Por Fernando Buen Abad

El noticiero burgués sabe que su fuerza radica en el aislamiento de los receptores, el televidente frente al televisor, el usuario frente al celular, cada cual, en su cápsula privada

Diariamente la comunicación masiva exhibe, con crudeza, la maquinaria de los noticieros burgueses como dispositivo de control social y de administración de percepciones colectivas. No son meros informadores, no son ventanas a la realidad, ni tampoco espejos de la vida cotidiana; son, antes que nada, industrias de producción ideológica que operan como ejércitos de ocupación semiótica.

Su trabajo consiste en administrar la agenda de lo pensable, en organizar lo decible y en regimentar las emociones de millones de personas mediante un flujo constante de noticias dosificadas, recortadas, manipuladas y empaquetadas con técnicas de sugestión. La burguesía necesita que el miedo, la apatía, la confusión y la impotencia se instalen como hábitos de percepción. Para ello pone en marcha el dispositivo noticiero, una especie de fábrica de ansiedades colectivas que se disfraza de neutralidad periodística.

Consumir noticieros burgueses en soledad significa exponerse sin defensa colectiva a una maquinaria que ha estudiado minuciosamente cómo penetrar el inconsciente con frases, imágenes y tonos diseñados para producir desasosiego y para inducir pasividad política. No es exageración, cada noticiero es un laboratorio de psicología de masas al servicio de la clase dominante. Las técnicas de fragmentación informativa, el sensacionalismo calculado, la reiteración obsesiva de catástrofes, delitos y desgracias, o la utilización de expertos que legitiman el discurso dominante, están pensadas para erosionar la estabilidad emocional de quien los consume. A solas, el receptor queda atrapado en un simulacro de mundo que reduce la complejidad social a un conjunto de sustos, culpabilizaciones y amenazas que parecen omnipresentes.

Hay en esto un mecanismo de transferencia del malestar social hacia el plano individual. El espectador, sin comunidad crítica que lo acompañe, termina absorbiendo como si fueran suyos los miedos y las angustias fabricadas por la clase dominante. Esa operación produce una doble alienación, primero, porque se falsea la realidad y se impide comprender las verdaderas causas de los problemas sociales; segundo, porque se instala un clima afectivo negativo —desconfianza, impotencia, miedo— que desgasta las energías subjetivas necesarias para organizar la transformación social. En soledad, el noticiero burgués no sólo desinforma, enferma.

Toda la estabilidad emocional de los pueblos está íntimamente ligada a la posibilidad de comprender críticamente el mundo. No hay salud psíquica en un individuo ni en una comunidad que viva bajo el bombardeo de mentiras y deformaciones sin tener herramientas colectivas para defenderse. El noticiero burgués sabe que su fuerza radica en el aislamiento de los receptores, el televidente frente al televisor, el usuario frente al celular, cada cual, en su cápsula privada, consumiendo pasivamente las dosis de ideología que lo separan de la acción transformadora. La soledad mediática es condición de posibilidad de la manipulación, separa al espectador de la conversación crítica con otros, lo aleja del contraste de experiencias, le arrebata la capacidad de verificar colectivamente lo que recibe como “realidad”.

De allí que uno de los antídotos más urgentes sea la colectivización del consumo crítico de información. No se trata de prohibir ni de aislarse en burbujas autocomplacientes, sino de organizar comunidades de interpretación que transformen cada emisión noticiosa en un objeto de análisis y de desmontaje. Un noticiero visto en soledad puede producir angustia y parálisis; el mismo noticiero visto en colectivo crítico puede convertirse en una fuente de aprendizaje sobre los mecanismos de la manipulación y en una oportunidad para desarmar la ideología burguesa. La diferencia está en la mediación comunitaria, en la práctica de compartir preguntas, verificar datos, confrontar narrativas y rescatar la verdad que se esconde tras el decorado. La burguesía organiza sus noticieros con precisión quirúrgica. No hay noticia “espontánea”. Todo está calibrado para generar climas de opinión funcionales a los intereses del capital.

