La noche del 12 de octubre de 2019 quedó grabada, como ninguna otra, en mi memoria sonora y en el rincón más sensible de los recuerdos políticos de todo mi recorrido periodístico.
Concentrado en la transmisión y en los reportes en vivo recurrentes que debía hacer desde la subsede de TeleSUR en Quito, esperaba junto al equipo técnico la llegada de la hora del cacerolazo. Terminé mi reporte, emotivo y ansioso, me retiré los audífonos y micrófono y llegó la hora esperada: eran las 20:00. Puntuales como casi nunca los ecuatorianos empezaron la sinfonía del metal y la protesta más sentida desde hace muchos años. Y por todo mi cuerpo recorrió una vibración musical, erótica y política.
Ubicada en una zona “pelucona” de Quito, desde la subsede de TeleSUR me parecía muy difícil que podría escuchar el cacerolazo. Convocado por la gente, espontáneamente, vía redes sociales y los pocos medios alternos a la gran prensa comercial y oficial, colgada y esclava del relato presidencialista, esa convocatoria ocurrió. En esa zona, el repique comenzó leve, quizá de dos o tres personas. Al minuto ya eran decenas y yo con mis compañeros nos unimos con una simple cuchara y un jarro. Los sacamos por la ventana e hicimos parte de ese gran torrente ciudadano sentido por todo el país, a pesar de aquellos que quisieron confundir diciendo que era un homenaje a la paz. Al revés: por los testimonios recogidos de diversas amistades, fue un grito de rebeldía y de cansancio, de irritación colectiva y de desasosiego individual. Desde mi padre, con más de 80 años, que hizo salir bien abrigada a mi madre y con su ejemplo a muchos de sus vecinos; el padre de Iván, mi médico, que tiene más años que el mío, se fue a la avenida Intervalles a hacer oír su cacerola; y también decenas de amigos y parientes, tuvieron en sus manos un arma poderosísima que no haría una revolución, pero al menos dejaría marcada la historia del Ecuador.¿O esa también fue una revolución y no nos dimos cuenta?
Y cuando volví al siguiente reporte en vivo, en la emisión de TeleSUR, unos 20 minutos después de iniciado el cacerolazo del 12 de octubre, tuve que tragar mucha saliva, apretar los puños, asentar los pies sobre el piso, para impedir que me sobrecogiera la emoción y brotara el llanto, al momento de contar al mundo que el cacerolazo continuaba más frenético y erótico, tal como lo sentía. Estuve a punto de quebrarme de la emoción y me controlé. Conté que el sonido inundaba esa zona y por los reportes de muchas personas en los más de 100 grupos de Whatsapp de los que participo dije que era un acontecimiento nacional, total.
Al escribir esto, tres meses después, exactamente, de lo ocurrido, resuena en mis oídos ese cacerolazo. Sin adjetivos. Un sonido armónico. Un golpeteo metálico. Desde un inmemorial recuerdo. Superando incluso esas épicas batallas estudiantiles de los años ochenta. O los paros y movilizaciones que tumbaron tres presidentes en menos de diez años.
Ese 12 de octubre de 2019, en pleno “Toque de Queda”, salí por la mañana a recorrer las calles de este Quito enmarañado. Pensé deambular por avenidas desiertas y por barrios silenciados y encontrarme con gente recelosa y desconfiada. Pero no. Fui a mi barrio de nacimiento, San Juan, de donde salían hacia El Ejido jóvenes y adultos mayores, en una concurrencia rebelde y reveladora. Me fui hacia El Bosque y los barrios por arriba de la avenida Occidental y bajaban decenas de personas para ir a ningún lado, con la garganta agotada de reclamar respeto y libertad. Y terminé mi recorrido por el otro lado: hacia el oriente de la ciudad. El mismo retrato: mujeres y niños, de la clase media baja, reuniéndose para acompañar la protesta popular. Eso me dijo una señora y le aclaré: usted es la protesta, ustedes son los manifestantes, no hay otros. Y en la noche, con el cacerolazo retumbando por toda nuestras vecindades, entendí que el tiempo de la rebelión de los humildes y de los desencantados había empezado y no necesariamente sería para tumbar un gobierno o cambiar de presidente, sino para demostrarnos que con miedo y todo teníamos otro poder en nuestras manos y algún día se podría graficar (quizá en el voto o en otro levantamiento).
¿Qué hizo ecualizar a casi todos los ecuatorianos en esa protesta sonora, privada, en algunos casos semiclandestina, como una acumulación de tantas frustraciones, en rechazo a una traición histórica y, sobre todo, en respuesta a tanta violencia y soberbia de un poder perverso y arrogante?
No sé si hay una sola respuesta. Escribiendo esto, este 12 de enero, mientras recuerdo que hace tres meses me conmoví al infinito con ese retumbar de cacerolas, solo tengo una respuesta ingenua: es el tiempo. Sí, el tiempo tiene su ley, tal como la gravedad, que coloca a cada uno en una condición de soledad y devenir. Abusaron de la inteligencia y creyeron que con el tiempo justificaríamos sus mentiras y sus arrebatos. El tiempo pasó y acumuló. Nos hizo menos crédulos. Rebasó el constructo del miedo y de la indiferencia. Nos devolvió las razones que la “razón republicana” no entiende. Y supe, como dice el poema de Eliseo Diego (“no poseyendo más/entre cielo y tierra que/mi memoria, que este tiempo…”) que llegaría la hora del levantamiento y del encantamiento, del deseo y del encuentro, en un futuro cercano, para recuperar ese otro poder dado por el deber y la verdadera locura: cambiar el mundo, aunque nos cueste morir en el intento.