Por Abraham Verduga
Estimada Carolina,
No sé bien a quién me dirijo. Prefiero entonces escribirle al personaje que exhibes en tu biografía de X: la ambateña; comunicadora; que ya escribió un libro, plantó un árbol y tuvo hijos; que ahora dice no querer plantar más árboles ni tener más hijos. A la que se autoproclama #Insolente #SinGrillete (sic).
Hubiera querido dirigirme a la otra Carolina, a la que alguna vez llamé con cariño compañera, con quien compartí pocos pero hondos intercambios. A esa mujer que debatía con lucidez, que se plantaba contra la violencia política, que no temía incomodar con inteligencia y sin miedo, incluso en los espacios más hostiles. Esa Carolina que parecía estar hecha de otra madera. Pero esa Carolina ya no está. O quizás está, pero enterrada bajo la máscara de la vocera oficial.
No busco el insulto, sino el entendimiento. Y, sin embargo, cuando supe que habías aceptado ser la portavoz de este gobierno, pensé que era un mal chiste. Luego creí que era ingenuidad —y me sorprendió, porque nunca fuiste ingenua—. Hoy confirmo lo más desolador: que entregaste tu voz al poder. Y no a cualquier poder, sino al poder de un régimen maldito que lo único que sabe es triturar. Como lo hizo Fausto Jarrín, ese “comunista” de utilería; como Marcela Holguín, figura hueca que convirtió la palabra “lealtad” en franquicia de ocasión (vaya ironía). Ellos siguen facturando, pero ya son cadáveres políticos. Y tú, Carolina, me temo que has elegido la misma senda.
Recuerdo una frase tuya: “Si usted difunde fake news y es periodista, usted no solo es pendejo, quizá usted no es periodista”. ¿Qué piensas hoy de quienes tuercen la realidad hasta romperla? ¿Qué piensas de los contorsionistas retóricos que llaman “orden” al atropello, “paz” a la represión, “terrorista” a un campesino asesinado? ¿Qué piensas de quienes convierten la infamia en discurso de Estado?
Te recuerdo solidaria cuando mi hermano fue brutalmente perseguido por enfrentarse a la banca privada y a la hoy embajadora Lady Diana Salazar —la fiscal que tanto despreciabas y con la que ahora compartes techo político—. Te agradecí entonces, y por eso duele tanto ahora. Porque no se trata de la traición de un extraño, sino de la abdicación de alguien que creíamos cercana. Tu metamorfosis no es un error; es la claudicación ante lo que alguna vez juraste defender.
Y sí, tu caso me duele. Porque me obliga a preguntarme si la coherencia —ese valor que siempre pensé sagrado— no es más frágil, más quebradiza, de lo que quisiéramos aceptar.
Dime, Carolina: ¿cómo se duerme después de vender el alma? ¿Cómo se sostiene la mirada en el espejo cuando ya no reconoce su reflejo? ¿Qué se siente ser la portavoz del CEO de esta hacienda llamada Ecuador, de un dictadorcito con delirios de grandeza y luces tan escasas que confunde la patria con su herencia, que cree que gobernar es posar ante cámaras mientras negocia deudas propias y ajenas? ¿Qué se siente ser compañera de equipo de Diana Salazar, esa operadora de la venganza premiada como embajadora de la impunidad?
Eres la voz oficial de un gobierno que acaricia a los banqueros y castiga a los más pobres; que (se) condona fortunas mientras sube combustibles; que desmantela ministerios y políticas sociales, que abandona hospitales y reemplaza las obras por marketing de caridad. La triste vocera de los chalecos de cartón, de Progen, del régimen que calló ante el atroz crimen de los niños de Las Malvinas, del saqueo frustrado del Campo Sacha, del “Plan Fénix” que encubre una inseguridad desbocada, de la droga que viaja en cajas de banano mientras se persigue a comuneros –en tu boca: ”terroristas”– por defender el futuro de sus hijos.
Eres también la voz de un Estado arrodillado ante Washington, que aplaude sin rubor el genocidio en Gaza. La voz de un gobierno que decidió ponerse del lado de la masacre y no de la dignidad humana. Y eres, sobre todo, la vocera de un régimen que dispara contra su propio pueblo.
Tu rueda de prensa tras el asesinato de Efraín Fuérez lo mostró con crudeza: evasivas, criminalización, la incomodidad de no poder explicar por qué Noboa nunca da la cara en momentos como este. Y tú, con tono altivo y poca empatía, djiste que tu opinión no importaba. Como si la vocera de un gobierno pudiera darse el lujo de no pensar. Como si las palabras fueran un trámite sin consecuencias.
Pero tú sabes, Carolina. Sabes lo que significa soberanía. Sabes lo que implica hablar de bases militares estadounidenses en suelo ecuatoriano. Sabes lo que significa ceder, lo que significa rendirse. Y, sin embargo, eliges callar.
¿Cómo puede alguien cambiar tan rápido? ¿Cómo carajo miras a los ojos a tus hijos? ¿Qué queda de la dignidad cuando se alquila la voz al verdugo?
La historia es implacable, excompañera. Siempre desnuda a quienes creen disfrazarse de poder. Y cuando lo haga contigo, no dirá que fuiste insolente ni libre. Dirá que fuiste la voz prestada de un régimen maldito.
Con sincero desconcierto —y con dolor por lo humano que se pierde—,