Cuando conviene sembrar miedo, se multiplican las noticias de violencia; cuando conviene legitimar ajustes económicos, se saturan los titulares con alarmas de crisis; cuando conviene demonizar un país, un líder o un movimiento social, se despliega un arsenal de imágenes negativas y testimonios sesgados. El espectador aislado, sin herramientas críticas, interioriza estos relatos como si fueran verdades incuestionables. Pero la verdad está siempre distorsionada, recortada y, sobre todo, organizada en torno a la lógica del mercado.

Es un problema porque este bombardeo no se limita al plano racional. Atraviesa directamente las emociones. Los noticieros burgueses están diseñados como máquinas de afectos, música de tensión para hablar de inseguridad, tonos sombríos para referirse a crisis económicas, gestos calculados de los presentadores para transmitir gravedad o desprecio. Todo un arsenal paralingüístico destinado a producir una atmósfera emocional que prepare el terreno para aceptar pasivamente las “soluciones” que ofrece la clase dominante. En este punto, consumir noticieros en soledad equivale a dejar abierta la puerta del inconsciente a la intrusión sistemática de la ideología burguesa.

Desde la Filosofía de la Semiosis, es indispensable comprender que no se trata solo de mensajes aislados, sino de un ecosistema semiótico entero que coloniza los signos de la vida cotidiana. Los noticieros no sólo informan, dictan qué es relevante, qué merece indignación, qué se debe temer y qué se debe olvidar. Cada titular es un signo cargado de intencionalidad, cada encuadre visual es un recorte del mundo que naturaliza la perspectiva de clase dominante. El espectador aislado se convierte en depositario pasivo de un orden semiótico que opera como cárcel simbólica. Allí radica el riesgo para la estabilidad emocional, se instala un desajuste entre la experiencia vivida y la experiencia mediada, generando frustración, impotencia y, a veces, cinismo paralizante.

El capitalismo, en su fase actual, necesita que la angustia sea un estado de ánimo permanente. Necesita pueblos cansados, ansiosos y desesperanzados, porque de esa manera se neutraliza la organización política. Los noticieros burgueses cumplen la función de producir ese clima de ánimo masivo. Aislado, el espectador cree que su angustia es individual, que su miedo es personal, sin comprender que se trata de un efecto colectivo planificado. Esta atomización emocional es parte del mecanismo de control. Un pueblo que consume noticieros en soledad es un pueblo desarmado frente a la dictadura mediática de la burguesía.

La salida no puede ser otra que la organización comunicacional de los pueblos. Ver juntos, analizar juntos, responder juntos. No basta con apagar el televisor o con cambiar de canal, es necesario construir poder comunicacional desde abajo, con medios propios, con redes comunitarias, con prácticas de crítica colectiva que impidan la colonización de las emociones. El acto de ver noticias puede convertirse en una práctica de estudio político si se lo encuadra en un proceso comunitario. De lo contrario, seguirá siendo un ejercicio de autointoxicación solitaria.

El desafío consiste en reconstruir la estabilidad emocional sobre bases colectivas, no como refugio individual sino como capacidad organizada para resistir la manipulación. La crítica semiótica de los noticieros burgueses debe ser parte de la educación política de los pueblos, aprender a detectar la manipulación, a rastrear las fuentes de la mentira, a desmontar las operaciones de encuadre, a reconocer los intereses de clase detrás de cada titular. Esta práctica fortalece la conciencia y protege la salud emocional, porque transforma el miedo impuesto en conocimiento compartido y el aislamiento en solidaridad crítica.

No hay que subestimar la dimensión patológica de los noticieros burgueses. La Organización Mundial de la Salud (OMS) habla de epidemias de ansiedad y depresión, pero pocas veces se analiza el papel que desempeñan los medios masivos en esa producción de malestar. Las pantallas están llenas de catástrofes, guerras, crímenes y amenazas sin contexto ni explicación histórica. El espectador aislado recibe un torrente de desgracias sin que se le muestren las causas estructurales ni las alternativas de transformación. Esa dosis diaria de desesperanza acumulada deteriora la salud emocional colectiva. Los noticieros burgueses son, en este sentido, dispositivos de enfermedad social.

Quien consume en soledad esas narrativas queda reducido a la condición de paciente emocional de la burguesía, ansioso, temeroso, impotente. El remedio no es individual, no basta con técnicas de relajación ni con terapias aisladas. El remedio es político y comunitario. El remedio es el ejercicio de la crítica organizada, la construcción de medios propios y la práctica constante de colectivizar la interpretación de la realidad. Así como los pueblos aprendieron a leer colectivamente, hoy deben aprender a descifrar colectivamente los noticieros que pretenden encerrarlos en la jaula de la desesperanza.

