Por Abdón Ubidia
Un poeta nacido para el canto y el cuento. Eufórico, desopilante, rotundo, seductor contumaz y experto en esas artes en peligro de extinción, que requieren de la inteligencia y la gracia, del humor y del amor prodigado a raudales, como lo saben todos los artistas que en el mundo han sido, creador y creativo hasta la exageración; creyente pagano, hasta la ingenuidad, en todos los esoterismos y magias que cunden en un planeta desencantado del prisma racionalista que no lo ha vuelto feliz. Convertido en un «hombre folk» en la grata expresión de Carvallo Neto, que el sabio folklorista brasileño usaba para autodefinirse, Edgar Allan García va por la vida exultando poemas, cuentos infantiles y de los otros, ensayos, presentaciones de libros, conferencias, sanaciones, y todo cuanto tenga que ver con la literatura y la celebración de la vida que son una sola y misma cosa.
Hay poetas tristes, melancólicos, amargados, frígidos, épicos, romanticones, de todo: Edgar es un poeta feliz. Es un perseguidor de la felicidad y el encantamiento, de la euforia del amor, del juego infantil, que está en el origen y en lo más profundo de cada cultura, como bien lo saben Huizinga y Cortázar. Un poeta de la alegría de vivir. Un sembrador de la dicha y del amor. Pero: ojo. Todo tiene una sombra. La alegría es la necesidad de la alegría. El amor es la necesidad del amor. La felicidad es la felicidad y algo más. La dicha es efímera y la desdicha la amenaza siempre. Para poetas así, la desdicha es la ausencia de la dicha. Si la felicidad es superficial y se la exhibe y muestra; el dolor es profundo y, en escritores como Edgar, asoma furtivo, escondido en los entrepliegues de sus euforias. Quiero decir que no hay lo uno sin lo otro. Quiero decir que toda la euforia que Edgar despliega, como un cultivador de semillas y flores doradas, es también una denuncia, una autodelación de las calladas raíces que se esconden y proliferan en lo más profundo de una oscura tierra, ese campo labrado con tanta pasión. Cómo explicarnos entonces versos como éstos:
Dónde hallar la ternura/de la que no tuvo nombre pero aún duele/El que dice haber entregado todo, /también entregó su sombra, /su vieja tormenta, su amargo
dulce fruto. /Y no existe retorno ni piedad /la ansiada luz termina por arrancarnos /los ojos. /Frágil es a veces el equilibrio /entre la promesa y el despojo /y hay mucho que muere sin haber nacido.
No son versos infiltrados, capturados al azar por un detective de sombras: son claves sin las cuales nadie podría entender el complejo brillo de la literatura de Edgar.
Quizá -y arriesgo una hipótesis-, el enamorado eterno que ha sido nuestro poeta, y no es una delación porque todos lo saben y él mismo no lo oculta; el perseguidor contumaz del amor y sus cantos y encantos, en la vida y en la literatura; sea, como todo perseguidor, un nómada que, paradójicamente, solo quiere volver a la querencia, retornar al amor de los amores, al paraíso infantil, a lo mejor perdido o inventado como todos los paraísos, al amor originario y maternal, un reclamo que puede estar en el comienzo de toda su aventura humana, es decir, vivencial y literaria. Una hipótesis, nada más, decimos, que proferimos, un poco a la ligera, para que nos ayude también a explicarnos esta colección de bellos cuentos, que, a lo largo de los años, se ha ido formando, como una muestra sostenida de su persistencia y pasión, de su fidelidad a una gran idea poética que ampara toda su extensa producción y, a la final, lo que la convalida como irrefutable y auténtica.
En otra parte, dijimos que el cuento es la novela del poeta y el poema del novelista. Edgar Allan García siempre será un poeta. La gracia, la hondura, el lenguaje terso, de estos cuentos, que se leen de un tirón, sin pausas, ni postergaciones, nos lo muestran así, íntegro en su verdad siempre honda y poética.
Edgar Allan García es un gran poeta. Y los cuentos son las novelas de los poetas. Cuentos Fríos y Calientes, es una antología de relatos escritos en diversas etapas su vida. Los inéditos son: El lector incansable, La librería, La muerte de Carlos Fuentes, Luna llena, Noguchi.
Con Noguchi ganó un premio envidiable que le llevó durante un mes al Japón. El cuento Luna llena ha sido, con toda justicia, durante más de 15 años, un texto de estudio en varios colegios y universidades. Es inexplicable, pero solo ahora ve la luz en una una edición no fotocopiada.
Luego están los cuentos que publicó con Alfaguara en Historias espectrales: Bella Aurora, una recreación de la leyenda quiteña La casa 1028, con un estilo que se adapta a lo narrado y a su contexto histórico y cultural, y El Supay, un texto que se hunde en la magia y el misterio de la mitología andina, al más puro estilo de los relatos de Carlos Castaneda.
A continuación, están: Desván secreto, Sensación enemiga, El encuentro, Mariposa, En la madrugada, Entre dos aguas y Final con oboe, que aparecieron en 1997, nada menos que por haber ganado el premio nacional de narrativa Ismael Pérez Pazmiño de ese año y que por desgracia no han tenido otra edición pese a las entusiastas críticas que obtuvo.
Un beso del tamaño de un elefante, que apareció como anexo en el libro de microrelatos 333 MicroBios, es, sin duda alguna, uno de los mayores homenajes que se ha escrito sobre la figura del Ché, desde un ángulo que casi nadie ha considerado: el padre en la relación con su tierna hija, antes de partir hacia Bolivia.
Abre el libro un cuento-poema sobre el tiempo circular, así como en torno a la realidad y el ensueño, que fue publicado por la editorial Norma en el libro Cuentos Mágicos.
Cuentos fríos y calientes desmiente una percepción equivocada. Desde hace tiempo se considera a Edgar Allan García un escritor que exclusivamente escribe para niños. Eso no es cierto: ha escrito poesía, ensayos y cuentos para adultos, y algunos de los cuentos que ha escrito le han valido tanto premios nacionales como internacionales. Esta antología es pues un arreglo de cuentas con esa «mala memoria», para que las antiguas y nuevas generaciones sepan que este autor es, además de poeta y escritor de literatura infantil, un narrador imprescindible en cualquier antología ecuatoriana o internacional.
En resumen: un hermoso libro de cuentos que nos muestra al mejor Edgar Allan García, con su brillo propio y su arte poético ahora trasvasado a la prosa con piezas admirables, que no se olvidarán y que, de aquí en adelante, lo ubicarán de lleno, como pasó tardíamente con el gran César Dávila Andrade, cuando ya, por fin, nosotros nos dimos cuenta de que no solo era el poeta genial, sino un narrador eximio de cuentos perfectos, entre los cuentistas inevitables del Ecuador.