Por Daniel Kersffeld
El principal objetivo de Donald Trump en su actual gobierno es volver a situar a los Estados Unidos como un actor con peso decisivo y con una renovada capacidad de intervención en los principales conflictos a nivel global, siempre a partir de una perspectiva imperial de acumulación de poder.
Sus propuestas en Ucrania y en Medio Oriente, guiadas más por la rentabilidad económica que por el pacifismo, son apenas los pasos iniciales de un proyecto a largo plazo que tendrá su etapa más difícil a futuro en la disputa con China por el control del Asia Pacífico.
Sin embargo, y a poco más de un mes de iniciado este nuevo mandato presidencial, queda claro que antes que adecuarse a las complejidades del siglo XXI, el imperialismo puesto en práctica por la Casa Blanca tiene, en realidad, mayores resonancias con el enarbolado desde mediados del XIX.
No es extraño que en este momento de auge del trumpismo, cuando América (obviamente, Estados Unidos) quiere “volver a ser grande”, se recuperen ideas clásicas de la geopolítica, como las de “Heartland” o el “área pivote”, territorio indeterminado en Eurasia cuya centralidad estratégica posibilitaría construir una hegemonía a escala global, o el control de los mares como un recurso imprescindible para asegurar la propia supervivencia en materia de seguridad.
De igual modo, y desde la perspectiva realista de las relaciones internacionales, el reconocimiento de que el mundo se divide entre tres potencias y sus respectivas “áreas de influencia” está detrás del actual acercamiento de Washington a Moscú.
Se trata de un giro político que además ha devuelto a Ucrania a su histórico papel como una región periférica, de la que sólo interesan su subsuelo, rico en recursos naturales; sus extensos terrenos, por ahora, mayormente dedicados a la agricultura; y obviamente, las enormes oportunidades económicas que brindaría la etapa de reconstrucción en lo que sería el inicio de la posguerra. Lejos de la OTAN y más cerca de la Unión Europea, el futuro del gobierno de Volodímir Zelenski se encuentra hoy más comprometido que nunca.
En esta nueva dinámica, Trump prefiere cortejar a Vladimir Putin, restando fuerzas a su alianza con China y, especialmente, desbaratando cualquier intento de construcción alternativa como, por ejemplo, llevan adelante los BRICS. Sin embargo, y con justa razón, desde Moscú prima la desconfianza ante el presunto viraje político por parte del tradicional enemigo que, a partir de ahora, tendría una mayor presencia (no exclusivamente militar) en el lindante territorio ucraniano.
Mientras tanto, la vieja Europa se ha convertido en la gran derrotada en la guerra contra Rusia, a la que en su apoyo inclaudicable hacia Ucrania tomaron como un enemigo a vencer, agitando fantasmas y provocando su reacción bélica.
De manera casi desesperada, los gobiernos de Francia y de Reino Unido han solicitado formar parte de la mesa de negociaciones, sin darse cuenta de que su exclusión forma parte de un plan que tiende a debilitar y, eventualmente, también a fragmentar a la Unión Europea. El apoyo declarado de Elon Musk a la ultraderecha en las recientes elecciones en Alemania no fue casual y, más allá de la sintonía ideológica con el frente “antiwoke”, desde la Casa Blanca tenderán a respaldar a aquellos ultranacionalistas que promuevan la disolución de la federación de naciones europeas.
En tanto que las pretensiones sobre Groenlandia, perteneciente a Dinamarca, apuntan a resquebrajar la unidad atlántica con Europa y, de paso, debilitar a la OTAN que, ya sin Rusia como enemiga y, con un presupuesto más limitado por la eventual retirada de Estados Unidos, sólo sobreviviría como un remanente anquilosado de la Guerra Fría.
Donde resulta evidente que el “giro” no existe es con relación a América Latina, donde antiguas tendencias imperiales, plasmadas tempranamente en la Doctrina Monroe de 1823, se están exhibiendo, una vez más, promoviendo así un discurso y una práctica que, pese a su vetustez, resulta paradójicamente actual. Y, sobre todo, de una amenazante y violenta arrogancia.
De acuerdo con un criterio primario de la geopolítica reafirmada por Trump y por el establishment estadounidense, el bloque conformado por México, Centroamérica y El Caribe constituye un “área de influencia” exclusivo, tanto por razones económicas como por políticas de seguridad, pretendiendo excluir así a potencias rivales, como China pero, también, a la Unión Europea.
Las duras medidas arancelarias contra México, las advertencias a Panamá por los supuestos beneficios a China en el canal, la criminalización de los inmigrantes principalmente centroamericanos, los enfrentamientos contra algunos gobernantes de la región como Gustavo Petro en Colombia y Lula da Silva en Brasil por las duras condiciones en que se produce la repatriación de los inmigrantes indocumentados arrestados en Estados Unidos, los procesos de desestabilización en países como Cuba, Venezuela y Bolivia, etc. remiten a las difíciles condiciones en que se desarrollan actualmente las relaciones de la región con Washington.
Resulta evidente que Donald Trump reactualiza una dinámica del imperialismo en ámbitos y geografías diversas, con América Latina como eje prioritario, en lo que aparenta ser el diseño de un nuevo orden mundial en el que su figura y la de su círculo íntimo se convertirán en el principal centro del poder. Resta ver de qué manera se constituyen nuevos focos de resistencia y cómo se articularán entre ellos para resistir a esta nueva ofensiva ideológica y económica