Consumir noticieros burgueses en soledad es, por tanto, un riesgo serio para la estabilidad emocional. Es una forma de autoexposición a la dictadura mediática. Frente a ello, urge levantar escudos colectivos de crítica semiótica, urge transformar cada noticiero en materia prima para la conciencia, urge impedir que la angustia diseñada se convierta en normalidad. La salud emocional de los pueblos depende, en gran medida, de su capacidad para defenderse de los noticieros burgueses con organización, con solidaridad y con pensamiento crítico. Porque sólo así será posible sustituir la soledad paralizante por la fuerza liberadora de la comunidad crítica.

Su burguesía, con toda la ingeniería de la comunicación, ha perfeccionado un dispositivo que no sólo produce noticias sino que fabrica condiciones de soledad para que esas noticias se instalen con máxima eficacia en la subjetividad de los pueblos. No basta con comprender al noticiero como un mecanismo de propaganda; es necesario entenderlo como un ritual de aislamiento que convierte al espectador en individuo separado, vulnerable, sin comunidad crítica que lo resguarde. El capitalismo organiza no sólo la circulación de signos, sino también la arquitectura de la recepción, diseña los muebles, las pantallas, los horarios, las rutinas, los silencios domésticos, todo con el fin de que la comunicación burguesa llegue en estado de monopolio absoluto, sin mediaciones colectivas. La soledad mediática no es un accidente, es una condición de producción, una tecnología de control. De allí que consumir noticieros en soledad sea un riesgo para la estabilidad emocional, porque se trata de un acto de exposición desnuda a la maquinaria semiótica de la clase dominante, sin defensas dialécticas, sin posibilidad de contrastar, sin comunidad de verificación y resistencia.

La historia de los noticieros burgueses revela con nitidez este proyecto. Desde los primeros diarios capitalistas en el siglo XIX, el acto de leer las noticias fue organizado como un gesto individual. Mientras en las plazas públicas del feudalismo o en los pregones callejeros la noticia circulaba en colectivo, bajo escucha compartida, el capitalismo introdujo la lectura privada como modelo de consumo informativo. El periódico se volvió una mercancía individual que cada burgués podía leer en su escritorio o en el vagón del tren, cultivando la ilusión de estar informado mientras se reforzaba su aislamiento. La televisión masiva prolongó ese modelo, el televisor se instaló en la sala como altar doméstico, y la familia, reducida a una célula privada, sustituyó la conversación colectiva por la contemplación pasiva de un noticiero que imponía su narrativa como verdad. Con el neoliberalismo y los dispositivos móviles, el aislamiento llegó a su perfección, cada individuo con su pantalla personal, cada cual, en su burbuja, cada cual consumiendo las dosis de angustia burguesa sin que nadie a su lado lo ayude a desarmarlas.

Ese aislamiento es el terreno fértil donde germina la manipulación emocional. El noticiero burgués no informa, administra la afectividad social. Se trata de un laboratorio de psicología de masas que trabaja con precisión en la producción de miedo, ansiedad, odio o impotencia. Los titulares repetidos, las imágenes violentas, las músicas de tensión, los tonos de voz calculados, los gestos de alarma o desprecio en los presentadores, todo está diseñado para colonizar el inconsciente. La soledad del espectador garantiza que esas dosis afectivas penetren sin filtro. Quien consume acompañado puede compartir la carga emocional, ponerla en duda, resistirla con humor o crítica. Quien consume sólo, en cambio, queda atrapado en una relación asimétrica, un cuerpo vulnerable frente a un dispositivo colosal de manipulación. Allí radica el riesgo para la estabilidad emocional.

