Por Pablo Coloma Villacís

El pasado 24 de diciembre, algunas horas antes de celebrarse la Nochebuena, se desarrollaba en un recinto judicial de la ciudad de Guayaquil la audiencia de hábeas corpus del conocido caso de los cuatro niños de Las Malvinas desaparecidos. Como todo acto de esta naturaleza, la conducción estuvo a cargo de una jueza, quien además de dar en todo momento las instrucciones respectivas a las y los abogados que intervenían, en un par de ocasiones les recomendó referirse a los cuatro desaparecidos como “niños” y no como “menores”, como estaba continuamente sucediendo. ¿Por qué la jueza formuló esta recomendación? ¿Tiene alguna repercusión en el caso el que los llamen de una u otra manera? A continuación, presentaré brevemente algunos elementos relacionados con este tema para comprender la base de aquel pedido de la magistrada y porqué es clave para darle a este caso la dimensión que le corresponde.

En principio, es probable que el pedido de la jueza nos resulte extraño e incluso irrelevante, pues seguramente tenemos guardada en nuestro diccionario interior a la palabra “menor” como sinónimo de “niña”, “niño” o “adolescente”. Podemos, además, revisar las diversas noticias publicadas al respecto en los medios de comunicación para confirmar que en realidad no estamos equivocados. No obstante, debemos considerar que la indicación dada por la magistrada en la audiencia no partió del uso común del término “menor”, sino del que corresponde con nuestra realidad jurídica actual —que no es tan distinta en esta materia de la de otros países de la región—, en la que aquella correlación de equivalencia entre palabras no existe. Un rápido repaso histórico nos permitirá comprenderlo.

Cuando en 1990 el Ecuador ratificó la Convención sobre los Derechos del Niño, se comprometió ante la comunidad internacional a cumplir con una serie de obligaciones en relación con los derechos de las personas menores de 18 años de edad que viven en su territorio. Este hecho, trascendental para aquel entonces, propició un profundo cambio en torno a la relación entre la infancia, la sociedad y la ley. En aquel momento, venía predominando en nuestro país por más de seis décadas una doctrina sobre aquella relación que partía de una distinción básica: en la sociedad hay niños felices, que viven con sus padres, que están sanos porque se alimentan bien, que van a la escuela y que juegan alegremente; pero, también hay aquellos abandonados a su suerte por muy diversas razones, o los que viven en peligro incluso estando con sus padres, o hay aquellos a quienes la pobreza o algún aspecto de su personalidad los determinó a ser delincuentes juveniles. De modo que el Estado intervenía para amparar a este último grupo de niños, considerados por tal doctrina bajo la categoría sociológica de la “situación irregular”, a través de un aparataje judicial y de asistencia pública y privada que no tenía más que ofrecerles que la institucionalización. Precisamente, estos niños, de quienes el Estado se hacía cargo reemplazando así el rol natural de la familia, eran denominados por la ley como “menores”. De esa manera, desde 1938 hasta el año 2002, Ecuador contó con cinco códigos legales expresamente denominados “de menores”, que regulaban esta institución jurídico-social de la minoridad.

Ahora bien, si la idea era ayudar a estos niños desamparados, ¿por qué propiciar un cambio? ¿Cuál era el problema con este modelo, llamado también “tutelar”? La respuesta está en que el desarrollo de la doctrina de los derechos humanos y las diversas perspectivas críticas de los defensores de la infancia, encontraron que ese modelo no estaba acorde con los nuevos marcos de pensamiento y jurídicos, surgidos especialmente a partir de la posguerra con la Declaración Universal de Derechos Humanos. La ley reconocía que los “menores” tenían necesidades que debían ser satisfechas para asegurar su bienestar y desarrollo, pero con un vago conjunto de mecanismos legales e institucionales definidos para su satisfacción, esto no pasaba de ser una mera declaración de buenas intenciones. Asimismo, la ley no reconocía capacidad alguna en los “menores” para que puedan tener algún tipo de protagonismo en los temas que les concernían, de tal modo que su situación y destino dependían totalmente de la poca o mucha bondad que pueda tener el juez de “menores” que resolvía sobre su caso. Los procesos judiciales se asemejaban más a un trámite administrativo que a un litigio, pues no se concebía la idea de un debido proceso para los “menores”, de quienes se resolvía su situación jurídica sin aquello que hoy denominamos garantías, como el contar con un abogado defensor o la presunción de inocencia. En definitiva, según afirman quienes han estudiado el tema, este régimen legal se constituyó en una forma de control social del Estado sobre las infancias empobrecidas y marginadas.

Así las cosas, el giro de timón que propició la Convención sobre los Derechos del Niño se trató fundamentalmente de la entrada en vigor de lo que en Latinoamérica hemos denominado la Doctrina de la protección integral, reconocida por la Constitución de forma expresa en su Art. 175, y cuyos principios aparecen recogidos en otros artículos constitucionales. Esta doctrina ratifica e insiste en el deber de todos, Estado, sociedad y familia, de proteger a los niños, pero enfatizando en que tal protección tiene límites: aquellos determinados por sus derechos humanos. De este enunciado surge el reconocimiento de los niños como titulares de derechos, algo que jurídicamente tiene más peso que referirse meramente a sus necesidades, en los que se incluyen todos aquellos derechos comunes a las personas, y también otros que están relacionados con su condición de seres en desarrollo.

