Por Augusto X. Espinosa A.
El Origen
El Socialismo del Siglo XXI capitalizó electoralmente la indignación generalizada provocada por la persistencia y profundización de la crisis económica de los años 80 y 90. Esta crisis se intentaba superar mediante el recurrente traslado de los costos del ajuste macroeconómico a la mayoría de la población, mientras se protegían los intereses de las élites responsables del descalabro. Los programas de ajuste macroeconómico se denominaron «Consenso de Washington», ya que consistían en una serie de políticas económicas impuestas por organismos multilaterales de crédito a los países, como condición para el otorgamiento de financiamiento.
La propuesta electoral socialista del siglo XXI se oponía al Consenso de Washington y atrajo a sectores diversos de la población para conformar una coalición ideológica de amplo espectro que iba desde la extrema izquierda antisistema hasta al centro derecha nacionalista reformista, es decir, estaban los que buscaban la superación del capitalismo y quienes abogaban por un «capitalismo con rostro humano». Comunistas, socialistas, socialdemócratas y democratacristianos se mostraron dispuestos a aliarse en una propuesta alternativa a la ortodoxia económica. Desde la perspectiva ética, había políticos profesionales y vocacionales, así como oportunistas mercaderes de la política.
En fin, la gama de auspiciantes, adherentes y militantes de la propuesta socialista del siglo XXI fue variada, pero compartían el discurso económico de la reducción de la pobreza y la desigualdad, apelando a un rol activo del Estado en la generación de empleo y en la redistribución del ingreso. Políticamente, decían enfocarse en la profundización de la democracia mediante la exploración de mecanismos de participación ciudadana en la toma de decisiones.
En el ejercicio del gobierno, el fuerte liderazgo presidencial daba dirección a la heterogénea amalgama ideológica presente en los gabinetes ministeriales y en la representación legislativa del movimiento socialista; sin embargo, la diversidad ideológica y de intereses, devino en deserciones desde los primeros años de ejercicio de gobierno. Algunas de estas deserciones fueron motivadas por egos heridos debido a la pérdida de protagonismo de ciertos individuos que se consideraban clave en el logro del gobierno. Otras se debieron a rupturas con líderes de organizaciones sociales cuyas demandas corporativistas no fueron atendidas. En algunos casos, el alejamiento era de personas que vieron frustrado su apetito de hacer lucrativos negocios con el Estado o de beneficiar a sus actividades económicas con decisiones gubernamentales.
En este contexto, a los opositores naturales y originarios se sumaron los desertores para formar frentes “anti-socialismo” cuyo objetivo fue crear un estado de opinión adverso a sus líderes y al proceso de cambio. La estrategia consistía en usar los medios de comunicación tradicionales para desacreditar y deslegitimar a los gobiernos acusándolos de corrupción y autoritarismo, convirtieron al poder legislativo en una trinchera desde la cual preparaban el ataque al ejecutivo y hacían lo que fuera necesario para volcar el poder judicial en contra de la dirigencia socialista. Los consideraban enemigos, ya no solo adversarios.
La Mutación
Ante esta situación, los socialistas sudamericanos se centraron en neutralizar o revertir el embate persecutorio de la derecha, cediendo así la iniciativa política. De esta forma, el anti-(…)ismo (chavismo, lulismo, kirchnerismo, correísmo, etc.) marcó la agenda, saturando el ambiente de acusaciones y defensas. La defensa de los líderes y militantes del socialismo del siglo XXI se enfocaba en demostrar su inocencia y en recordar de forma continua los logros de su gestión gubernamental. A pesar de presentar evidencias que mostraban el éxito de las políticas implementadas, se volvió cada vez más difícil obtener triunfos electorales, ya que los datos concretos, por contundentes que fueran, no eran suficientes para contrarrestar el relato de la derecha, que a menudo se basaba en casos puntuales. De esta manera, los opositores lograron debilitar al Socialismo del Siglo XXI y se reposicionaron como una alternativa viable para resolver problemas nacionales. Resurgieron los postulados económicos neoliberales, ahora con un leve énfasis en la garantía de derechos fundamentales como la salud y la educación. Además, emergió una retórica libertaria agresiva, y actores ultraconservadores, frecuentemente vinculados a sectas religiosas, ganaron relevancia en un contexto de desesperanza ciudadana.
