Orlando Pérez
No era nadie. O bueno: un ser humano, afrodescendiente, con una “militancia”, de origen humilde y de una zona convulsa, pobre, precaria y olvidada por los gobiernos de dos países. Pero políticamente no era nadie ni tampoco considerable dentro de las disputas de poder, de esas que ocurren por la presencia de abundante dinero y de las que se desatan entre los cuerpos policiales, militares y paramilitares.
Ahora ya es otro. Tan popular en los memes como los de Alvarito desafiando a un huracán. Y tan agredido en su condición de afro que supera, morbosamente, las bromas sobre el negro del WhatsApp. Víctima de la violencia racista que aflora en determinadas circunstancias. Y culpable de todos los crímenes, de la violencia despiadada contra sus víctimas y de manejar un aparato militar tan impresionante que ni siete bases militares gringas en Colombia lo pueden parar, detener y luego asesinar, como aspiran muchos y desean las voraces lenguas de las redes sociales.
Pero sobre todo tiene un estatus político otorgado por el gobierno ecuatoriano y por la ausencia del gobierno colombiano en la zona de Tumaco. Lo llaman Wacho, ni los mandatarios de Colombia y Ecuador saben pronunciar su nombre verdadero: Walter Artízala. Solo le dicen Wacho, como si dijeran Chapo o Popeye, no importa.
Previamente habría que hacer una consideración de orden fáctico: ¿todo lo que dicen de él, solo de él, alguien lo pudo comprobar, verificar? ¿Todo es cierto y no cabe duda que es el autor de todo lo que le endilgan, pasando por la muerte de los tres trabajadores del diario El Comercio y la pareja que supuestamente trabajaba para los servicios de inteligencia del Estado ecuatoriano?
Seguramente sí, hay algunos indicios, dichos desde la prensa y los aparatos de inteligencia militar. También hay una declaración de un alto dirigente de las FARC, Iván Márquez, que lo desconoce como su antiguo militante. Dice que no hay registros de que fuese de sus filas en los tiempos de la actividad guerrillera. Dice él que era de los grupos paramilitares de Colombia.
El estatus político otorgado a Wacho sirve para dos cosas, generalmente perversas también en la disputa política y en la guerra paranoica contra el narcotráfico: usarlo de blanco para tapar otras perversiones de esa guerra y para cuando lo aniquilen y obtengan como trofeo su cadáver dar por saldada la situación y con ello quedarnos en paz interna, aunque la guerra prosiga. ¿No hicieron lo mismo con Pablo Escobar y el Chapo? ¿No ha sido así con todos los bandidos y delincuentes creados y ascendidos a la categoría de líderes o héroes negativos?
Y la mayor responsabilidad la tiene EE.UU. con su obtusa idea de combatir el consumo de drogas aniquilando la producción de hojas de coca en los países andinos, con una estrategia guerrerista que ni ha dado resultados en Afganistán ni mucho menos en Libia o en otros sitios donde dijo que iba a acabar con los males del planeta y lo único que produjo fue la reproducción de esos males a gran escala inundando de violencia y terror esos territorios.
Tal como si Hollywood escribiera el libreto de todo lo que vivimos desde el 27 de enero (cuando explotó un coche bomba en San Lorenzo), Wacho es ahora el prototipo del héroe malo, el futuro personaje de una serie de Netflix y quizá, por qué, el rostro de una estampa cristiana de los pobres de Tumaco y Mataje, porque así de paradójico y paradigmático es el tema.
El estatus político otorgado al Wacho guarda proporción e igual dimensión a la incapacidad de entender que la lucha contra el narcotráfico, en manos de EE.UU. y ciertos militares, solo conlleva a una guerra infinita, tal cual inició Felipe Calderón en México en este siglo y cuesta cerca de 200 mil muertos y desaparecidos.
Ecuador y Colombia están, con respecto a Wacho, en la misma situación como cuando Wen Jiao visitó al general Tao y le dijo: «A la luz de la situación actual, no hay otra salida. Es como montar en un tigre y no ser capaz de bajar. La única manera de salir es matarlo». ¿Y después?