Por Magdalena León T.
Al finalizar marzo se activó en el Congreso de Perú el proceso para la ‘vacancia’ de Dina Boluarte, presidenta en funciones. Le llegó su turno, cuando han pasado ya más de cien días del brumoso episodio que dejó fuera al presidente Castillo y desató una reacción popular inédita, que no ha cesado pese a la brutal represión.
Desde las primeras horas de su ascenso a la presidencia, el hecho de que se trate de la primera mujer que accede a la máxima dignidad del gobierno peruano, que en otras circunstancias habría sido un gran acontecimiento, lucía irrelevante. El contexto y las condiciones en que se produjo su nombramiento, así como el perfil político de la nominada, se combinaron para proyectar esa imagen.
En un contexto de crisis prolongada y alta tensión política y social, la caracterización de los hechos de ese 7 de diciembre estaba en disputa. ¿Se trataba de un autogolpe del presidente Castillo o de una maniobra más del Congreso? ¿Quién atentaba contra la institucionalidad democrática? ¿Quién estaba del lado del pueblo? ¿Su nombramiento suponía un paso hacia la superación de la crisis? El ambiente que se percibía desde fuera era de confusión e incertidumbre, sin señales de salida, de presencia de alguna voz capaz de conducir el proceso
Pronto fue evidente que la hasta entonces vicepresidenta no se mostró a la altura de las circunstancias, de los desafíos verdaderamente históricos que han aflorado con las movilizaciones constantes, que marcan un hito por su fuerza, su persistencia, por la agenda de transformaciones que enarbola (que incluye una nueva Constitución). El perfil previo de Boluarte había sido más bien bajo, su trayectoria no mostraba una experiencia política destacable, algún aporte, un posicionamiento junto a causas o acontecimientos de la historia reciente. Tampoco nada que indique al menos cercanía, ya que no protagonismo o liderazgo, con las luchas feministas de larga data y de variados perfiles en Perú. Y tampoco fue visible en el proceso social, político y electoral que llevó a la elección de Castillo, o en el desempeño de ese gobierno rodeado de desafíos y dificultades.
Llegó entonces a la presidencia por la fuerza de las circunstancias. Carente de entorno político propio quedó a disposición de una derecha en constante conspiración para controlar todos los poderes y asegurar sus privilegios. Pronto esa irrelevancia tomó otras dimensiones, al desatarse una represión sangrienta a la movilización popular que brotó desde lo más profundo del Perú, que se ha mantenido en calles, plazas y carreteras sin tregua. Cómo se señaló en su momento, el número de víctimas mortales (más de 50) llegó a ser más alto que el número de días en funciones.
En una región en que el feminismo ha trazado nuevos mapas de poder y ha llenado de contenidos transformadores la lucha política, la importancia de ser primera presidenta no es formal, no es algo trascendente per se. Adquiere relevancia si se conecta con el sentido de las luchas, urgencias y necesidades del país y su pueblo -ojalá de las mujeres-, si resulta de algún tipo de trayecto o liderazgo que refleje o que sintonice con las búsquedas de cambio, si abre nuevos cauces o posibilidades para el gobierno y la política.
La contradicción entre la dinámica social y política que protagonizan las mujeres peruanas en resistencia y esta primera presidenta no puede ser mayor. Ellas han sido la columna vertebral en las luchas contra el neoliberalismo de estas décadas, modelo que es causa y razón del caos político imperante. Han defendido el agua, la tierra, los alimentos; han creado condiciones básicas de vida en un territorio asolado por la voracidad neoliberal que se suma a siglos de desprecio colonial latente, como se ha subrayado en los análisis de esta coyuntura.
No es por eso casual que las mujeres sostengan y lideren las protestas, desafiando una cruel represión que, fiel al modelo, maximiza su ataque a lo básico de la vida: además de matar y herir personas, la policía bloquea el acceso a agua y comida de los grupos movilizados, al vinagre para soportar lo efectos de las bombas lacrimógenas, y hasta a las toallas sanitarias para las mujeres. Tampoco es casual que fluya una lógica de cuidados en la organización misma de estas movilizaciones, en la solidaridad desplegada por el pueblo a su paso, en los sitios de concentración y acogida en Lima.
Trágico papel de esta primera presidenta, vista como asesina por el pueblo. En este tiempo, solo un gesto suyo habría resultado, también por la fuerza de las circunstancias, trascendente: su renuncia, para permitir nuevas elecciones en seis meses, uno de los reclamos ese pueblo en pie de lucha.