Por Abraham Verduga

Camino por las calles, por las plazas, por estas piedras que han soportado siglos de pasos, y la certeza de que la bondad existe se impone silenciosa. No es un lujo, no es un adorno, no es un rasgo amable que podamos exhibir. Es un acto de resistencia, la más radical de las virtudes. Y, sin embargo, vivimos en un mundo que nos enseña a desconfiar de ella, a temerla, a despreciarla.

La lógica que nos rodea es despiadada: triunfar significa vencer, arrebatar, aplastar. Nos enseñan que quien es bueno es ingenuo, que la bondad es debilidad, que el poder y la astucia son los únicos caminos. Los “ganadores” brillan en portadas y pantallas; su arrogancia se celebra, su violencia se premia, y la ley de la selva se proclama como norma universal. Incluso las gesticulaciones públicas de “caridad” se presentan como virtudes, pero a veces no son más que violencia disfrazada: imágenes de autoridades golpeándose el pecho en misa, posturas de penitencia y generosidad que no son más que espectáculo, que no sanan ni alivian, que alimentan la desigualdad que ellos mismos propician.

Y aun así, la bondad sigue ahí, persistente y silenciosa, como un hilo invisible que sostiene la bóveda de la vida. Se filtra en los gestos más simples: un pan elegido con cuidado, un abrazo inesperado, una mano amiga en una situación de apuro, la risa de alguien que da sin exigir. Esa bondad es la que nos mantiene humanos, la que nos permite resistir la lógica de la crueldad, la competencia a cualquier costo, la falsa admiración por quienes aplastan para ganar.

La bondad no es amable; es feroz. Es la paciencia frente a la impaciencia, la escucha frente al ruido, la entrega frente a la indiferencia. Es un acto que desafía el culto al “ser sabido”, al que presume de ser el peor enemigo, al que vende su astucia como virtud suprema. En un Ecuador que aplaude la victoria a cualquier precio, la bondad es la verdadera revolución.

Se hace colectiva también. Cuando nos unimos bajo la lluvia por justicia, cuando levantamos la voz frente a la violencia, cuando compartimos sin calcular, se vuelve un acto telúrico de rebeldía. Porque ser bueno en este mundo —en este tiempo donde triunfan los arrogantes, los insultadores histriónicos, los calculadores, los que creen que todo se vale— es un acto de coraje.

El mundo nos dirá que la bondad no paga, que solo triunfan los despiadados, los ambiciosos, los que “tienen huevos”, que la ley de la selva es la norma. Pero lo que realmente sostiene la vida, lo que nos hace humanos, lo que da sentido a los días, es la bondad: silenciosa, humilde, imposible de falsear, imposible de subordinar al interés.

Camino lejos de mi país, pero lo siento en la piel cada día, lo palpo en el aire que respiro, lo sufro en la distancia que no me deja olvidar. Sé con certeza que no hay gente más buena que la nuestra, especialmente nuestra gente humilde, esa que algunos confunden con ingenua y que otros intentan envenenar con desconfianza, miedo y mentiras. Y sin embargo, esa misma gente sostiene la vida con gestos tan simples que a menudo ni notamos. Porque la bondad no necesita aplausos. No requiere reconocimiento. No se exhibe. Existe y, en su existencia, nos salva.

En un país donde la crueldad se vende como fortaleza y el egoísmo como inteligencia, la bondad sigue siendo la marca auténtica del ecuatoriano. No es noticia, no es espectáculo, pero es lo que nos mantiene vivos, íntegros, humanos. Y mientras exista alguien que elija ser bueno, habrá esperanza. La bondad es, y siempre será, la victoria verdadera.

(Llegará… llegará ese día en que los militantes de ese valor tan menospreciado se unan y transformen la tragedia en posibilidad).

Por RK