Por Danilo Altamirano

Cuando la voluntad se debilita y desaparece el liderazgo moral y político, la sociedad entra en un estado de abandono. Como advirtió Nietzsche, “el desierto crece, ¡ay de aquel que alberga desiertos en su interior!” (Nietzsche, 1883/2003). La pasividad se convierte en norma, y el vacío se instala como forma de vida. En Ecuador, este desierto moral se hace evidente ante la ausencia de dirección ética en la esfera pública. Lo que debería ser comunidad se reduce a una masa dispersa y resignada, atrapada entre la desilusión y la indiferencia. Tal como señala Arendt (1958), cuando el espacio público se vacía de acción y responsabilidad, surge una forma de total desarraigo político que fragmenta el tejido social.

¿Por qué los ecuatorianos toman una postura de abandono ante la situación crítica por la que atraviesa el país? Antes de responder, conviene identificar tres elementos que han debilitado el compromiso ciudadano. El primero se origina en las fracturas ideológicas entre “izquierda y derecha”, cuyos enfrentamientos vaciaron de contenido los ideales que alguna vez movilizaron a las bases populares. Las luchas de los trabajadores, movimientos sociales y pueblos indígenas, que en su momento representaron una fuerza ética y transformadora, se han visto atrapadas en un juego de corresponsabilidad política. Desde el diálogo social hasta el cálculo programático, muchas de sus dirigencias han optado por estrategias de negociación dilatadas que terminan convirtiéndose en espectáculos de poder más que en ejercicios de transformación. Este prolongado “show del diálogo” abre espacio para que el gobierno y los representantes de las élites económicas operen con maniobras que condicionan y, en ocasiones, neutralizan, manipulan y cooptan sus decisiones, terminando en acuerdos tácticos y concesiones políticas. Parafraseando a De la Torre (2021), los pueblos indígenas y sectores populares no solo son víctimas del sistema, sino actores dentro de su reproducción.

El segundo elemento surge de la escasa cultura política, donde amplios sectores de la población, sin una formación cívica sólida, quedan atrapados en la maquinaria propagandística del populismo y la desinformación, que sustituyen el pensamiento crítico por la emoción momentánea (Laclau, 2005). Y el tercero corresponde a aquellos que, bajo la etiqueta de “apolíticos”, se refugian en la comodidad del trabajo y el consumo, asumiendo que la política no incide en su vida cotidiana. Esta triple combinación – desencanto, manipulación y evasión – ha generado una ciudadanía fatigada, que opta por la indiferencia como mecanismo de defensa. No es que los ecuatorianos no vean el deterioro, sino que, ante la reiterada traición de sus esperanzas, muchos han preferido el silencio como forma de supervivencia en medio del desierto moral que los envuelve.

La conciencia colectiva en Ecuador parece haberse fragmentado entre el cansancio y la desconfianza. La ausencia de un proyecto común debilitó la noción de comunidad política, y con ella, la responsabilidad compartida frente al destino nacional. Durkheim (1912/1995) afirmaba que la conciencia colectiva es el alma de la sociedad; cuando esta se debilita, emerge el individualismo anómico – individualismo desorientado sin sentido de pertenencia moral -. Hoy, más que una sociedad articulada, somos un conjunto de individualidades dispersas que buscan sobrevivir al caos. Recuperar esa conciencia implica volver a reconocernos como parte de un mismo cuerpo social, donde la indiferencia hacia el otro también es una forma de autodestrucción.

El desafío, por tanto, radica en reconstruir la voluntad colectiva y el sentido ético de lo público. Ecuador necesita reencontrarse con una narrativa de propósito común que supere las divisiones ideológicas y la fatiga emocional que paraliza a su ciudadanía. Esto demanda liderazgo moral, educación política y participación activa en la esfera pública. Como sostiene Sen (2009), el desarrollo auténtico requiere de ciudadanos capaces de ejercer su libertad como práctica social y no como simple elección individual. No se trata solo de elegir mejores gobernantes, sino de formar ciudadanos capaces de exigir transparencia, pensar críticamente y actuar con coherencia. Cuando la sociedad recupere su capacidad de indignarse con esperanza, el desierto empezará a florecer. La transformación del país no vendrá de los discursos oficiales, sino del despertar cívico de una ciudadanía que decida volver a creer en sí misma.

Ecuador no está condenado a la decadencia, pero sí urgido de una renovación de conciencia. La reconstrucción nacional no pasa únicamente por reformas económicas o institucionales, sino por la regeneración moral y política de sus ciudadanos. Romper con la apatía exige comprender que cada gesto cotidiano – desde el voto hasta la crítica – es un acto de responsabilidad colectiva. Como advierte Zizek (2012), la verdadera libertad no consiste en escapar de la política, sino en asumir sus contradicciones con responsabilidad. Solo cuando los ecuatorianos asuman que el país no se salva desde arriba, sino desde la conciencia compartida de abajo hacia arriba, podrá emerger una nueva forma de ciudadanía. Entonces, el desierto dejará de expandirse, y la esperanza volverá a tener raíces en la tierra que alguna vez supo soñar con justicia y dignidad.

Referencias

  • Arendt, H. (1958). The Human Condition. University of Chicago Press.
  • De la Torre, C. (2021). El populismo en América Latina. FLACSO Ecuador.
  • Durkheim, É. (1912/1995). Las formas elementales de la vida religiosa. Akal.
  • Laclau, E. (2005). La razón populista. Fondo de Cultura Económica.
  • Nietzsche, F. (1883/2003). Así habló Zaratustra. Alianza Editorial.
  • Sen, A. (2009). La idea de la justicia. Taurus.
  • Žižek, S. (2012). Viviendo en el fin de los tiempos. Akal.

Por RK