Por Felipe Vega de la Cuadra
Humberto Eco, en uno de sus luminosos ensayos titulado «Construir al enemigo» insiste en los beneficios de tener siempre a mano un adversario en quien descargar nuestras debilidades o faltas y, si ese enemigo no existiera, habría que crearlo; de allí la necesidad política de inventar un antagonista, de tener a mano un alter ego que encarne todo lo despreciable, ominoso y reprochable, una especie de albañal o retrete donde, los supuestos afrentados por el enemigo creado, amontonen su propia mugre, para mostrarse limpios, pulcros y decorosos ante la faz pública. Aquel enemigo inventado se convierte, entonces, en el objeto de transferencia de las propias corrupciones y en justificación de los pecados de quien lo haya creado.
Desde que la sociedad humana encontró utilidad a la comunicación para la manipulación de las masas ―más o menos desde la invención de las religiones―, creó también un necesario antagonista, alguien que encarnaba el mal, los recursos sucios y la ruindad. El demonio es la versión paradigmática del enemigo que luego fue humanizado en pueblos como los judíos, los gitanos, las brujas o los indígenas americanos. También fue individualizado en personas como Jerjes, Darío, Gengis Khan y, en el siglo pasado, Stalin, Mao, Fidel y cualquiera que adscribiera al marxismo. Hoy, los grandes enemigos globales resultan ser Putin, Kim Yong Un, Xi Yin Ping y todo lo que huela a comunismo, a ruso o a chino.
En Ecuador, la invención del enemigo también tiene sus relatos, sus mitos y su sistema de creencias. Rafael Correa, el mejor presidente de los últimos 100 años ―así lo considera mucho más del 50% de ecuatorianos―, ha devenido, por obra y gracia de las narrativas impuestas, de la conversación pública inducida y del sistema judicial manipulado y corrupto, en el peor Belcebú (en una versión guayaca, por supuesto); en el Satanás criollo, en el Baal andino y en la encarnación de todos los pecados, corruptelas y maldades que a la mente más afiebrada se le pudiese ocurrir, tal como sucedió en su tiempo con el general Eloy Alfaro. Las mentiras construidas, paciente e impacientemente, contra Rafael Correa, su equipo de gobierno y su movimiento político, nos son creídas solo por los fieles, ignorantes y enceguecidos habitantes de un país atrapado en el catecismo del odio, en la anomia y en la desinstitucionalización, sino que se han convertido en doctrina y profesión de fe de sectores de militantes de las izquierdas, de ciertas dirigencias indígenas y sociales y de algunos académicos, defensores ellos de teorías postmodernas que terminan por justificar, a través de la errática contrastación, a una derecha neoliberal y a una ultraderecha libertaria y anarquista de mercado (SIC).
Curiosamente, lo que se ha dado por llamar como el «clivaje» correísmo ― anti correísmo, establecido en el Ecuador, por una tarea constante de la prensa hegemónica que indujo la conversación pública en los últimos 10 años y creó y promocionó el enemigo «Rafael Correa», en los últimos comicios presidenciales, no tuvo carácter decisivo en la votación popular. Ganó quien no tomó partido en esa contradicción: un joven anodino que dijo cuatro cifras falsas y que ni insultó ni se alineó con ninguno de los bandos.
Hoy el presidente, por obra y gracia de su desconexión con la política real del país, se pone en evidencia al intentar retomar para sí el clivaje y asumir una postura beligerante contra el «enemigo». Tal vez le han convencido de que ahora, al hacerlo, se detendrá su desplome en las preferencias electorales y podrá recuperar para sí la adscripción de sectores de centro y de derecha que ya no creen en el maniqueísmo impuesto en la política de la última década.
Algunos sectores de izquierda no saben qué hacer, cuando la realidad empuja hacia la convergencia y hacia un frente que, superando el clivaje, pare el desastre nacional y consolide una posible victoria del progresismo. Para ellos no solo es recomendable que miren los resultados de las elecciones en México, Francia y Reino Unido, sino que comprendan el mensaje de Silvio Rodríguez: «La necedad de asumir al enemigo»; no de crearlo, sino de asumirlo, y el enemigo es otro, es la pobreza, es el sistema neoliberal, es el patriarcado, es la ignorancia, la violencia, el delito, la corrupción, la destrucción de la justicia y de la democracia, la falta de institucionalidad, el gobierno de los mediocres, la funcionalización del estado para obtener beneficios personales, la podredumbre en los cuerpos de seguridad y en las cárceles, la indolencia con el contrabando y el narcotráfico, en fin, el enemigo es todo aquello y debe ser asumido, confrontado y vencido.