Por Augusto X. Espinosa A.
Recientemente, leí una publicación en la cuenta de X @vaej94 sobre el apoyo de Andrés Calamaro a Javier Milei en las elecciones presidenciales argentinas. El post decía: “Flaco, no nos claves tus puñales por la espalda. 冷 A otro que le está pegando feo la vejez como a Fito, Sabina y Serrat”. Mientras corría esta mañana, escuché una charla profundamente transformadora del gran Enrique Dussel, un filósofo político que falleció hace poco, poco antes de cumplir 89 años. Luego, al prepararme para trabajar en el libro que estoy escribiendo, sin pensarlo, le pedí a Alexa que pusiera “El Necio” de Silvio Rodríguez, lo que me llevó a reflexionar sobre el supuesto paso natural del idealismo juvenil al pragmatismo de la vejez.
Salvador Allende solía decir que “ser joven y no ser revolucionario es hasta una contradicción biológica”. Por otro lado, el sentido común predominante hoy en día parece intentar convencernos de que ser viejo y revolucionario es casi una condición mental patológica debido a la resistencia a adaptarse a un sistema que se percibe como inmutable. En consecuencia, se nos induce a pensar que la madurez es contraria a un idealismo revolucionario que solo puede sostenerse subordinando la razón a la emoción.
Es lógico que la proximidad del fin de un ciclo de vida nos lleve a concentrarnos en lograr lo que consideramos posible y a abandonar metas vistas como inalcanzables en ese periodo. Así, con el paso de los años, nos enfocamos en las consecuencias prácticas de nuestras acciones y nos volvemos más pragmáticos, pensando: “Ya no estoy en edad para…”.
Sin embargo, el pragmatismo no implica necesariamente renunciar al idealismo revolucionario. Esto se evidencia en la frase de Bertolt Brecht: “Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero los hay que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles”.
Quienes abandonan la lucha deciden pragmáticamente someterse al sistema que pretendían transformar, porque esto les resulta funcional a algún interés personal. Un ejemplo emblemático es Mario Vargas Llosa. Sin embargo, hay abandonos no declarados que dañan aún más los procesos de transformación: aquellos que, en nombre del pragmatismo y de la lucha, renuncian a sus principios fundamentales. La democracia liberal, con sus instancias de representación y negociación, ofrece el escenario perfecto para este tipo de renuncia, ya que las organizaciones y figuras políticas a menudo transigen en función de sus ansias de poder o riqueza, y no de las necesidades del colectivo que dicen representar. En estos casos, el pragmatismo asume que los ideales son meras ficciones seductoras, pero negociables en función de lo que es coyunturalmente posible en términos de permanencia en el poder.
Por su parte, los imprescindibles que luchan toda la vida entienden el pragmatismo de manera diferente. Así como Aristóteles y otros han dicho, creen que “la política es el arte de lo posible”, pero lo posible en términos de progreso hacia la utopía. Actúan en la coyuntura con la vista puesta en la transformación estructural. Probablemente, su madurez política se manifieste en una propuesta revolucionaria combinada con una acción evolutiva. Quizá hayan comprendido que los cambios sociales que buscan no se materializarán en su vida, pero que su legado será crucial para la continuidad intergeneracional de la lucha.
Por tanto, quien lucha toda la vida alcanza una madurez política que se expresa en un idealismo pragmático sabio. Esta sabiduría se muestra con humildad, reconociendo que cualquier contribución al proceso de transformación es relativamente insignificante frente a la magnitud de la utopía. Este idealismo confirma que todos los sistemas opresivos, tarde o temprano, colapsan, y el pragmatismo se centra en facilitar el siguiente paso hacia la liberación de la dominación.
Así, aquellos de nosotros que envejecemos, pero aún nos indignamos ante cualquier forma de dominación perversa que limite una vida digna para todos, debemos legar a nuestros hijos, y a las generaciones futuras, la voluntad de luchar toda la vida por la transformación. Debemos transmitir la creencia de que el poder debe emanar de un pueblo soberano, que el poder no es dominación sino obediencia, y que la mejor forma de vivir es buscando “para todos, todo”.
Para los viejos idealistas, una de las principales tareas revolucionarias es nunca traicionar al idealismo de los jóvenes, hay que ser necios y morir como vivimos, pero no solo limitarnos al discurso, sino orientarnos fundamentalmente a la acción, de nosotros aprenderán más de lo que hacemos que de lo que decimos