Con este asedio político, las organizaciones socialistas del siglo XXI suavizaron su discurso antisistema, temiendo alejar a los votantes con propuestas revolucionarias. Abandonaron la etiqueta “socialista” en favor de “progresista” y su discurso se desplazó hacia el centro político. Algunos dirigentes incluso proclamaron el fin de las ideologías, argumentando que era el momento del pragmatismo. A pesar de ello, seguían insistiendo en la necesidad de la participación estatal para abordar los problemas sociales, aunque ya no se mostraban tan radicales en la distribución y redistribución de la riqueza e ingresos, ni en la profundización de procesos de integración estratégica como UNASUR.
A pesar de la implacable persecución y los intentos de desacreditación, el Socialismo del Siglo XXI mantuvo una base sólida de apoyo popular que lo sigue posicionando como la primera o segunda fuerza política en cada país. Sin embargo, se evidenció la pérdida de la contundencia electoral que tuvo en los primeros quince años del milenio; como resultado, no le ha sido posible sostener el proceso de cambio iniciado en la primera ola socialista del siglo y, en algunos casos, ni siquiera resistir la reversión de algunas reformas institucionales implementadas.
Desde la perspectiva del progresismo militante, los resultados electorales desfavorables se atribuyen a errores propios en la campaña o a la falta de ética de los oponentes. Por su parte, la mayoría de los analistas electorales sostienen que las derrotas son paradójicamente producto del éxito de la derecha en posicionarse como una opción novedosa, mientras la izquierda no logra desvincularse de la imagen de lo viejo. En la práctica, la derecha renovada ha logrado generar esperanza de mejorar las condiciones materiales de la población, anclada en la promesa de romper con la desgastada clase política, dejar atrás la pesada burocracia y derribar los obstáculos a la libertad individual que, según dicen, impone la intervención del Estado. Mientras tanto, el “progresismo del Siglo XXI” no despierta nuevas ilusiones porque se limita a apelar a la nostalgia de un pasado reciente en el que argumenta se resolvía problemas con una efectiva intervención estatal y, en busca de renovación, recurre a causas postmodernas sin una propuesta suficientemente seductora para atraer a los jóvenes.
Un análisis más riguroso revela que es insuficiente apelar al recuerdo de un pasado efímero que terminó en desencanto, ya que para algunos no se cumplió con la promesa de un cambio de época, y para otros, la propuesta preferencial por los pobres no estaba acompañada de un enfoque que inspirara a quienes dejaban la condición de pobreza o a una clase media que ya había superado el trauma de la crisis de finales del siglo XX. Para estos sectores de la población, la versión “progresista del siglo XXI” no se diferencia sustancialmente de la vieja política, debido a que en su accionar mantiene prácticas similares y su propuesta es ambigua. Así, el “progresismo del Siglo XXI” se percibe absorbido por la dinámica política convencional y sin el encanto de una identidad que proponía una ruptura sistémica capaz de cerrar definitivamente las enormes brechas sociales.
En el ámbito económico, la versión centrista “progresista del Siglo XXI” comparte con la derecha la creencia de que la realidad será indefectiblemente capitalista y competitiva, en consecuencia, los individuos deben esforzarse al máximo para obtener los mejores resultados posibles. Ambas propuestas se basan en el concepto del progreso individual meritocrático; sin embargo, la diferencia radica en que el progresismo reconoce que el sistema genera una competencia desigual entre individuos, por esta razón, aboga por la intervención del Estado para corregir esta injusticia. Dicha intervención se limitaría a proporcionar herramientas que permitan al individuo competir con mayores posibilidades de éxito. En esencia, el progresismo propone nivelar el campo de juego sin modificar las reglas fundamentales del sistema. Esto es como proporcionar máscaras de oxígeno a personas que viven en una ciudad extremadamente contaminada sin desafiar la causa de la contaminación.
El reformismo progresista que se está imponiendo no cuestiona los fundamentos éticos y morales que sustentan al sistema vigente. Implícitamente comparte la creencia dominante de que la situación de cada individuo es resultado de su mérito personal, es decir, un premio o castigo al esfuerzo realizado. De esta manera, en la práctica, se termina siendo cómplice de la situación porque contribuye a que los individuos se auto atribuyan la culpa de sus carencias, liberando al sistema y a quienes lo controlan de esa responsabilidad. Por lo tanto, si el progresismo se limita a reconocer las injusticias del sistema y a intentar remediarlas mediante ajustes menores al capitalismo ultra competitivo y la democracia liberal, su esfuerzo, aunque aparentemente bien intencionado, resulta infructuoso. Esto se debe a que no logrará romper las estructuras que perpetúan las brechas sociales. En última instancia, la reforma, planteada como objetivo final, se convierte en un espejismo de cambio que no aborda de manera efectiva la grave problemática de marginación, exclusión, pobreza y desigualdad que enfrenta la mayoría de la población sudamericana.
