Por Fernando Buen Abad

En la geopolítica contemporánea, la diplomacia cubana se erige como una de las expresiones más singulares de inteligencia estatal en un sistema internacional estructuralmente desigual.

La batalla diplomática de Cuba permite comprender ese desempeño de dignidad política no como una secuencia episódica de posicionamientos coyunturales, sino como una praxis de larga duración que combina lucidez estratégica, acumulación simbólica, disciplina organizativa y una constelación de principios orientados a la defensa de la soberanía en un entorno dominado por la asimetría sistémica.

La política exterior cubana, marcada por el peso material de un bloqueo inhumano, ha debido reinventarse continuamente sin abandonar una gramática de principios. Esa combinación entre flexibilidad táctica y solidez ética constituye una de las claves para entender su éxito.

Toda esa asimetría que condiciona el accionar internacionalista de Cuba no es únicamente económica ni militar; se manifiesta también en el terreno comunicacional, epistemológico y jurídico.

Es un sistema que intenta fijar los marcos de interpretación ilegítimos, establecer jerarquías burguesas de actores intoxicados con odio y definir unilateralmente los límites de acción aceptables para los países del Sur. Imperialismo en su fase más injusta.

En este contexto, la diplomacia cubana opera como un dispositivo contra-hegemónico que combate la desigualdad estructural al exhibir sus mecanismos y sus estrategias de disciplinamiento.

Cuba ha desarrollado, así, una práctica diplomática que articula la denuncia fundamentada, la construcción de alianzas, la cooperación Sur-Sur, la defensa del multilateralismo y la desobediencia estratégica frente a los intentos de imposición unilateral. Es decir, lo realmente nuevo para los seres humanos.

Tal batalla diplomática implica no sólo el despliegue de argumentos correctos, sino la capacidad de generar correlaciones de fuerza lingüísticas y políticas.

Diplomacia no es sólo negociación, es disputa por la re-significación del orden internacional.

Cuba ha comprendido que el campo diplomático es un espacio donde se juega la legitimidad, y que la legitimidad es un insumo fundamental para resistir presiones materiales.

La táctica consiste en trastocar la narrativa dominante, en visibilizar la violencia estructural que opera bajo formas supuestamente neutrales, y en promover un lenguaje internacional donde conceptos como soberanía, autodeterminación, cooperación y justicia no sean meras abstracciones sino categorías operativas. Hablar con la verdad de los pueblos.

Así, la solidaridad internacional que Cuba ha sostenido durante décadas —particularmente en los ámbitos de la moral de lucha, la ética, la salud, la educación y la formación técnica— funciona también como una forma de diplomacia ampliada.

Estas prácticas no son actos “caritativos” sino expresiones de un internacionalismo que disputa el sentido mismo de la cooperación. Al generar vínculos concretos con países del Sur global, y de todo el planeta, Cuba construye una red de reciprocidades políticas y simbólicas que se despliega como un escudo frente a la presión imperial.

La cooperación médica, por ejemplo, no sólo salva vidas; produce capital político, educa a todos, fortalece alianzas, genera memoria histórica y consolida la idea de que otro tipo de relaciones internacionales es posible incluso en condiciones de extrema desigualdad material.

Todo el carácter asimétrico del capitalismo también obliga a Cuba a actuar en un espacio donde el margen de error es mínimo. La diplomacia cubana se caracteriza por la precisión técnica, la cuidadosa administración del tiempo político y la lectura rigurosa de las relaciones de fuerza.

En esta lógica, la defensa del multilateralismo no es una consigna abstracta, sino una estrategia de supervivencia. El multilateralismo ofrece a los Estados pequeños un entorno donde pueden amplificar su voz, construir consensos, frenar iniciativas agresivas y protegerse de la arbitrariedad unilateral.

La inserción cubana en foros internacionales, desde la ONU hasta los mecanismos regionales, aporta a la construcción de un contrapeso simbólico que permite compensar, al menos parcialmente, la desproporción material.

Esa batalla diplomática es también una batalla comunicacional. Durante décadas, Cuba ha debido enfrentar campañas mediáticas destinadas a erosionar su legitimidad interna y externa. Para contrarrestarlas, ha desarrollado una estrategia comunicacional que combina la denuncia fundamentada, la producción de información precisa y la articulación con redes internacionales de solidaridad.

La diplomacia cubana no actúa en solitario; se nutre de una comunidad global que, aunque diversa y heterogénea, coincide en la defensa del derecho de Cuba a decidir su propio destino.

Relacionarse con un mundo asimétrico implica también gestionar contradicciones. Cuba debe dialogar con actores que, aun siendo ideológicamente opuestos, tienen capacidad de incidir sobre su entorno económico y político.

La habilidad para sostener principios sin caer en el aislamiento es uno de los rasgos más notables de su accionar. La diplomacia cubana ha demostrado que es posible combinar firmeza con pragmatismo, siempre que el pragmatismo no implique renunciar a la soberanía ni a los fundamentos éticos que estructuran su proyecto político.

Esa tensión permanente —entre la necesidad de sobrevivir en un sistema hostil y la decisión de no subordinarse a sus reglas injustas— es uno de los núcleos más complejos de su quehacer diplomático.

Entender la diplomacia cubana como una lucha humanista donde se ensayan formas de resistencia estatal frente a la hegemonía. La “batalla” no es un episodio aislado; es un proceso histórico que se renueva constantemente. En un escenario internacional marcado por la concentración del poder capitalista, por la financiarización de las relaciones económicas y por la militarización de la política exterior de las grandes potencias, la experiencia cubana ofrece una evidencia, incluso en condiciones de desventaja extrema, un Estado puede articular una política exterior soberana si dispone de claridad estratégica, cohesión interna y capacidad de construir legitimidad internacional.

Así, la batalla diplomática de Cuba no es sólo un acto defensivo; es una ofensiva intelectual que desestabiliza la naturalización de la desigualdad mundial. La insistencia en denunciar el bloqueo, en promover la integración latinoamericana y caribeña, en defender los marcos multilaterales y en sostener una ética internacionalista constituye un programa diplomático que se proyecta más allá de sus propios intereses nacionales. Se trata de una pedagogía política que invita a otros pueblos y gobiernos a repensar sus propios márgenes de acción dentro de un orden injusto, pero no invencible.

En esa lucha, Cuba produce no sólo política exterior, sino pensamiento estratégico humanista. Lo realmente nuevo para la especie.

Por RK