Miguel A. Ruiz Acosta
Durante los últimos días de abril el abigarrado paisaje de la Ciudad de México amaneció con una pequeña novedad: los autobuses de una de las innumerables rutas de transporte urbano comenzaron a rodar mostrando la publicidad de una serie de televisión que se transmitiría “próximamente”: Populismo en América Latina. El anuncio es muy sencillo pero sugerente: muestra las fotos de Luiz Ignacio Lula da Silva, Juan Domingo Perón, Hugo Chávez y Andrés Manuel López Obrador, quienes aparecen juntitos, hombro con hombro. Este último (popularmente conocido como El Peje) es candidato por tercera ocasión a la presidencia de México, en esta contienda por el joven partido Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA). La idea transmitida tanto por el anuncio como por el tráiler del quinto y último capítulo, dedicado al Peje, es muy simple: Andrés Manuel es el continuador de una estirpe de políticos latinoamericanos caracterizados como populistas.
No es nuestra intención llamar la atención sobre los intríngulis de la proyección de una serie que aún no ha sido televisada, y que tal vez no salga pronto al aire por la controversia que generó su anuncio, sobre todo por dos incógnitas que hasta el momento no han sido respondidas: ¿quién la transmitirá? Y, sobre todo, ¿quién la financió? Por el contrario, nos concentraremos en otras interrogantes de carácter más general: ¿A qué nos referimos en la actualidad cuando hablamos de populismo? ¿Es pertinente la utilización de este término para comprender mejor el presente latinoamericano? ¿A quiénes conviene y por qué motivo mostrar a López Obrador como un líder populista?
Tal expresión ha tenido a lo largo de la historia contemporánea usos muy variados y hasta contradictorios, de acuerdo a quien los elabora, como sostienen el politólogo Marco D’Eramo “El populismo y la nueva oligarquía” o el filósofo Jorge Luis Acanda, entre otros: desde los partidos políticos de finales del siglo XIX que incorporaron con orgullo en su denominación y programa al pueblo, en Estados Unidos y Rusia, por ejemplo; hasta las oligarquías actuales que lo usan para nombrar a los líderes o movimientos políticos que ponen en cuestión sus privilegios; pasado por diversas acepciones de carácter más sociológico a lo largo del siglo XX.
Si bien reconocemos que esa etiqueta puede ser de cierta utilidad para comprender un momento particular de la historia de algunos países de América Latina (los años treinta y cuarenta en México, Brasil y Argentina), coincidimos con Acanda cuando sostiene que en la actualidad la utilización indiscriminada del término “constituye un mecanismo engañoso, con una clara intencionalidad política”: atemorizar a la población respecto al peligro (social, económico) que implicaría apoyar proyectos encabezados por líderes supuestamente demagógicos e irresponsables. O, para ponerlo en palabras de Marco D’Eramo: “el término dice mucho más del que lo profiere que de quien es simplemente denigrado por él” ¿En qué sentido sostenemos tales afirmaciones?
En primer lugar, creemos que es engañoso porque la forma más común en que hoy lo utilizan el discurso periodístico y la ciencia política hegemónica —y esto excluye la variante propuesta por Ernesto Laclau— se refiere más a una cuestión de forma que de fondo, centrándose principalmente en ciertas características del discurso, y no tanto en los contenidos de fondo o en la gestión política encabezada por movimientos o gobiernos considerados populistas. Al proceder de esta forma, el saco populista es tan grande que caben experiencias históricas harto disímiles y hasta contrapuestas: los gobiernos de Hitler, Mussolini, Cárdenas, Perón, Berlusconi, Chávez, Lula, Evo, Bucaram, Correa; el liderazgo de Haya de la Torre o el actual movimiento electoral encabezado por López Obrador. Difícilmente una aproximación seria a la historia del mundo podría arrojar una identidad esencial entre la lista mencionada pues, más allá de las posibles coincidencias circunstanciales en el estilo retórico de algunos de los personajes en cuestión, no parece existir algún elemento común de fondo que los iguale en una misma categoría política.
Por otro lado, creemos que D’Eramo tiene razón al plantear que en los tiempos que corren, cuando oímos hablar de populismo es más fácil sacar conclusiones sobre los actores que emiten el mensaje que sobre los aludidos. Si hiciéramos un sencillo ejercicio de búsqueda periodística para averiguar cuáles son los principales grupos sociales que en América Latina hoy hablan sobre el “fantasma del populismo” como un espectro del cual deberíamos tener cuidado, no sería difícil concluir que la mayoría de ellos son parte, de una u otra manera, de las capas más privilegiadas de nuestras sociedades: grandes grupos empresariales y mediáticos, partidos políticos e intelectuales comprometidos con la conservación de un orden social excluyente, etc. Por lo general, estos sectores son los más interesados en conjurar la posibilidad de que partidos o movimientos que cuestionen (aun sea de forma tímida) los privilegios existentes, puedan convertirse en alternativas de poder político.
En este sentido, el caso mexicano no es una excepción. Nuestro país hermano está a puertas de un proceso electoral en donde se está jugando la posibilidad de tomar cierta distancia de las formas en que se ha venido ejerciendo el poder político; mismo que ha sido puesto al servicio de un proyecto a la medida de las oligarquías que lo controlan y de los intereses de su poderoso vecino del Norte. No es de extrañar que hoy, esas fuerzas que se sienten amenazadas, lancen una campaña como la antes descrita, para desprestigiar al líder de un movimiento electoral que ha ido creciendo en los últimos meses; que además tiene posibilidades de tornarse gobierno, con lo que el statu quo se pondría en entredicho.