En este contexto, si se gana una elección, la victoria es pírrica porque, en el mejor de los casos, solo logra maquillar un sistema dominado por poderes fácticos que tienen la fuerza suficiente para sostener sus privilegios y mantener las relaciones sociales que generan marcadas desigualdades. Estos triunfos electorales son y serán el resultado de un ajuste coyuntural de intereses, no de la construcción de una base social que respalde un proyecto político a largo plazo con el objetivo final de una transformación profunda. De prevalecer la tendencia, el “progresismo del siglo XXI” no representa una amenaza real para el sistema, es comparable al Partido Demócrata de los Estados Unidos o al Partido Socialista Obrero Español, hablan de cambiar todo sin que provocar ningún cambio real porque no existe compromiso con la transformación de la institucionalidad, manteniendo así el statu quo.
En ausencia de una propuesta renovada de transformación profunda, el otrora Socialismo del Siglo XXI, con su versión reformista progresista, tendrá una vigencia corta asociada exclusivamente a la conservación del capital político de su máximo líder originario, quien, mientras viva, seguirá significando la esperanza de cambio de época para un sector importante de la población. Desde esta perspectiva, el progresismo del Siglo XXI corre el riesgo de corroerse en el funcionalismo a la viejas estructuras y prácticas políticas, conformándose con una presencia institucional que le permitirá mantener alguna vigencia mediante la construcción de una que otra obra cuando ocupa cargos ejecutivos o el impulso de reformas institucionales menores desde el legislativo, pero ni lo uno ni lo otro vulnerará las estructuras del sistema. La historia del reformismo sudamericano da cuenta de procesos similares como el de Jaime Paz Zamora con el Movimiento de Izquierda Revolucionaria en Bolivia, Alan García con el Partido Aprista Peruano, Rodrigo Borja Cevallos con la Izquierda Democrática en Ecuador o Carlos Andrés Pérez con Acción Democrática en Venezuela.
Recuperar La Identidad
En consecuencia, si el objetivo es darle continuidad al proceso de transformación iniciado a principios del mileno, es menester que el Socialismo del Siglo XXI recupere su identidad revolucionaria, para el efecto, es imperativo asimilar la enseñanza principal de sus años de gobierno: es imposible solucionar de manera definitiva las contradicciones sociales desde la institucionalidad vigente, por lo que resulta imprescindible sustituirla. Para lograr esto, es crucial consolidar un bloque histórico que haga irreversibles los avances en la transformación. Este bloque solo puede constituirse a través de la generación de un consenso sólido entre las víctimas del sistema, lo que a su vez exige su concientización. Sin esta concientización o, en otras palabras, sin la comprensión de que el origen de la problemática socioeconómica general y la situación particular de los individuos reside en la dinámica sistémica, la sociedad permanecerá adormecida en un estado de pacificación en el que la sensación colectiva crónica de insatisfacción y angustia se mitiga con la provisión de diversas formas de entretenimiento que actúan como válvula de escape emocional.
En este sentido, es vital el impulso de un proyecto político de largo aliento orientado a superar el capitalismo y la democracia liberal vigente conscientes de que la historia de la humanidad evidencia que todo sistema político-económico está condenado a colapsar y a ser sustituido por otro que se gesta, lenta pero cotidianamente, en las entrañas de la comunidad. Entonces, una opción auténticamente revolucionaria plantea como objetivo el desmoronamiento de la institucionalidad actual y la creación de una nueva que garantice la liberación definitiva de las víctimas de dominación, opresión y exclusión. Es decir, el objetivo primordial de la práctica política transformadora debe ser la abolición de las condiciones estructurales que perpetúan las relaciones injustas.
Dentro de este marco, no son suficientes las acciones progresistas aisladas planteadas como metas finales, es decir, no basta con ganar elecciones y mejorar temporalmente las condiciones de vida de los más desfavorecidos, no basta con el impulso de programas asistenciales que alivian el drama social hasta que son desmontados, no basta con la constitución de un Estado de Bienestar sin garantía de sostenibilidad, es necesario crear una realidad estructuralmente más justa, en la que las propias relaciones de producción posibiliten la reproducción de una vida digna para todos. Las relaciones de producción alternativa se conciben en el seno de la comunidad como respuesta a realidades lacerantes y, mediante la acción política, van ganando espacio hasta convertirse en la base de un sistema alternativo que libera a las víctimas del anterior. La acción política impulsa sistemáticamente reformas institucionales orientadas al desmoronamiento del sistema vigente y al avance hacia uno nuevo que responda a los intereses populares.
