Por Diana Carolina Alfonso
l presidente ecuatoriano Daniel Noboa invocó tres fundamentos para desenterrar la presencia norteamericana en la base de Manta, activa entre el 2000 y el 2009: la transnacionalización del crimen organizado, la cooperación internacional para la defensa del territorio ecuatoriano -so pena de cualquier tentativa soberanista-, y la lucha contra las drogas.
Estos tres ‘fundamentos’ para legitimar la acción norteamericana en Ecuador son, en realidad, los tres axiomas básicos de la intervención internacional, acorde a la doctrina realista que determina las políticas de seguridad exterior de los Estados Unidos desde los años 80.
Nacido en Estados Unidos en 1987, Noboa llegó a América Latina para resucitar el legado del gobierno Reagan (1981-1989), justo en el momento en Javier Milei ejecuta la política internacional del Comando Sur en la Antártida, preparado para hacer frente a la segunda guerra fría, comunismo chino mediante.
El realismo sostiene que Estados Unidos debe emplear su liderazgo para preservar el sistema internacional, incluso si se torna necesario presionar a los estados subordinados para que acepten sus políticas securitistas. La defensa internacional de los valores anglosajones contra la inestabilidad y el caos es un pilar crucial de la política norteamericana que le permite establecer consensos a cualquier costo, sobre todo, en momentos de crisis institucional.
Realismo, realidad y política antinarcóticos
En el modelo realista, tanto la inestabilidad como el caos son variables dependientes y necesarias. De ahí que el liderazgo internacional de los Estados Unidos dependa de monstruos amorfos como el comunismo, el narcotráfico o el terrorismo internacional. La condición amorfa de estos monstruos permite al sistema internacional abanderar acciones asimétricas y totalmente desproporcionadas contra las poblaciones periféricas, bien sean o no alineadas.
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La War on Drugs fue declarada por primera vez por la administración Nixon en los 70, y nuevamente en los 80 por Ronald Reagan. La prolongación y el costo elevado de las guerras en Vietnam y Centro América, respectivamente, generaron rechazo en el Congreso que les negó mayores partidas presupuestales.
Fue entonces cuando la Operación X permitió la gestión del narcotráfico por la derecha nacionalista china y la minoría Shan, para financiar las operaciones encubiertas de la CIA en territorio vietnamita. Como resultado, entre el 10% y el 15% de los militares norteamericanos volvieron de la guerra adictos a la heroína.
La estrategia de reducción de costos, vía la financiación del narcotráfico para el sostenimiento de las guerras asimétricas, volvió a ser aplicada en la segunda declaración de guerra contra las drogas, esta vez, cuidando que los daños colaterales no afectaran la imagen institucional de la campaña.
El realismo de las administraciones Nixon-Reagan inoculó el caos del narcotráfico y vendió al mundo su vacuna
La crisis del bloque soviético permitió a Estados Unidos solapar dos enemigos en uno: el narcotráfico y la subversión comunista. En 1985, mientras Reagan pactaba la retoma de Afganistán con los mujaidines en Medio Oriente, en América Latina su administración compraba armamento iraní con dineros del cartel de Medellín para atacar a la Nicaragua sandinista. A este escándalo, conocido como Irán-Contras, se sumó la explosión de los cultivos de opio que los mujaidines usaron para financiar la red militar e internacional de la jihad islámica que desembocó, en los 90, en la financiación a los ejércitos musulmanes de Georgia, Bosnia y al Ejército de Liberación de Kosovo (KLA). Incluso, indica Michel Chossudovsky, “simultáneamente a los ataques del 11 de septiembre, los mercenarios mujaidines apoyados por la CIA se encontraban peleando en las filas de los terroristas del NKLA-NLA, en Macedonia.”
Para la época, en la América Latina florecieron los apoyos de aliados como el sucesor del general Noriega en Panamá, Guillermo Endara, un importante accionista y miembro de la junta directiva del Banco Interoceánico, acusado por la misma DEA como uno de los principales bancos en participar en el lavado de los dólares del cartel de Medellín. En Colombia, los presidentes Turbay Ayala y López Michelsen, promotores del tenebroso Plan Cóndor (Estatuto de Seguridad) en Colombia, también estuvieron relacionados con el tráfico de cocaína. El desdoblamiento institucional vinculado al narcotráfico salpicó incluso a la revolución cubana que fusiló en 1989 al general Armando Ochoa por recibir dineros del cartel de Medellín.
