Por Abraham Verduga

“Creo que no nos quedamos ciegos. Creo que estamos ciegos. Ciegos que ven. Ciegos que, viendo, no ven.”

— José Saramago, Ensayo sobre la ceguera (1995)

Estamos viviendo una transición que no ocurre todos los días. Ni siquiera cada siglo. La irrupción de la inteligencia artificial no es solo un salto tecnológico, es un cambio de época. Algunos ya lo comparan con la invención del fuego o la escritura; otros, con un sacudón más profundo que la Revolución Industrial. Y aunque todavía no somos del todo conscientes de su alcance, sus efectos ya se sienten en los nervios mismos de nuestras sociedades. No se trata solo de máquinas que automatizan tareas, sino de sistemas que empiezan a moldear cómo pensamos, cómo decidimos, cómo participamos. La IA no es el futuro, es el presente, y ya se ha infiltrado en nuestras democracias, en nuestros celulares, en nuestros “estados” y hasta en nuestras decisiones más personales. En Ecuador, ese futuro se nos coló sin pedir permiso: en la última campaña presidencial, una inteligencia artificial —@Grok, la penúltima criatura de Elon Musk— se convirtió en protagonista inesperada del debate público.

Durante semanas, miles de ecuatorianos –todavía una minoría, aunque en franco crecimiento– le preguntaron a @Grok todo lo que normalmente debería preguntarse a un profesor de historia, a un periodista serio o, en su defecto, al propio San Google: ¿Cuál ha sido el mejor gobierno de Ecuador? ¿Qué modelo redujo más la pobreza? ¿Quién construyó más hospitales, escuelas, carreteras? ¿En qué periodo se generó mayor bienestar? Y las respuestas, una y otra vez, apuntaban a la Revolución Ciudadana. No eran opiniones, sino datos: cifras del INEC, informes de organismos internacionales, estadísticas oficiales. Pero a pesar de eso  –y pese a las dudas planteadas desde algunos sectores sobre la transparencia del proceso– esa propuesta no ganó. Ganó Noboa (y Lavinia), montados en TikTok, en la estética de lo “fresco”, en ese no-sé-qué de estrella de farándula que puede decir poco y gustar mucho. Ganaron con ese carisma versión filtro de Instagram y un storytelling de spot publicitario tan simple como efectivo: incluso su imagen se repartía en cartones por todo el país, diseñados para generar selfies de sus seguidores y alimentar el show en las redes. Una narrativa concebida no para convencer, sino para entretener.

Es decir, al mismo tiempo que unos usaban la IA para buscar claridad y contrastar datos, otros la emplearon para exactamente lo contrario: manipular, frivolizar, relativizar. Se crearon imágenes falsas, circularon audios fabricados o editados con fines politiqueros –incluso desde nuestra propia orilla ha habido quienes, con torpeza o candidez, han dado crédito a estos montajes y descontextualizaciones– y se apeló sin pudor a medios atávicos y prejuicios ideológicos. Fue un espectáculo digital donde la inteligencia artificial demostró que puede ser doctora o bruja, maestra o estafadora. Todo depende de quién la use y para qué.

Algoritmo, ¿dios o herramienta?

José María Lasalle advierte que estamos entrando en una fase de postdemocracia digital, donde el ciudadano cede su juicio político a sistemas algorítmicos supuestamente neutros, pero profundamente modelados por intereses privados. En su libro Ciberleviatán (2019), advierte: “El problema de fondo no es la tecnología, sino la rendición del espíritu crítico. La sumisión del juicio a la eficacia del código”.

No se trata de que la IA sea “el diablo”, pero tampoco es una santa. Se trata de comprender que la IA es una herramienta poderosa, pero no objetiva. Está entrenada con datos que reflejan todas nuestras taras: clasismo, racismo, machismo, exclusión.

Cuando le preguntamos a @Grok por quién votar, no estamos acudiendo a un sabio imparcial. Estamos abriendo la puerta a un modelo matemático que, por muy sofisticado que sea, replica y en ocasiones amplifica los mismos sesgos, prejuicios y estructuras de poder del mundo que lo programó. No responde desde la neutralidad, sino desde los datos que el sistema le enseñó a considerar “verdad”.

Y aquí conviene mirar de cerca al titiritero de esta historia: Elon Musk. Ese Tony Stark de kermés, mezcla de magnate narcisista y gurú de garaje, que se autopromociona como salvador de la humanidad mientras coquetea con discursos autoritarios, censura a la prensa que lo incomoda y promueve un capitalismo turboacelerado con disfraz de revolución tecnológica. Musk no solo quiere rediseñar cómo nos transportamos o nos conectamos; quiere moldear la arquitectura misma del pensamiento. Y si lo dejamos, lo hará.

