Por Natacha Reyes
A Arminda Álava se le acaba de ir la luz otra vez. Tiene cincuenta años y vive en Quito. Nació en
el recinto Sumita Pita, allá donde se juntan varios ríos que van a dar con mansa tranquilidad
hacia un enorme embalse. Esa represa que, como tantas otras grandes obras, fue esperada por
más de un siglo.
Arminda es psicóloga y atiende a algunos de sus pacientes por internet. Además da clases
esporádicas en un colegio privado donde le pagan por hora de acuerdo a lo que decidan sus
empleadores, siempre ahorrativos con su salario.
Ella pertenece a esa cada vez mayor plantilla de trabajadores auto explotados. Sus jornadas en
los últimos años se extendían desde las cinco de la mañana hasta las nueve de la noche. Es madre
sola de tres hijos que estudian, dos en colegios fiscales y una en un instituto privado, porque no
obtuvo un cupo en la universidad pública. El gasto en la educación y comida de su familia le lleva
mensualmente más de la mitad de sus ingresos.
Su departamentito es un anexo en la casa de un taxista y una costurera que viaja cada cierto
tiempo a Milwaukee, donde su hijo migrante. Doña Anita va dos veces al año, dice que en un
mes allí, hace lo que en seis acá. Arregla ropa de invierno y de verano con materiales que compra
en Ecuador, por ser más baratos.
En esa casa, que puede ser la de cualquiera, estaban acostumbrados a vivir como la gente
común, ajustados pero vivían, hasta que llegaron los cortes de energía. La pareja de ancianos
con cocina de gas y la familia de la profesora con cocina de inducción. Todos se bañaban con
ducha eléctrica. Arminda y sus hijos utilizaban la licuadora para acelerar el proceso en las sopas
y jugos naturales, por ahorrar tiempo y plata, pero sobre todo porque detestan la comida
procesada, cara y mala. Eso le cuenta a doña Anita.
Desde la pandemia incorporaron al Internet como uno de los gastos básicos e imprescindibles.
Ahora además de pagar el servicio en su departamento a una operadora privada, tiene que
alquilarlo en un ciber de su barrio, además de usar esas computadoras que cuestan por tiempo
prendido. Es que allí colocaron un generador, y aunque emite ruido y contamina a todos los que
pasan y a los que trabajan como ella, no le queda otra. Ya no pueden usar su refrigerador, ni el
de los vecinos, porque los horarios de corte no se cumplen.
El humo y el ruido se le hacen insoportables. Todos los que están como ella, intentan mantener
la paciencia, pero de vez en cuando se oye más de una queja.
La costurera se levanta a la madrugada o labora hasta esas horas, dependiendo del horario. Su
máquina eléctrica pese a que está en otro piso, suena a mitad de la noche para recuperar
trabajos atrasados.
Cuando Arminda celebraba algún cumpleaños iba a comer en La Manga del Cura, la marisquería
de un paisano que tiene hijos en el mismo colegio que los suyos.
En su casa ahora ya no pueden cocinar, porque se le quemó la cocina con los cambios de voltaje,
y cuando tiene energía, falla la conexión para comunicarse con sus pacientes, o sus horarios no
coinciden.
Aún espera que las empresas vayan a solucionar su problema. Las planillas de una y otra siguen
llegando, pero lo que ella aspira a cobrar, no. A partir de los apagones, los ingresos de Arminda
disminuyeron drásticamente.
El señor Veliz, como buen paisano y vecino, les da de comer fiado “hasta que las cosas mejoren”,
así son los de su tierra. Solidarios. Pero igual le saldrá más caro a fin de mes, porque son cuatro
almuerzos al día, y eso que dejaron de merendar.
El dueño de la marisquería acaba de regresar del funeral de su cuñada, murió de parto en su
provincia. Arminda se conduele, sabe de eso y de otros pesares.
Esto está mal paisana, le dice, pero si vuelve a nuestra tierra verá que ya no queda nada de nada,
todos se recogen máximo a las seis de la tarde, y la gente ya no asiste a los velorios por miedo a
los asaltos. Va a creer que tuvimos que velarla con mecheros.
Don Véliz se seca un lagrimón, y mira con afecto el viejo candil que prendía su madre hace treinta
años. Por si acaso, se trajo el tarro con esa mecha oscura que va a volver a arder si las cosas se
ponen más difíciles.
Mientras comen y atiende a otros clientes, su paisano le comenta cómo está su tierra:
-Bella como siempre, pero todavía con gente que justifica el caos. Yo en buena hora no fui un
tonto de esos que cayó en el cuento de la TV que machaca y machaca boberías. Acuérdese
vecina, no teníamos registro civil, ni hospitales, ni vías, ni centros de salud, ni escuelas…
¿Recuerda al profesor Plinio Solórzano? Ya está jubilado. Le encontré a la salida del recinto,
conversamos un poquito, y como siempre me advirtió, “no dejes de tener buena memoria
Jefferson, podremos perder la luz eléctrica, pero no la del entendimiento”.
A ese mayor deberían ponerle una plaquita en el colegio, ¿cierto? Bueno, cuando vuelva la
cordura será.
Usted que es psicóloga sabe más de eso.