En consecuencia, a la vanguardia revolucionaria le corresponde la construcción de un bloque histórico capaz de convertirse en hegemónico con fuerza suficiente para desmontar la institucionalidad vigente y reemplazarla por una alternativa. El bloque histórico es producto de la generación de consenso entre las víctimas del sistema sobre la necesidad de transformación, a este consenso entre las víctimas se lo define como consenso popular y es el que da fuerza a las luchas del pueblo por su liberación. Las víctimas del sistema vigente son todos aquellos que sufren carencias y están obligados a desempeñar una función social que facilita la reproducción del sistema y la acumulación de riqueza por parte de una élite. Las víctimas más evidentes se cuentan entre los que enfrentan carencias materiales básicas y, por lo tanto, están privados de una vida mínimamente digna. Entre ellas se encuentran empleados con salarios precarios, desempleados marginados del ámbito laboral formal y trabajadores autónomos explotados que son parte de un sistema productivo diseñado para concentrar las ganancias en unos pocos, como los micro y pequeños agricultores o los vendedores ambulantes. Sin embargo, también son víctimas los miembros de la clase media, quienes experimentan una carestía subjetiva crónica derivada de necesidades ilimitadas impuestas por el sistema. Esta clase media está atrapada en una insaciable ilusión de ascenso social que encuentra consuelo en el consumo de bienes suntuarios y en el eventual acceso a espacios propios de las clases de mayores ingresos. Trabaja para la siguiente compra o para cubrir sus obligaciones, para mantener viva su esperanza de progreso tiende a sucumbir a la tentación del crédito de consumo, entonces termina secuestrada por el capital financiero.
De esta forma, las principales víctimas del sistema son aquellos que carecen de ingresos suficientes para cubrir necesidades básicas y la clase media atrapada por el consumo que vive en un estado crónico de estrés debido al deseo de poseer o aparentar poseer y al miedo de perder lo que tiene o parece tener. Es decir, la opresión y exclusión sistémica se relacionan principalmente con carencias materiales, ya sean reales o subjetivas, y se ven exacerbadas por diversas formas de discriminación y dominación, como sucede con las mujeres o los pueblos indígenas.
Por lo tanto, el Socialismo del Siglo XXI, en su versión revolucionaria, debería enfocarse en despertar la consciencia de los sectores de menores ingresos y de la clase media, considerando que toda revolución comienza cuando quienes son objeto de dominación, opresión y exclusión se convierten en sujetos de transformación. La concientización de los dominados, oprimidos y excluidos es la primera tarea estratégica para provocar cambios profundos, a lo que debe seguir su organización con fines de abolición de las, insoportable e insostenibles, relaciones de dominación y subordinación. Desde esta perspectiva, el Socialismo del Siglo XXI debe actuar orgánica y estratégicamente para evidenciar que las condiciones de vida están principalmente determinadas por el contexto en el que se nace, que la probabilidad de morir en una clase social diferente a la que se nació es marginal, independientemente del esfuerzo laboral que se realice; en definitiva, que el pobre no es pobre porque quiere y que es posible que la clase media desmejore su situación, en lugar de mejorarla, dada la dinámica socioeconómica de la actualidad. Es decir, la movilidad social ascendente es una promesa incumplida o un engaño, las carencias serán una constante para la mayoría de la población mientras no se produzcan cambios estructurales.
Entonces, la acción política más importante con la que el Socialismo del Siglo XXI puede recuperar su identidad es la de revolucionar conciencias, esto implica provocar que las víctimas del sistema comprendan cómo este opera para mantenerlas esclavizadas a los intereses de una minoría, para que descubran las razones de la generación de desigualdad y se indignen por las injusticias, en definitiva, para que analicen críticamente la realidad, asuman el compromiso colectivo de cambiarla y se organicen para satisfacer sus carencias. En este sentido, un proyecto político con pretensiones de transformación emprenderá en la vulneración del paquete de creencias dominantes que actúan como un somnífero impidiendo que las víctimas reaccionen ante la opresión o exclusión que sufren.
