Freddy Hernández Bazán
Las elecciones federales y locales del pasado primero de julio en México dieron por resultado un cambio radical en el mapa político-electoral de este país, como no se había observado desde la transición hacia la democracia iniciada en 1977, con las reformas que permitieron la representación minoritaria de fuerzas de oposición en el Congreso Federal.
Lo radical de este cambio se ubica fundamentalmente en el hecho de que el Partido Revolucionario Institucional (PRI), del actual presidente Enrique Peña Nieto y que mantuvo un rol hegemónico durante todo el siglo XX, tendrá por primera vez en su historia, el papel de un partido, no sólo opositor, sino minoritario. Tanto en el Senado como en la Cámara de Diputados, este partido tendrá una representación alrededor del 10 por ciento de los escaños en cada cámara: la menor proporción en toda su historia desde su fundación en 1929 como Partido Nacional Revolucionario.
La elección de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) como Presidente de México aparece en muchos escenarios como la oportunidad de un cambio ante el status quo mexicano. La oportunidad de cambios en una sociedad que, en lo económico, ha vivido bajo el modelo de apertura comercial, privatización y dominancia del mercado desde hace casi 30 años; y, que en lo político, se ha caracterizado por el ejercicio de una democracia por y para los partidos políticos, privilegiando élites y reproduciendo sistemas de reparto y tráfico de influencias en todas las dimensiones de la vida pública. La democracia “a la mexicana” después del primer presidente de extracción no-priista en 2000, trajo consigo una apertura hacia la pluralidad y mayor competitividad en términos político-electorales; pero no así, en la apertura hacia opciones de desarrollo, más incluyentes y más sociales. De cierta forma, esa persistencia en lo estructural fue lo que llevó a AMLO y sus correligionarios a denominar al PRI y al partido de los gobiernos federales de 2000 y 2006, el PAN, como si fueran la misma cosa: el PRIAN.
Como en toda América Latina, la presencia en la contienda electoral de una opción política que se autodenomina de izquierda, progresista, popular y, sobre todo, alternativa, se caracteriza por una confrontación definida por el interés de dividir al electorado: entre buenos y malos, ricos contra pobres, capitalismo contra socialismo, éxito contra fracaso. Los fantasmas regionales que han aparecido durante los últimos quince años relacionados con la probable victoria de un candidato de izquierda, no fueron ajenos a esta elección mexicana. Con una distinta intensidad a la de 2006 y 2012, cuando AMLO fue también candidato presidencial, en 2018 estos fantasmas se renovaron y amenazaron con que si esta vez AMLO sí ganaba, el tipo de cambio del peso frente al dólar se dispararía apenas se conocieran los resultados electorales, la incertidumbre en los mercados financieros ahuyentaría a los grandes capitales, las familias perderían su patrimonio y el gobierno se convertirá en un gran financista de la desocupación y el ocio.
Ninguna de las primeras dos amenazas han ocurrido. Tras la elección, el tipo de cambio del peso frente al dólar se ha mantenido constante y los grupos empresariales representados por el Consejo Coordinador Empresarial (CCE), principal asociación de este gremio, fueron de los primeros actores en reconocer el triunfo de AMLO y expresar su disposición para trabajar con el nuevo gobierno.
AMLO sabe que México necesita de cambios profundos y no solamente de alteraciones marginales. En un país que, prácticamente, mantiene la misma tasa de pobreza desde su última crisis financiera, en 1994; con una desigualdad social lacerante y vergonzante en todos sus estratos sociales; y con escandalosas cifras de violencia e inseguridad en todo su territorio, el reto de AMLO y su “proyecto alternativo de nación” es mayúsculo y no sabemos si la amplia mayoría con que contará su partido en ambas cámaras será suficiente.
Contrario a lo que piensa Andrés Manuel, los cambios estructurales y la orientación hacia un modelo alternativo de desarrollo más incluyente y justo, no serán posibles por medio de la conciliación y el acuerdo con todos. Cuando Andrés Manuel en campaña criticó el proyecto del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México y amenazó con hacer una revisión a los contratos de esta obra, estimada en aproximadamente trece mil millones de dólares, Carlos Slim, el magnate mexicano de las telecomunicaciones, que se había mantenido ausente del escenario político en estas elecciones, convocó a conferencia de prensa, expresó su preocupación por las declaraciones del candidato y defendió este proyecto del cual él es parte, señalando el error que significaría en materia económica su cancelación.
En este sentido, los cambios que México necesita y que serían propios de un giro a la izquierda para modificar las estructuras sociales y económicas de desigualdad y pobreza pueden verse limitados por las características particulares de la política mexicana, los intereses de grupos de poder, económico y político, y aún más, por la percepción de una sociedad mexicana polarizada a causa de narrativas dicotómicas entre una izquierda popular y liberal en lo social, y un centro y derecha conservadores pero liberales en lo económico. En esta elección, como ya es costumbre en nuestros días, las redes sociales fueron un espacio álgido de expresión y sobre todo de confrontación. Donde la deliberación pública se tornó y manifestó en huellas de discriminación, formulación de estereotipos, racismo y clasismo. Signos de un individualismo excluyente, contrario al espíritu que la propia sociedad mexicana observó durante la tragedia del terremoto del 19 de septiembre de 2017.
Así, el triunfo arrasador de Andrés Manuel y su partido en esta elección se puede explicar, mayormente por el hartazgo y decepción. Hartazgo frente a los escándalos de corrupción, y decepción frente a la desoladora inseguridad y violencia. Sin embargo, en el voto hacia MORENA y su coalición, en las distintas elecciones realizadas este pasado primero de julio (la elección presidencial, la renovación del Congreso Federal, la elección de 9 gubernaturas estatales y la renovación de 26 congresos estatales) hay una composición heterogénea; la cual puede reconfigurarse conforme se vayan dando acciones y posicionamientos de AMLO y su nuevo gobierno en torno a los temas de mayor controversia y división entre la opinión pública: la propuesta de amnistía a personas involucradas en el narcotráfico, el nuevo aeropuerto de Ciudad de México, la derogación de las reformas educativa y energética, etc.
Tras esta nueva elección presidencial, el sistema político mexicano está lejos de reconfigurarse independiente del patrimonialismo, clientelismo y nepotismo que tanto lo ha caracterizado sólo por la ausencia del PRI, o por la pura presencia de AMLO en la Presidencia. Las trayectorias de las instituciones políticas, formales e informales, del sistema político mexicano, la división en la opinión pública y los intereses de grupos de poder, pueden hacer que el giro a la izquierda del segundo país más poblado de América Latina no termine siendo la “cuarta transformación” que el propio Andrés Manuel promovió sino siendo más un giro a la izquierda “a la mexicana”.