No se trata de una especulación abstracta, los ejemplos históricos lo confirman. Durante la Guerra de Vietnam, el Pentágono descubrió que la repetición televisiva de cadáveres y bombardeos podía desatar olas de desánimo o de furia, según el montaje. Durante la Guerra del Golfo de 1991, CNN inauguró el modelo de “guerra en vivo”, que convertía al espectador aislado en testigo impotente de una avalancha de imágenes que legitimaban la invasión. En América Latina, los golpes mediáticos contra Hugo Chávez en 2002 o contra Evo Morales en 2019 mostraron cómo la saturación noticiosa de miedo, rumores y acusaciones falsas desestabilizó a millones de espectadores que consumían la propaganda en soledad. El poder mediático no necesita convencer a todos, sólo necesita producir climas de ánimo colectivos —desconfianza, pánico, odio— que neutralicen la organización popular. Y para eso, el aislamiento del receptor es esencial.

En 2025 la Organización Mundial de la Salud (OMS) reportó que más de 1.000 millones de personas en el mundo viven con trastornos de salud mental, entre los cuales los más frecuentes son la depresión y la ansiedad. Estas condiciones representan la segunda causa de discapacidad a largo plazo, influyendo tanto en la pérdida de calidad de vida como en el deterioro funcional en el trabajo, la escuela y las relaciones sociales. Durante el primer año de la pandemia por COVID-19, la prevalencia global de depresión y ansiedad aumentó aproximadamente un 25 %, según la OMS. Esa incidencia no fue homogénea, los jóvenes y las mujeres fueron los grupos más afectados, lo que muestra que en situaciones de aislamiento social y de crisis la vulnerabilidad emocional se dispara.

El aislamiento, entendido como la falta de interacción social o comunitaria, ha sido uno de los factores mencionados por la OMS como esencial en la generación del malestar psicológico durante la pandemia. Las restricciones sociales, el distanciamiento físico y la reducción de los espacios comunes contribuyeron a que la ansiedad y la depresión se incrementaran substancialmente. En cuanto al consumo de noticias, un estudio de Ofcom en el Reino Unido estimó que los adultos británicos dedican un promedio de 61 minutos al día a informarse sobre acontecimientos actuales. Sólo que ese mismo estudio señala que un 70 % de ese consumo de noticias hoy ocurre en línea, a través de redes sociales, agregadores y buscadores. Otro dato, el “Digital News Report 2024” del Reuters Institute indica que cerca del 39 % de las personas en el mundo reconocen que “a veces o frecuentemente evitan consumir noticias”, ya sea por sentirse abrumadas, por saturación emocional o por protección de su salud mental. Ese porcentaje ha crecido en los últimos años, en 2017 era de un 29 %, lo que muestra una tendencia ascendente de evitación noticiosa asociada al malestar emocional.

Entender la dimensión neuro-semiótica de este fenómeno es crucial. Está probado que el consumo reiterado de noticias negativas en soledad eleva los niveles de cortisol, hormona del estrés, y altera los equilibrios neuroquímicos asociados al miedo y la ansiedad. Los noticieros burgueses explotan estas reacciones biológicas, saben que un cerebro saturado de cortisol es más propenso a la pasividad, al conformismo, a la desesperanza. La música de fondo, los colores de la pantalla, los rostros de los presentadores, todo está calculado para estimular esas respuestas inconscientes. Así, el noticiero burgués se convierte en una fábrica de neuro-dependencia emocional, cada día, a la misma hora, el espectador busca su dosis de miedo o de indignación, como si fuera una droga. Y la soledad potencia esa adicción, porque no hay comunidad que la cuestione ni que proponga alternativas.

Pero lo decisivo no es sólo el efecto individual, sino la función social, la burguesía necesita que los pueblos vivan en un estado de ansiedad permanente. La angustia es un modo de producción, produce sujetos cansados, incapaces de organizarse, inclinados al consumo compulsivo de bienes que prometen seguridad. El noticiero es la máquina que mantiene ese estado de ánimo. Cada noche, la familia o el individuo aislado recibe su inyección de pánico, su recordatorio de que el mundo está al borde del abismo, su lección de impotencia. El resultado es una población emocionalmente fragmentada, incapaz de transformar colectivamente su realidad porque cada uno cree que su miedo es personal y no colectivo. Esta atomización afectiva es un triunfo de la clase dominante, divide a los pueblos no sólo en lo material, sino en lo emocional.