En ese sentido, si bien la Doctrina de la protección integral también parte reconociendo las diferencias presentes en la realidad social en torno a las diversas condiciones de vida de los niños, tiene una vocación universalista e incluyente, orientada por el principio de igualdad y no discriminación, según el cual “todos los derechos son para todos los niños”. Así mismo, la amplísima discrecionalidad de los antiguos jueces de “menores”, que adoptaban sus decisiones según sus propias razones o como lo haría un “buen padre de familia” (definición legal vacua), se eliminó del régimen legal para dar paso al establecimiento de un conjunto de criterios objetivos cuya consideración debe orientar todas las decisiones que adopten las autoridades públicas y privadas en casos relacionados con los niños, con el fin de asegurar la máxima satisfacción de sus derechos, y que conocemos como el principio del interés superior del niño. En consonancia con esto, la doctrina reconoce en las niñas, niños y adolescentes, la progresiva adquisición de condiciones y capacidades para el ejercicio de sus derechos, a medida que crecen, maduran y adquieren autonomía, por lo que se les garantiza el derecho a ser escuchados en todos los asuntos que les conciernen, y a que sus opiniones se tomen debidamente en cuenta de acuerdo con su grado de desarrollo.

Si bien todo esto es sustancial en relación con la doctrina vigente, para el caso que nos ocupa es necesario enfatizar que en el régimen jurídico actual, la niñez y la adolescencia cuentan con un estatus “privilegiado”, en comparación con otros grupos poblacionales, puesto que además de reafirmarse su calidad de sujetos de derecho, no deja de reconocerse su calidad de sujetos de protección especial. Esto quiere decir que, además de los mecanismos generales que la ley establece para proteger a las personas ante la vulneración de sus derechos por parte de particulares, de agentes estatales u otras amenazas, el Estado tiene la obligación reforzada de adoptar mecanismos específicos para la niñez y la adolescencia que atiendan a su condición de alta vulnerabilidad y dependencia. De allí viene, por ejemplo, su reconocimiento como un grupo de atención prioritaria y especializada, además de la prevalencia de sus derechos por sobre los de las demás personas, la prioridad absoluta en la asignación de recursos destinados a su desarrollo integral, entre otros mecanismos.

En ese sentido, las transformaciones a nivel cultural y jurídico que pretende la Doctrina de la protección integral en relación con el régimen anterior, que apuntan a garantizar los derechos de la niñez y la adolescencia y a reconocer su protagonismo social, también atraviesan la eliminación o modificación de ciertas figuras legales. El caso de la minoridad no es la excepción, puesto que constituyó una forma histórica de concebir la relación entre la infancia y la ley que estaba fundada en sentimientos de compasión/represión, lo que resulta incompatible con el desarrollo actual del contenido de los derechos de la niñez y la adolescencia, y de los deberes reforzados del Estado que de aquellos se derivan.

Dicho todo esto, entonces, podemos tener mayor claridad en torno a las preguntas planteadas al inicio. ¿Por qué la jueza formuló la famosa recomendación sobre la no utilización de la palabra “menor”? Porque, como hemos visto, en términos estrictamente jurídicos, el término “menor” no es sinónimo de niña, niño o adolescente, puesto que corresponde con una figura legal que, en el caso particular de nuestro país, resulta arcaica y obsoleta, además de inexistente. Así, por ejemplo, si revisamos el texto íntegro de la Constitución o consideramos lo que determina el Código Orgánico de la Niñez y Adolescencia en su Art. 4, veremos que el término “menor” no aparece, así que lo que corresponde es “niño”, “niña” o “adolescente”, según sea el caso. Aunque es cierto que en países como España la ley sí utiliza la palabra “menor”, habría que insistir en que ese no es el caso de la legislación ecuatoriana.

En ese sentido, ¿tiene alguna repercusión en el caso de los cuatro niños de Las Malvinas el que se los llame de una u otra manera? Tal vez no en lo sustancial, pero refuerza una idea clave en todo este asunto. Si bien ya no está sujeto a polémica la calificación del terrible suceso de los niños como desaparición forzada, porque así lo ha determinado una autoridad judicial, se sigue insistiendo en la supuesta “liberación” en Taura de los niños después de su (ilegal) aprehensión, por parte de los agentes estatales. Pero si tomamos en cuenta todo lo que hemos venido diciendo sobre la posición privilegiada de los niños en la ley, y los deberes específicos de protección reforzada que el Estado tiene en relación con sus derechos, esa “liberación”, en las condiciones en las que se dice que se habría dado, antes que eludir la responsabilidad de los agentes estatales por la desaparición, la agravaría.

En conclusión, si bien es evidente que en contextos no jurídicos, como en una nota periodística, el uso del término “menor” como sinónimo de “niño”, “niña” o “adolescente”, es habitual, queda claro que en el mundo jurídico de nuestro país tal asimilación no es posible. La magistrada a cargo del hábeas corpus de los niños desaparecidos, que además funge ordinariamente de jueza de protección de derechos de la niñez y la adolescencia, insistió en el uso preciso de términos jurídicos en un caso en el que la comprensión de estas particularidades presenta, como vemos, una singular trascendencia.

Por RK