero sin duda, el aspecto más preocupante de este incipiente conflicto civil consiste en la expansión de las organizaciones de extrema derecha, con una estrategia novedosa ya que sus miembros tienden a infiltrarse en las fuerzas policiales y en las Fuerzas Armadas, convirtiéndolos en aliados poco confiables en la lucha contra el terrorismo interno.
Es un hecho, además, el crecimiento de manifestaciones armadas: no sólo aumentó el número de sus participantes sino también la frecuencia con la que éstas se producen. La prensa cotidiana refleja el crecimiento de colectivos y organizaciones ultranacionalistas, vinculadas con la derecha “trumpista”, como son los casos de Boogaloo Boys, Three Percenters, Proud Boys y sus grupos asociados. Según el Armed Conflict Location and Event Data Project (ACLED), los miembros de los grupos de derecha estuvieron presentes en al menos el 45,8% de todas las manifestaciones armadas en 2021 (60 de 131), frente al 35,7% en 2020 (172 de 482).
Los ejes de las protestas en 2022 implican también una puesta en cuestión de algunos de los principales puntos de la agenda política progresista. Así, mientras resurgen las movilizaciones vinculadas a Black Lives Matter, han aparecido dos demandas que señalan los actuales (e insospechados) límites políticos del Partido Demócrata. Por una parte, la derecha se moviliza para ampliar las actuales restricciones al voto en una veintena de Estados, en tanto que también protesta y ejerce su capacidad de presión para retroceder conquistas históricas como el derecho al aborto.
Aunque son muchos los analistas, políticos y referentes sociales que descreen de la posibilidad de una nueva guerra civil en Estados Unidos, todos coinciden en un sensible incremento de la violencia y de la conflictividad en las calles, sin la misma repercusión mediática del gobierno de Trump, pero con una intensidad incluso más importante. Según la Fundación Nacional de Deportes de Tiro existen 434 millones de armas de fuego en posesión de civiles en todo el país, lo que representa 1,3 armas por persona. Sin duda, una cifra para contener la respiración mientras se evita hablar de la inminencia de una nueva guerra civil.