La historia sugiere que toda transformación comienza con la difusión de una ética que desafía los valores morales del sistema vigente, pues sin una revolución de conciencias que genere organización social en busca de la reivindicación de los oprimidos y excluidos, no será posible superar las injusticias. El juicio crítico de la población es producto de la adscripción a un código ético. Por eso, los procesos de transformación requieren de una prolongada fase de evolución cultural previa a la revolución. Desde esta perspectiva, el tsunami del inicio del milenio, más que una revolución socialista, fue un importante momento evolutivo por su contribución sustancial a evidenciar las contradicciones del sistema y constatar la factibilidad de formar alianzas para tomar el gobierno y desafiar al sistema.
El camino transformador es largo y trasciende las rutas electorales, sin embargo, estas pueden imprimir algo de velocidad al tránsito hacia la utopía si la conquista de los espacios institucionales contribuye al cambio cultural, es decir, a convertir la ética revolucionaria en moral ciudadana que posibilite el desmontaje de la institucionalidad vigente y la edificación de una nueva, funcional a los objetivos de justicia social. Los objetivos políticos no pueden limitarse a lograr éxitos electorales sin trascendencia histórica. ¿De qué sirve ocupar un espacio institucional si este no contribuye al proyecto a largo plazo? Por tanto, se vuelve imperativo que el quehacer político revolucionario enfatice en la generación de consenso popular para conformar el nuevo bloque histórico que devenga en hegemónico, superando el inmediatismo de los pactos o alianzas en la coyuntura de una elección o en el ejercicio de una función pública.
El cambio de época ofertado a principios del milenio demanda situar como guía a la utopía de una sociedad en la que se haya erradicado la dominación, opresión y exclusión ejercida por una minoría que controla el poder en el sistema vigente para usufructuar de él. En consecuencia, la brega electoral no puede prescindir de un trabajo permanente de concientización sobre la relevancia de la acción colectiva o comunitaria en la búsqueda del bien común y la importancia de la organización popular para cambiar la realidad, sin organización social no será posible modificar sustancialmente la institucionalidad y superar el injusto sistema actual. Se trata de potenciar la lucha popular, la de los dominados, oprimidos y excluidos.
En conclusión, el Socialismo del Siglo XXI está abocado a asimilar la experiencia acumulada en las primeras décadas del mileno y definir su futuro, debemos asumir que sus triunfos electorales mostraron avances en la concientización de una parte importante de la población. Se avanzó en posicionar la valoración ética sobre la injusticia de que la mayoría de la población asuma los costos de los errores de una élite, pero no se produjo la ruptura de los códigos morales que determinaban que los que dejaban de ser pobres y las clases medias históricas busquen siempre más riqueza, porque asocian el progreso personal a la acumulación material sin límites. A nivel electoral, esto se tradujo en la pérdida de atractivo de una propuesta socialista que planteaba un estilo de vida digno, pero austero. Además, la base social orgánica que inicialmente apoyó el proceso de transformación se desarticuló, en parte, porque el Estado asumió su agenda y su dirigencia se burocratizó. La burocratización llevó al fortalecimiento de prácticas corporativas que priorizaban el uso de la organización popular para la conquista de espacios institucionales, enfatizando en la reivindicación de demandas grupales particulares sin considerar el consenso que permitió la formación del bloque. En este contexto, la disputa electoral se centró más en la generación y explotación de estados de ánimo de los electores, una tarea propia del marketing político, postergando el cuestionamiento del sistema y la siembra de conciencia.
En este nuevo momento, la gran definición está entre ser asimilado por el statu quo asumiendo una tibia posición reformista o asumir la revolucionaria lucha por la liberación de las víctimas del sistema. Si existe intención de recuperar la identidad perdida, es indispensable que el “Socialismo del Siglo XXI” cuestione la ética y la legitimidad de la institucionalidad vigente con el objetivo de despertar conciencia y voluntad de cambio. Luego, fortalezca la capacidad de organización social para demandar con fuerza las reivindicaciones y promueva consenso para estructurar un bloque histórico que integre a las víctimas de distintas formas de opresión o exclusión en torno a la gran causa común de tomar el poder para cambiar radicalmente la institucionalidad y hacer irreversibles los avances en justicia social. Es imperativo que asuma el impulso y consolidación de un proceso de transformación de largo aliento que estructure un sistema alternativo capaz de erradicar las opresiones y exclusiones vigentes.
¿Reforma o Revolución?