Por Romel Jurado Vargas
Hemos perdido el sentido de la vida, porque la libertad que supuestamente alcanzaríamos con el desarrollo tecnológico, lejos de hacernos libres nos ha convertido en seres auto explotados. Hemos cambiado el enfoque de la convivencia social basado en el reconocimiento del otro y el bienestar colectivo a un enfoque narcisista, en el que somos devorados por los problemas propios de la extrema aceleración de la vida, en la cual todo parece haberse transformado en mercancía, quitando valor a la virtud moral, al arte que interpela, a la solidaridad social, al pensamiento crítico y a la acción política.
Esto se produce porque la vida social está caracterizada por la creencia dogmática en el “sí se puede” y en una dependencia fortísima de los sujetos respecto de las tecnologías de la información y comunicación, así como en el profuso uso de las redes sociales que le devuelven al sujeto (como un espejo virtual) las mismas preferencias, creencias y argumentos que él tiene y predica como verdaderas o correctas, lo que, a su vez, genera un exceso de positividad, es decir, una sobreabundancia de lo idéntico, en la que navegamos haciendo un continuo zapping.
Cabe aclarar que el término “positividad”, con el alcance y sentido que le imprime Byun Chul Han, padre de las ideas relacionadas con la sociedad del rendimiento, no tiene que ver con la noción de optimismo (ser positivo) ni se opone a la noción de pesimismo (ser negativo), sino que la positividad designa a lo que es idéntico, a lo que es lo mismo, en tanto que, la negatividad se refiere a lo otro, a lo que es diferente. En ese sentido, el exceso de positividad implica una radical exclusión del otro, de lo que es externo y ajeno a uno mismo.
Para comprender esta idea es necesario recordar, como lo explicó Michel Foucault, que reconocer la existencia del otro suponía tener una relación con él y que esa relación estaba atravesada por el poder, por eso controlar el cuerpo del otro a través de la escuela, el trabajo, el sistema judicial y penitenciario, los medios de comunicación, las fuerzas del orden, etc., implica la vigilancia y el castigo del otro, de modo que ese otro sea dócil, disciplinado y acate las exigencias que le imponen el sistema social y el de producción.
Consecuentemente, la idea de libertad era necesariamente subversiva, porque planteaba resistir y combatir a la disciplina y a los castigos impuestos por quienes tienen mucho poder o algo de poder, respecto de quienes tienen menos poder, ya sea en las relaciones personales, laborales o en la interacción social y política con las instituciones del Estado. En lo que tiene que ver con el trabajo, el control del otro tenía como objeto usar a los individuos con menos poder y hacerlo con la mayor eficiencia posible, es decir, explotarlos para que produzcan siempre más, pero al menor costo para el empleador.
En ese contexto, la propuesta del trabajo por horas que promueve el presidente Daniel Noboa en Ecuador, está destinada a optimizar la explotación, pero sigue basada en mantener la dinámica disciplinaria y castigadora respecto del tiempo productivo de los trabajadores menos calificados, los que a nivel individual tienen menos poder, reproduciendo el modelo de apropiación del trabajo ajeno propio del siglo XX.
Sin embargo, para los trabajadores del siglo XXI, que tienen uno o más títulos universitarios y/o con habilidades medias y altas para el manejo de las tecnologías de la información, el capitalismo ha modelado la sociedad del rendimiento, en esta sociedad se optimiza al extremo la explotación, y lo hace mediante la sutil imposición del paradigma de la auto explotación de uno mismo. En efecto, ya nadie tiene que vigilarnos ni castigarnos para trabajar todo el tiempo, todos los días e incluso las noches, usando para ello la internet, las redes sociales y las tecnologías de la información y comunicación.
En esta dinámica social, la gran mayoría de personas que realizan una actividad productiva en relación de dependencia laboral o por su propia cuenta, no tienen ya horarios o límites para trabajar, siempre están pendientes del WhatsApp u otros programas de mensajería, de la información que obtienen desde sus teléfonos inteligentes y computadoras, así como del uso que pueden hacer de esa información en su actividad productiva. De este modo, a pesar de que nadie les vigila o castiga se esfuerzan por sí mismos para alcanzar el mayor rendimiento posible. Así, el tiempo del ocio, de la contemplación, de la lectura reposada, del pensamiento a profundidad y del hacer despacio está proscrito o degradado, porque no es un tiempo que sirva directamente al rendimiento productivo.
Este cambio cualitativo, que supone transitar desde la sociedad disciplinaria a la sociedad del rendimiento, ha sido posible porque nos ha conquistado la idea del “sí se puede”. La idea del “sí se puede” es más compleja de lo que aparenta, porque pone toda la carga de la realización personal y del reconocimiento profesional o laboral en el sujeto que produce.
En la dinámica que impone el “sí puedo”, el sujeto productivo está persuadido de que es libre y cree que, en uso de esa libertad, tiene el poder, la capacidad y la fuerza para realizar todas las tareas productivas que demuestren que es el mejor de todos, que puede superar todos los retos y tareas de su actividad productiva y que, lo puede hacer, sin importar la adversidad de las circunstancias ni las precarias condiciones externas que puedan rodear a su actividad productiva.
Así, el sujeto productivo se esfuerza infinitamente y por su propia voluntad diciendo que “sí puede” realizar toda tarea productiva que se le proponga; y entrega, sin que nadie le supervise o le castigue, hasta el último gramo de su fuerza vital.
En la sociedad del rendimiento, basada en el “sí puedo”, el sujeto solo se ocupa de sí mismo y se debe solo a sí mismo, por eso su interacción en las redes sociales es un permanente acto de autoafirmación en sus propias creencias, actitudes y discursos que, además, es alimentada diligentemente por los algoritmos que reiteran infinitamente las búsquedas que hace el sujeto en esas redes sociales, dándole más y más de lo mismo. Por eso, los otros sujetos han desaparecido como tales, o son irrelevantes, o se han convertido en meros medios para alcanzar sus propósitos, en mercancías u objetos de su deseo, consolidando así el exceso de positividad.
Consecuentemente, todo lo que importa es qué puede hacer consigo mismo el sujeto para lograr los niveles de rendimiento que le den el pasaporte al éxito. Lo paradójico es que, mientras siga trabajando y actuando desde esta dinámica del rendimiento, el éxito (sin importar lo que ello implique para cada individuo) siempre será una zanahoria atada al extremo de un palo, que sujeta la mano invisible del amo que monta al asno.