Sin embargo, esa misma maquinaria puede volverse contra la burguesía si se la aborda colectivamente. Ver un noticiero en soledad produce angustia; verlo en colectivo crítico puede producir conocimiento. Allí donde la burguesía impone narrativas, la comunidad organizada puede practicar el desmontaje semiótico. Cada titular puede ser analizado, cada imagen desarmada, cada gesto de presentador desenmascarado. En lugar de absorber pasivamente el miedo, se lo convierte en materia prima para la conciencia crítica. Esa práctica no es nueva, en sindicatos obreros, en radios comunitarias, en círculos militantes, los pueblos han practicado desde hace décadas la crítica colectiva de los medios. Esa es la diferencia decisiva, el aislamiento es derrota, la colectivización es defensa.

Conviene insistir, la soledad no es un accidente, es una estrategia del capital. El diseño arquitectónico de las ciudades promueve hogares privados con pantallas privadas; la organización del trabajo fragmenta los tiempos de descanso para que cada cual consuma su dosis de noticias en momentos distintos; las redes sociales multiplican burbujas individuales donde cada persona recibe titulares personalizados. Todo conspira para que la recepción sea solitaria, porque sólo así la manipulación alcanza su máxima eficacia. Por eso la lucha no puede limitarse a cambiar de canal ni a apagar la televisión, debe apuntar a reconstruir las condiciones colectivas de la recepción. Urge rescatar el acto de informarse como práctica comunitaria, devolverle su carácter de conversación, de contraste, de análisis compartido.

Desde nuestra Filosofía de la Semiosis es posible comprender este fenómeno como un modo de producción de signos y de emociones. El capitalismo no produce sólo mercancías materiales, produce también estados de ánimo. El noticiero es la cadena de montaje donde se fabrican signos cargados de afectos negativos que circulan como mercancías ideológicas. Y la soledad del espectador es la fábrica de ensamblaje donde esos signos se convierten en realidades vividas. Dicho de otro modo, la soledad mediática es el taller donde el capital convierte los signos burgueses en subjetividades obedientes. Allí radica el núcleo de la manipulación, no basta con identificar la mentira, es necesario entender el proceso de ensamblaje afectivo que la soledad permite.

Así la estabilidad emocional de los pueblos depende, entonces, de romper ese círculo vicioso. No se trata de buscar terapias individuales para resistir la ansiedad mediática, sino de construir prácticas colectivas de crítica y de producción comunicacional. La respuesta no es apagar el televisor y refugiarse en el silencio, porque eso deja intacta la maquinaria burguesa; la respuesta es organizar espacios de discusión donde cada noticiero se convierta en objeto de análisis, donde cada manipulación sea desenmascarada, donde cada mentira sea reemplazada por la verdad histórica de los pueblos. Ese proceso no sólo protege la salud emocional, sino que fortalece la conciencia política. La crítica semiótica es, en este sentido, una forma de higiene mental colectiva.

Nuestros pueblos deben comprender que los noticieros burgueses son dispositivos de enfermedad social. La depresión, la ansiedad y la apatía no son meros problemas individuales, son síntomas de un orden mediático que administra las emociones colectivas. La burguesía ha convertido la angustia en mercancía. Cada titular de catástrofe, cada noticia de violencia, cada alarma económica es un producto diseñado para mantener alta la demanda de soluciones autoritarias, de consumo compensatorio, de resignación. El espectador aislado se convierte en paciente emocional del capitalismo, dependiente de la dosis diaria de noticias que lo confirman en su impotencia. Sólo la comunidad crítica puede romper esa adicción.

No consumir noticieros burgueses en soledad no es un consejo retórico, es una estrategia de supervivencia emocional y política. Quien se expone en soledad queda atrapado en la dictadura semiótica del capital. Quien se organiza colectivamente transforma el noticiero en objeto de crítica y en escuela de conciencia. La diferencia es decisiva, de un lado, la enfermedad emocional que produce la soledad; del otro, la salud colectiva que nace de la crítica organizada. La burguesía sabe que su poder se debilita cuando los pueblos se informan juntos y analizan juntos. Por eso insiste en la soledad. Por eso nosotros debemos insistir en la colectivización. La estabilidad emocional de los pueblos depende de ello, de romper el aislamiento, de convertir la angustia en conocimiento, de transformar la pasividad en acción. No consumir noticieros burgueses en soledad es, en última instancia, un acto de defensa semiótica y de afirmación humanista.

Tomado de alma plus

Por RK