En su obra El Mito del Populismo en el Ecuador (1980), Rafael Quintero identificó las siguientes restricciones a la participación en las elecciones de 1931 y 1933:  exclusión electoral de la población analfabeta (más del 60% de la población de 21 años y más); restricciones en la inscripción electoral pues era personal, con costo monetario y exigía una renovación periódica en juntas abiertas solo por diez días; y restricciones en el ejercicio del sufragio:  limitación de mesas por parroquia, así como requisitos de residencia, entre otros.  Todos estos mecanismos –dice el autor- se volvieron “una cínica ostentación de …astucia y artimaña electorera” de la derecha política, organizadora de los procesos electorales, mientras para la mayoría del pueblo constituyeron una “brutal discriminación” que los suprimió selectiva y sistemáticamente de la participación política por varias décadas.

Esta brutal discriminación ha retornado al sistema político ecuatoriano en los últimos tres años.  Así, en pleno siglo XXI y, supuestamente, en el marco de una democracia liberal, hemos retrocedido, en realidad, a la República Oligárquica del siglo pasado. Incluso, las restricciones señaladas por Quintero palidecen frente a las impuestas a la participación de la corriente progresista en los tres últimos procesos electorales.

Ahí están, por ejemplo, las restricciones para ser candidatos/as.  En las elecciones al Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS) de 2019, se inhabilitó a afiliados o dirigentes de partidos y movimientos políticos y a dignatarios electos durante los últimos cinco años, y a quienes hubiesen ejercido cargos de libre nombramiento y remoción en los últimos diez años, más claro, a ex colaboradores de la Revolución Ciudadana. O el manejo discrecional de la función electoral para modificar reglas de última hora, como la insólita propuesta del vocal Verdesoto de contabilizar como tres cada voto nulo por el CPPCS en dichas elecciones, a fin de anularlas ante el inminente triunfo progresista. O, en el mismo proceso, las ilegales notificaciones de posibles descalificaciones a cuatro candidatos/as que culminarían, luego de su triunfo en las urnas, en su infamante destitución en la Asamblea Nacional promovida por la alianza del partido de gobierno (AP), socialcristianos (PSC) y partidarios del banquero Lasso (CREO).  

Si del proceso electoral actual se trata, está minado de restricciones. Ahora le tocó el turno a la inscripción electoral con la exigencia de “presencia física” para la aceptación de candidaturas, rompiendo con los protocolos telemáticos admitidos en los otros pasos de la inscripción, en el objetivo de impedir la participación de ciudadanos/as migrantes y, con dedicatoria exclusiva a la candidatura vicepresidencial de Rafael Correa. Asimismo, restricciones en el ejercicio del sufragio con el anuncio de la eliminación de juntas electorales en el exterior, que complicaría la concurrencia, dada la dispersión de electores, mecanismo también orientado a restringir el voto de los/as migrantes.   

Pero, sin duda, el más retardatario mecanismo de retorno al sistema político restrictivo de la República Oligárquica, es el fenómeno nuevo de la proscripción política del progresismo, evidenciado en los continuos impedimentos del CNE a su registro electoral en 2018 y 2019, que ha culminado este 17 de septiembre de 2020 con la eliminación de Fuerza Compromiso Social (listas 5), movimiento en el que se había cobijado la Revolución Ciudadana en las elecciones seccionales de 2019,  con excelentes resultados. Todo ello, resultado de una operación  coaligada de todas las funciones del Estado en contra del progresismo acompañada de un clima de violencia político-electoral, censura ideológica y campañas permanentes de estigmatización simbólica. No contentos con ello, ahora hay voces que advierten que el CNE no aceptaría la inscripción del binomio Aráuz-Rabascal, lo que significaría frustrar la participación electoral de una corriente política que superaría el 40% de las preferencias actuales. 

Los bloqueos pasados y presentes a la participación del pueblo ecuatoriano no revelan sino el continuo fracaso de las oligarquías para legitimar la renovación de su poder político por la vía electoral.  Desde 2017, estos crecientes abusos no han pasado desapercibidos para las masas.  Al contrario, mientras la burguesía neoliberal se ha ido hundiendo en un pozo sin fondo de ilegalidad, ilegitimidad y rechazo popular en una caída, al parecer, imparable, el progresismo ha ido resurgiendo, venciendo las violentas murallas que la dominación ha pretendido levantar entre él y su pueblo y reencontrándose con éste.

Esta oligarquía se equivoca si insiste en sus crímenes contra la democracia. Ya no somos los/as analfabetos/as marginados de los años 30. Somos una corriente política popular, autoconsciente y mayoritaria.  Si a los oligarcas no les importa la legitimidad porque creen poder reemplazarla por la manipulación mediática, al pueblo progresista sí le importa, y mucho, la legitimidad del poder.  Por ello, si en otra de sus sucias jugadas la derecha política que controla el CNE no acepta la inscripción del binomio Aráuz-Rabascal, el pueblo progresista no reconocerá jamás ese proceso electoral espurio y desconocerá cualquier gobierno que intente nacer de semejante fraude electoral.   

Por Editor