Por Romel Jurado Vargas

En la naturaleza los depredadores buscan desestabilizar a sus potenciales presas, echarlas al piso y restarles capacidad de reacción; si lo consiguen, es muy posible que su carne y su sangre les alimente hasta la saciedad. En la guerra, el enemigo tiene que ser desestabilizado para ser sometido, pues incluso la ventaja de número y potencia bélica puede ser resistida por una fuerza estable y cohesionada. Una economía estable, esto es, ordenada y bien regulada, repele con facilidad a los oportunistas, a los abusivos y a los especuladores financieros, por eso la desestabilización y la desregulación suelen ser la estrategia de los piratas modernos.

En términos de derechos laborales, el homónimo de desestabilización de la presa, del que vive bajo ataque y de la economía vulnerable es: la inestabilidad laboral. 

Sin duda, las relaciones laborales del siglo XIX fueron regidas por los patrones de la depredación, la violencia y el abuso, gracias a que imperaba la inestabilidad de los trabajadores. Dicho simplemente: las jornadas laborales de hasta 15 horas diarias, el trabajo infantil, los bajísimos salarios, la paga irregular, las pésimas condiciones sanitarias, la violencia física, psicológica e incluso sexual que los patronos podían ejercer contra las mujeres y los hombres, se sostenían en la capacidad que tenían los empleadores de despedir sin consecuencias legales o económicas a sus trabajadores, en el momento que así lo quisieran.

Tanta injusticia y sufrimiento inevitablemente debía producir una reacción social, política e intelectual que, a principios del siglo XX, planteó seriamente la posibilidad de desarticular el modelo despiadado del capitalismo industrial europeo, por lo que fue inevitable que los patronos tuvieran que aceptar la creación de una serie de derechos laborales y sociales.

Los hitos de origen más importantes de la formulación de estos derechos, por su impacto global, fueron la Constitución de México de 1917, fruto de la Revolución mexicana, mediante la cual se intentó conciliar los derechos civiles y políticos con los emergentes derechos económicos y sociales; la Declaración de Derechos del Pueblo Trabajador y Explotado de 1918, redactada por los revolucionarios rusos e incorporada a la nueva Constitución Soviética, que priorizaba los derechos económicos y sociales; y la Constitución de Weimar de 1919, que proclamaba los derechos sociales de la ciudadanía alemana.

A partir de entonces, los derechos sociales se expandieron por la faz de la tierra con la fuerza y la profundidad que el movimiento de los y las trabajadoras alcanzaba en cada país. En Ecuador, las demandas de los sastres de Pichincha, la sociedad de carpinteros de Guayaquil y la huelga de los trabajadores del ferrocarril de Durán, fueron el preámbulo del bautismo de sangre de los trabajadores, sucedido ese trágico 15 de noviembre de 1922, en que los reclamos por condiciones justas y dignas de trabajo, le costó la vida a dos mil hombres, mujeres y niños. Varios cientos de esos cuerpos fueron arrojados al río Guayas.

En 1946 Joaquín Gallegos Lara hace la crónica de este hecho histórico en la famosa novela Las cruces sobre el agua, que es parte sustancial de la identidad ecuatoriana, del movimiento obrero y de su memoria histórica. Novela que, a mí personalmente, me recuerda que los derechos de los y las trabajadoras han costado vidas, dolor, sangre y luchas durísimas que siguen presentes hoy como siempre.

Sin embargo, todavía hay voces y fuerzas económicas que plantean dirigir una estrategia de acoso y derribo contra el derecho a la estabilidad de los trabajadores, porque así, los demás derechos laborales se fragilizan y son fáciles de violar.

En ese sentido, son ilustrativas las recientes declaraciones de la señora Caterina Acosta, presidenta de la Cámara de Industrias de Guayaquil, que literalmente dijo en el programa Políticamente Correcto de Ecuavisa: “tenemos que pensar que el 37% de la población en edad de trabajar, corresponde a personas de 15 a 35 años, ellos ya no piensan como nosotros, como las personas que estamos en este panel. Ellos tienen deseos de trabajar de forma distinta. A ellos no les gusta la estabilidad”.

Pero lo cierto es que, son unos cuantos patronos con mentalidad premoderna, a quienes no les gusta la estabilidad laboral de los trabajadores. Son ellos, quienes desearían poder despedir sin indemnización, en cualquier momento y sin consecuencias legales, a los trabajadores de las industrias, comercios y bancos que han adquirido estabilidad laboral por el transcurso del plazo y por cumplir las demás condiciones que la ley establece; así como a los médicos, obreros, maestros, conductores, enfermeros, abogados y demás funcionarios que se vincularon al servicio público mediante un concurso de méritos y oposición.

De ese modo, volverían a tener la posibilidad de precarizar a los trabajadores, de imponerles extensas jornadas de trabajo por los mismos salarios o incluso con sueldos más bajos. La estabilidad de los trabajadores en los sectores privado y público es sin duda la columna que vertebra el ejercicio de muchos otros derechos laborales. Perder de vista esta constatación histórica, social, económica y política nos devolvería a la brutal explotación laboral propia del siglo XIX, a la que sueñan llevarnos los viejos políticos de siempre.

La defensa y ampliación de los derechos de los trabajadores, y su estabilidad laboral en particular, deben ser continuamente explicados, defendidos y preservados, pues solo disfrutando de estos derechos cotidianamente es posible tener libertad, igualdad y vida digna.

Por Editor