¿Ya no queremos pensar?

Byung-Chul Han lo advierte con lucidez en La sociedad del cansancio (2010): “En lugar de prohibiciones, encontramos proyectos, iniciativas y motivaciones. La coerción se disfraza de libertad”. Ya no necesitamos que nos impongan qué pensar. Hemos aprendido a pedirlo: que una app nos diga qué creer, qué comprar, a quién seguir, por quién votar. Cambiamos el esfuerzo por la comodidad. La ciudadanía, por el consumo. Porque claro, es más fácil compartir un reel que sentarse a leer una propuesta de gobierno.

Y así, sin darnos cuenta, nos vamos pareciendo cada vez más a los humanos de Wall-E (2008): reclinados en sillas flotantes anestesiados por pantallas, sobrealimentados de contenido, subnutridos de pensamiento y movidos solo por estímulos predecibles. La película de Disney no es solo una caricatura futurista; es una alegoría de nuestro presente. Como recuerda Mark Fisher en Realismo capitalista (2009), Wall-E no imagina una dictadura robótica, sino algo más inquietante: una distopía sin antagonistas. No hay opresión directa. Solo placer, confort y algoritmos que lo gestionan todo por nosotros. Fisher lo define como “una sociedad donde el control se ejerce a través de la satisfacción de deseos inmediatos, no por represión, sino por saturación”. Y ahí está la trampa: creemos ser libres, pero simplemente ya no queremos hacer el esfuerzo de pensar.

Cuando el voto se reduce a un “me gusta” automático después de un TikTok viral, ¿qué queda de la deliberación democrática? ¿Qué sentido tiene hablar de ciudadanía si dejamos que sea una interfaz la que decida por nosotros?

Ecuador: el laboratorio perfecto

En la última elección lo vimos clarito. Teníamos por primera vez la opción de contrastar propuestas con una IA avanzada como @Grok. Pero ganó quien supo usar mejor la emoción. Ganó la campaña más efectiva en redes, no la más rigurosa. Se impuso la estética sobre el contenido. Y eso debe preocuparnos.

Porque en medio de memes, jingles y videos virales, quedó claro que no basta con tener acceso a la información. Si no sabemos interpretarla, contrastarla y ponerla en contexto, entonces seguimos tan vulnerables como antes… solo que ahora con WiFi y la ilusión de saberlo todo.

¿Estamos preparados para decidir en medio de tanta manipulación digital? ¿O ya estamos entregando nuestras decisiones a los algoritmos sin siquiera darnos cuenta?

George Orwell, en 1984 (1949), se imaginó un mundo donde el poder controlaba hasta el pensamiento. Hoy, ese control no viene solo del Estado, sino de las plataformas, de la IA, del algoritmo. No nos obligan a pensar de cierta manera, nos lo sugieren desde una interfaz amigable, desde la comodidad de nuestro feed. Lo más peligroso no es que nos vigilen, sino que aprendamos a amar nuestra vigilancia. Que creamos que decidir sin pensar es libertad.

Y sin embargo, no todo está perdido. La historia demuestra que las sociedades despiertan. Que la organización ciudadana, el pensamiento crítico, la educación popular, el periodismo serio —aunque en peligro de extinción— y la tecnología ética, subordinada a valores humanos, –y no al revés– siguen siendo posibles. Como también escribió Orwell, “si hay esperanza, está en los proles”. En esa gente común que se junta, que se educa, que se organiza y no se deja domesticar.

No soy un experto, pero tengo preguntas legítimas:

 ¿Qué pasará con nuestra democracia si seguimos delegando lo esencial? ¿Estamos conscientes de que cada decisión que delegamos a un algoritmo es una renuncia al criterio propio? ¿Puede existir democracia sin ciudadanos críticos? ¿Puede haber libertad si ya no sabemos como ejercerla?

Sí, la IA es, tal vez, el mayor avance de nuestra era, un cambio civilizatorio que lo transformará todo, al nivel de la invención del fuego. Pero como todo fuego, puede alumbrar… o puede quemar. Depende de a quién se lo entreguemos. Y para qué lo queramos usar.

La pregunta no es si la IA decidirá por nosotros. La pregunta es: ¿Vamos a dejar que lo haga? Porque al final, la respuesta no la tiene @Grok. La tenemos nosotros. Todavía.

Por RK