El realismo de las administraciones Nixon-Reagan inoculó el caos del narcotráfico y vendió al mundo su vacuna. El prohibicionismo ha sido desde entonces un diseño unilateral aplicado contra los territorios productores, en el que Estados Unidos se abstiene de regular sus redes de circulación y comercialización, y excluye del cuidado y la contención a las víctimas letales de los consumos problemáticos en su propio territorio.
Nuevos términos del control territorial
Años después, Bill Clinton indultó al reconocido narcotraficante Carlos Vignali, financista de importantes campañas del Partido Demócrata como la del alcalde de Los Ángeles, Antonio Villaraigosa, en 2005. Lo contradictorio es que fue él quien descertificó a Colombia por el escándalo del financiamiento del cartel de Cali a la campaña presidencial de Ernesto Samper. Y fue el mismo Clinton quien firmó el Plan Colombia con el sucesor y opositor de Samper, el conservador Andrés Pastrana.
Luego de la firma del Plan Colombia entre Clinton y Pastrana (1999), las relaciones entre Estados Unidos y América Latina se narcotizaron. Bajo la premisa de la lucha contra el narcotráfico, en el 2000 se instaló la base militar norteamericana en Manta, Ecuador. Desde entonces, y aunque los medios de comunicación insistan en que la “cooperación internacional” impacta positivamente en el volumen de incautaciones de droga, dicho volumen se ha tornado correlativo al aumento del cultivo, procesamiento y distribución de los narcóticos.
Antes de la firma del Plan Colombia, Estados Unidos ya contaba con dos importantes bases militares encargadas del control geoestratégico de la región: una en Panamá y otra en Guantánamo, Cuba
Pese a la implementación del Plan Colombia (1999), la instalación de la base de Manta (2000) y la Operación Michoacán en México (2006), la circulación de narcóticos y opioides no sólo se expandió de Bolivia al sur del Río Bravo, sino que se diversificó, años después, con el respaldo de las empresas farmacéuticas norteamericanas que aportan los insumos químicos para el mercado de drogas.
En el caso latinoamericano, la esterilidad de la War on Drugs es relativa, ya que ha permitido a Estados Unidos reconfigurar las dinámicas de control territorial de la región a través de la imposición de tratados de ayuda militar, las políticas de descertificación y la instalación de bases militares.
Bases y abusos
Estados Unidos mantiene 6.000 bases militares en su territorio y unas 800 fuera de sus fronteras, de las cuales 76 están en América Latina y el Caribe.
Antes de la firma del Plan Colombia, Estados Unidos ya contaba con dos importantes bases militares encargadas del control geoestratégico de la región: una en Panamá y otra en Guantánamo, Cuba.
La Escuela de las Américas en Panamá cambió de nombre en el 2000 a Instituto de Cooperación para la Seguridad Hemisférica (Western Hemisphere Institute for Security Cooperation, WHINSEC). En sus predios se formó y adiestró a militares latinoamericanos implicados en violaciones de derechos humanos entre los 60 y 80. En 1996 se hicieron públicos los manuales de adiestramiento en prácticas como la extorsión, la tortura, el secuestro y la ejecución extrajudicial. Pese a este prontuario, la Escuela de las Américas fue el modelo de prueba de las 275 academias e instalaciones militares norteamericanas que en la actualidad ofrecen más de 4.000 cursos de formación y adiestramiento a tropas extranjeras.
Antes del cambio de nombre de la institución, el sucesor de Noriega, Guillermo Andara, firmó el Programa de Asistencia Internacional para Formación sobre Investigación Criminal, que sirvió como un experimento primigenio de lo que a la postre se conocería como la “doctrina de guerra contra el crimen organizado». En la actualidad, ese tipo de programas de formación se extiende por todo el mundo, y sustenta los cánones de la formación militar que brindan el ejército norteamericano y las empresas privadas de seguridad a los ejércitos extranjeros, sin importar su historial criminal, como ha ocurrido con los ejércitos de Colombia, Indonesia y Ruanda, implicados en graves hechos violatorios del derecho internacional humanitario (DIH).
Guantánamo y los agujeros negros
El escándalo que se suscitó después de la publicación de una serie de fotos que retrataban los peores vejámenes en el centro de detención de Guantánamo, expuso una red clandestina de cárceles internacionales regentadas por la administración Bush a lo largo del planeta. Decenas de testimonios de los presos en Guantánamo indican que otras bases militares en Irak, Yemen y Pakistán, fungieron como agujeros negros, o cárceles de paso en las que fueron igualmente torturados.
