Por Fabrizio Casari

Por primera vez desde 1992, un presidente actual no es reelegido para un segundo mandato. Sobre todo, por primera vez, en lugar de generar expectativas para los que llegan, produce suspiros de alivio y alegría por la expulsión de los que estaban. ¿Por qué? Porque la de Biden no es una victoria que preludie un cambio de sustancia.

Desde el punto de vista del estilo de gobierno, está claro que Biden tiene una educación formal y una cultura política que lo diferencian a años luz del patán probado desahuciado, e incluso desde el punto de vista del comportamiento parece difícil de asimilar. Es poco probable que Biden llame “shithole” a los países del sur del mundo, proponga usar armas nucleares contra un tifón o lejía contra Covid; al menos nos ahorraremos esto.

Pero si a nivel estético la diferencia será evidente, no lo será en la sustancia de las politicas. Ambos son partidarios convencidos del modelo y defensores enérgicos del excepcionalismo americano, que no es otra cosa que la interpretación comprensiva del imperialismo. Ambos creen que las finanzas deben ser la palanca central del sistema económico y que los bancos deben desempeñar el papel de dirección técnico-política de las políticas fiscales. Ambos aceptan que son las grandes corporaciones las que indican el listón de las políticas socioeconómicas y ambos creen que el papel del Estado debe reducirse al de un órgano intermedio que se coloque entre los ciudadanos y los poderes fuertes, con los primeros de víctimas y los segundos de verdugos.

Pero, sobre todo, ambos quieren que todo el planeta pague las facturas del modelo americano, es decir, el que prevé que el 4,5% de la población mundial consuma, por sí solo, alrededor del 34% de los recursos disponibles y que, produciendo sólo 11 de ellos, tenga que ir a llevarse los que faltan de los recursos de otros países y, además, no tenga que pagarlos. Para que esto suceda, se necesita desestabilizaciónes y guerras, y por lo tanto un aparato militar que esté a la altura de la tarea. Las seis flotas navales y las 725 bases militares con 300.000 soldados en todo el mundo sirven para asegurar que el plan pueda ser implementado.

En resumen, ambos creen que los Estados Unidos pueden y deben saquear, matar, ocupar países y controlar los recursos de todos, y evitar la competencia o las diferencias con ellos. El modelo, desprovisto de tecnicismos y sofismas, tiene una fisonomía feudal que es esencialmente ésta: los EE.UU. mandan y el resto del mundo obedece.

Así que emocionarse por Biden parece fuera de lugar pero tambìen sentir lástima por Trump definitivamente no es factible. No nos haràn falta el Ku Klux Klan y los Nazievangelicales en la Casa Blanca. No echaremos de menos a un presidente que alaba a la policía para que mate a negros e hispanos. No lloraremos por la salida de una bestia ignorante que arrebata a los niños de sus madres y los encierra en jaulas. No nos arrepentiremos de oír que el muro que tanto deseaba al final se construyó con papeletas electorales con el nombre de su oponente.

Aquellos que consideran el trumpismo como un sacrificio soportable contra el globalismo estadounidense presentado con buenos modales y corrección política por los demócratas, parecen inclinarse a reconocer al magnate una receta para el re-crecimiento de la economía estadounidense que comienza con la generación de trabajo, necesaria para reiniciar la demanda y el consumo internos. Pero es una ilusión óptica, la realidad ha contado números completamente diferentes. Se esperaba una contención del déficit comercial, incluso en presencia de una mayor deuda externa, pero no fue así: ambos aumentaron a niveles nunca conocidos y no hubo reducción de la deuda externa.

Sería injusto y en gran medida insincero creer que las graves dificultades en que se encuentran los Estados Unidos son sólo hijas de los últimos 4 años, pero es cierto que la llegada de Trump ha exacerbado aún más el fracaso de un modelo darwiniano y excluyente. En el país donde vive el 41% de las personas más ricas de todo el planeta, 48 millones de estadounidenses están sin hogar y luchando por satisfacer sus necesidades. Un millón y medio de niños no tienen acceso a la educación secundaria. 12 millones de estadounidenses están sin seguro médico (hasta la llegada de Trump podían al menos usar el Obamacare, el sistema público reformado por Barak Obama). El Medicare, al que Trump ha privado de fondos, es una sombra de lo que fue y no hay lugar para reconsiderar, ni siquiera ante una pandemia cuyos resultados, gracias precisamente a la privatización total de la salud, son dramáticos. Es difícil encontrar algo que se pueda atribuir al «menos peor» ya que ha ordenado ventajas de todo tipo para la parte más rica del país y para las grandes corporaciones.

Las mismas personas que indican en Trump el «mal menor» creen que en política exterior, en conjunto, tuvo una mano liviana en comparación con el espíritu belicoso de sus últimos predecesores, incluido Obama. ¿Pero es realmente así?

Del partido democráta, que vive de la rusofobia y de lo políticamente correcto es bueno ser cauteloso, pero la fobia anti-china de Trump no era menos peligrosa. Es cierto que la historia de los Estados Unidos propone el adagio por el cual los demócratas inician las guerras que los republicanos cierran, pero además de ser un lugar común que no siempre se encuentra en la realidad y hay que decir que con Trump el nivel de arrogancia imperial se manifestó sin ni siquiera distinguir entre adversarios y aliados. Desconoció los acuerdos climáticos alcanzados en París y se retiró de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. Canceló el acuerdo con Irán a favor de Israel. Trasladó la embajada de EE.UU. en Israel a Jerusalén, asestando un golpe mortal al ya agonizante plan de paz, al derecho internacional y al respeto a la neutralidad de los tres cultos monoteístas.

Ha decidido retirarse del tratado de misiles balísticos de medio alcance con Rusia, que ha convertido a Europa en un blanco antes que en un aliado.
Trump – es cierto – no inició las guerras y, aparte de un bombardeo de Siria ordenado a raíz de una mentira mediática y política que dio a las tropas de Assad un ataque químico que nunca ocurrió, no dio luz verde a los ataques militares en todo el mundo. Pero esto no puede reducir el peso de la presión violenta que ha ejercido mediante el endurecimiento de los bloques, la imposición de sanciones (75 países las están sufriendo), la amenaza de intervención militar y la promoción de golpes de Estado (Bolivia), los intentos de golpe de Estado (Nicaragua y Venezuela), y el endurecimiento de los bloques criminales contra Cuba y Venezuela cada día. Esta administración, en desprecio a los organismos internacionales, ha externalizado la política internacional, entregándose a Arabia Saudita e Israel en el escenario de Gibraltar a los Dardanelos al Golfo Pérsico, mientras que la mafia cubano-americana y terrorista de Florida ha entregado las políticas en América Latina. Y difil es, ademàs, olvidar el asesinato del General iranì Quassem Soulimani.

No ha retirado de los teatros de guerra a ningún soldado, no se ha desmantelado ninguna base, no se ha revisado una ocupación de tierras extranjeras, a diferencia de lo que prometió para ser elegido. Por otro lado, las capuchas blancas del Ku Klux Klan y las sectas nazi-evangelicas han abarrotado la Casa Blanca en estos 4 años: el segregacionismo y el suprematismo, productos rancios de algunas minorías en algunos estados, han encontrado su papel político gracias a Trump.

No alegrarse por Biden es legítimo, pero no hay tristeza por la expulsión de Trump. No será Biden quien harà los Estados Unidos respetuosos del multilateralismo y el Derecho Internacional, pero en ningun momento puede haber nostalgia de su predecesor. La suma de dos peores nunca produce un mejor.

Por Editor