Por Abraham Verduga
El dinero tiene un poder misterioso y devastador. No solo compra cosas; compra silencios, memorias, ideologías y hasta la dignidad. Es el nuevo dios de la política ecuatoriana, y su altar está instalado en el Palacio de Carondelet. Frente a él se arrodillan quienes un día juraron fidelidad a los principios y hoy, entre copas y sonrisas, celebran banquetes con el mismo poder que antes decían combatir.
Fausto Jarrín es quizá el emblema más grotesco de esa rendición. No solo se reconocía comunista, se autoproclamaba el militante más leal de la Revolución Ciudadana. Hoy asiste a los banquetes de Noboa, ríe con los verdugos de sus excompañeros y aplaude la demolición del proyecto político al que decía entregar la vida. Si el comunismo era su fe, la traicionó por un canapé y un carguito. Su lealtad terminó convertida en una franquicia barata, un comunismo de etiqueta y vino importado.
Lo de Marcela Holguín sorprende menos. Lo suyo siempre fue la farándula disfrazada de política: luces, cámaras y la búsqueda incesante de escenario. Hoy encarna esa banalidad que confunde visibilidad con trascendencia.
Carolina Jaramillo pasó sin pena ni gloria por la vocería del gobierno. Su paso fue un eco vacío, una secuencia de frases huecas que traicionaron todo lo que alguna vez pretendió representar. Se traicionó a sí misma y a los suyos de todas las formas posibles.
La exfiscal Diana Salazar, alfil perversa del lawfare, es embajadora en Argentina. Debería ser un escándalo internacional que una funcionaria que fabricó casos a mansalva usando la justicia como arma política sea premiada con una embajada. Pero en este país, los verdugos no son juzgados, son ascendidos.
Y como si la impunidad necesitara un toque de cinismo, el hermano de la presidenta del Consejo Nacional Electoral fue premiado con un consulado en Nueva York. La familia primero, la ética después.
Ni siquiera Inti Gronneberg, que se proclamaba defensor de los principios progresistas, resistió la tentación. Se dejó comprar con una embajada en Suecia. El innovador verde terminó pintado del mismo gris burocrático que todos los demás.
Y mientras tanto, los medios que se presentan como independientes, como La Posta, venden su línea editorial por millones, mostrando que en el Ecuador actual todo tiene un precio: la conciencia, la palabra y la verdad.
En ese mismo país, Noboa borra su deuda con el fisco con total impunidad y lo celebran como si ser “sabido” fuera una virtud, mientras esta semana una bebé de un mes y tres días, de la comunidad achuar de Kaiptach (Taisha, Morona Santiago), murió en el Hospital General de Macas por falta de suero, y fue entregada a sus padres en una caja de cartón. Nada de esto parece escandalizar demasiado en una sociedad que ha normalizado la decadencia y el colapso de lo público.
Y sin embargo, Noboa se siente poderoso. Lo es. Con su poder económico ha conseguido todo: compra voluntades en la Asamblea Nacional, en la Fiscalía, en la justicia, en los partidos políticos; quiebra conciencias con embajadas; compra medios y periodistas, desde los “viejos zorros” como Jimmy Jairala o Carlos Vera, hasta los bufones de las radios rocola del régimen —esas emisoras como Exa o Radio Centro, repletas de perros guardianes y cepillos profesionales— que ladran y aplauden según la pauta del día.
Es urgente reflexionar: ¿qué clase de éxito es este que se construye sobre la normalización de la inmoralidad?
Mientras el tejido social y lo público se desmoronan, esta semana Noboa se pasea en el Gran Prix de Abu Dabi, ostentando lujos obscenos mientras la inseguridad y el desabastecimiento en salud se vuelven clamorosos.
Para quienes piensan que todo esto podrá cambiarse en una próxima cita electoral, debo decirles, con pesar, que se equivocan. Una hegemonía cultural no se derrumba en las urnas ni con el cambio de gobierno. No basta con ganar votos si seguimos perdiendo conciencia. El país atraviesa una crisis ética sin precedentes, y para transformarlo debemos librar una batalla de largo aliento, más honda que la política y más urgente que la coyuntura.
La verdadera transformación nacerá de una reconstrucción colectiva del sentido moral, de una pedagogía de lo ético en una sociedad que ha confundido astucia con inteligencia y corrupción con éxito. Vivimos en un país donde se celebra al que burla la ley, donde la mentira se premia y la lealtad se castiga. Por eso, esta no es solo una lucha política: es una disputa por el alma del Ecuador. Solo cuando la honestidad vuelva a ser admirada podremos hablar de futuro.
Pero incluso en medio del lodo, resistir sigue siendo un acto de lucidez. No todo está perdido mientras existan quienes prefieran la dignidad al banquete y la coherencia al aplauso.