Colombia y Ecuador, una historia común
Desde la aplicación del Plan Colombia, tanto en las bases militares como en las instalaciones con presencia militar norteamericana en Colombia y Ecuador, proliferaron las denuncias por graves violaciones a los derechos humanos. Además de brindar entrenamiento y suministros a las milicias locales, sin importar su grado de implicación con las organizaciones del crimen organizado o el paramilitarismo, los militares norteamericanos han sido señalados de secuestro, tortura, trata de personas, lavado de activos, crímenes sexuales y desaparición forzada, aprovechando la inmunidad diplomática que les ampara en los tratados de la cooperación internacional. Fue el caso de las 53 menores colombianas, campesinas, negras e indígenas, violadas por mercenarios gringos, quienes vendieron las cintas de los abusos como material pornográfico en el extranjero; o el abuso a una menor de 12 años en la base de Tolemaida, cuya familia fue desplazada en repetidas ocasiones por denunciar a los pederastas sargento segundo Michael J. Coen y a su ayudante, César Ruiz; o los 18 pescadores desaparecidos el 17 de junio del 2003 en inmediaciones de la base de Manta; o los cientos de migrantes asesinados en las aguas del Comando Sur en Ecuador por los bombarderos norteamericanos hasta el 2009.
Si el gobierno norteamericano quisiera controlar la salud pública al interior de sus fronteras, tendría que controlar a las farmacéuticas responsables, directa o indirectamente, de la muerte anual de 15 mil adolescentes
Entre el 2007 y el 2008, la Asamblea Constituyente de Ecuador, mandatada con la aprobación del 65% de la población, definió en su artículo 5: “El Ecuador es un territorio de paz. No se permitirá el establecimiento de bases militares extranjeras ni de instalaciones extranjeras con propósitos militares. Se prohíbe ceder bases militares nacionales a fuerzas armadas o de seguridad extranjeras”.
Gracias a un terrible lawfare contra el gobierno de la Revolución Ciudadana, el actual presidente Noboa asume la potestad de tirar por la borda el mandato popular y la historia de los graves abusos de los Estados Unidos, su patria natal.
Si los gobiernos norteamericanos quisieran terminar con el crimen organizado, tendrían que regular el mercado armamentista
¿Qué busca Estados Unidos?
Las guerras asimétricas, la apertura neoliberal y la concentración agraria contribuyeron a que millones de campesinos tuvieran que vender su fuerza de trabajo en los cultivos de amapola, opio, cocaína y marihuana. Es la historia compartida entre los Andes latinoamericanos y el valle del Indo, principales rutas de los opiáceos y narcóticos del mundo, que aportan el 97% de sus ganancias al sistema financiero internacional: la verdadera organización criminal.
Los costos humanos también se han elevado. Desde el inicio de las operaciones de la CIA en la frontera entre Pakistán y Afganistán, la población adicta a la heroína creció de cero en 1979 a 1.2 millones en 1985. Luego de la firma del Plan Colombia, han sido asesinadas más de 800 mil personas con armas fabricadas con tecnología de Israel y Estados Unidos. En México, sólo en la Operación Michoacán del 2006, dejó 1.484 homicidios a su paso. La guerra contra las drogas es, en realidad, una guerra contra las poblaciones.
Si el gobierno norteamericano quisiera controlar la salud pública al interior de sus fronteras, tendría que controlar a las farmacéuticas responsables, directa o indirectamente, de la muerte anual de 15 mil adolescentes. La demanda podría controlarse, quizá, atendiendo el cuidado y contención de los consumidores internos. Pero cada año más de 1,5 millones de niños y niñas se encuentran en situación de calle en la tierra de la libertad, y alrededor de 12,7 millones, uno de cada seis en los Estados Unidos, viven en hogares que gastan más de la mitad de sus ingresos en vivienda.
Si los gobiernos norteamericanos quisieran terminar con el crimen organizado, tendrían que regular el mercado armamentista. Pero el 30% de las armas que les compra México se pierden en la cara de la DEA. Y algo similar ocurre con el millón de municiones desaparecidas de los cantones del Ejército colombiano. Claramente en América Latina la situación es más difícil. A la luz de su historial, Estados Unidos no puede propender por el fin del narcotráfico por ser coautor, juez y parte. Tampoco puede velar por la seguridad y la paz del hemisferio porque en sus bases se han violado reiteradamente todos los convenios del derecho internacional humanitario.
Tomado de https://www.diario.red/