Edwin Jarrín Jarrín
Antes de empezar, quiero agradecer a Abraham Verduga. Sus palabras me animaron a escribir esta carta, emulando el sentido propuesto, y a encender en mí el eco de muchas otras voces. Al hacerlo, me libero de la culpa de haber confiado alguna vez en quienes eligieron tener precio en lugar de valor. Esta es apenas la primera de varias cartas que esperan su turno, porque no estarán dirigidas solo a quienes se entregaron abiertamente al poder, sino también a quienes, bajo el disfraz de estar del lado del pueblo, aprendieron a traicionar en silencio.
Diana,
Hace algún tiempo me escribiste palabras que aún recuerdo: “La vida hoy nos cambió de rumbo. Dios me ha contestado mis oraciones, porque conoce mi corazón. No soy yo, simplemente seré su instrumento para cambiar vidas… Me quedo con el gran ser humano que es. Abrazo gigante”. Y en otra ocasión me dijiste: “El país necesita hoy unidad y no venganzas… lo di todo por mi país y por mi gente que hoy necesita fuerza y esperanza, esa es la verdadera política… lo haré porque lo vine haciendo en silencio ayudando a muchos niños sin padres abandonados por el Estado”.
Esas palabras tenían calor humano, tenían la fuerza de la fe, de la convicción personal, de una política distinta. Eran palabras que me hicieron creer que seguías firme en tus principios, que buscabas servir a la gente y no a los intereses de los poderosos.
Pero hoy, viendo lo que sucede en el país y tu altisonante voz ante ello, no puedo dejar de preguntarme: ¿qué pasó con ese corazón que decía estar al servicio de los niños y las niñas, de la gente abandonada, de la justicia?
Diana, eres parte de la mayoría de alquiler de una Asamblea que permitió a Daniel Noboa reducir su deuda personal de 98 millones a 3, mientras el país se hunde en sangre y miseria. ¿Dónde estuvo tu voz cuando cuatro niños fueron asesinados en Las Malvinas por militares? ¿Dónde tu indignación cuando miles de personas mueren porque el gobierno no paga las diálisis? ¿Dónde tu fe y tu fuerza cuando asesinaron a una niña al entrar a la escuela y el gobierno respondió con la deshumanización más cruel, diciendo que “tenía vínculos con narcos”?
Callaste ante eso, y ese silencio pesa más que mil discursos. Callaste mientras el feminicidio crece a niveles nunca vistos. Callaste mientras informes del FMI y del Banco Mundial —los mismos a los que sirve tu gobierno— dicen que Ecuador es hoy, el país con menor poder adquisitivo de América del Sur. Callaste cuando la ONU advirtió que más del 70% de las familias no tiene ingresos suficientes para cubrir la canasta básica, que el 82,9% de los niños menores de 5 años vive en hogares con ingresos insuficientes, que la pobreza se hereda y se multiplica en generaciones de niñas y niños que no pueden comer.
Y frente a todo esto, ¿qué queda de aquella Diana que me escribió que sería “instrumento de Dios para cambiar vidas”? ¿Qué vidas cambias con tu voto y con tu silencio? ¿Qué esperanza queda en quienes creyeron en ti cuando ahora representas la cara amable de un poder que asesina en las calles, que abandona a los enfermos, que entrega al país al mercado más salvaje?
La política verdadera, como la llamaste, no se mide en palabras dulces ni en abrazos enviados por mensaje, sino en la coherencia entre lo que se piensa, lo que se siente, lo que se hace y lo que se dice (en el nombre del Padre, del hijo y del Espíritu Santo). Y hoy, tu coherencia está rota.
Te lo digo con el dolor de quien creyó en ti, de quien pensó que eras diferente, de quien quiso ver en ti a esa mujer firme, valiente, capaz de enfrentar a los poderosos. Hoy, tristemente, te miro como parte de aquello que decías combatir.
Diana, ojalá vuelvas a escuchar tu conciencia. Porque no hay oración, ni Dios, ni estudio que justifique callar frente a la injusticia, la sangre inocente, el hambre y la desesperanza de millones.
Con la esperanza rota, pero con la necesidad de decirte lo que siento,
Edwin