Por Abraham Verduga
En su ensayo Straw Dogs, el filósofo inglés John Gray sostiene que el progreso técnico y científico es real y acumulativo, pero que el progreso moral no lo es. Las sociedades pueden descubrir vacunas, enviar sondas a Marte y digitalizar la vida entera, pero eso no las hace más humanas. La capacidad de infligir dolor, advierte Gray, no desaparece con la modernidad, solo se vuelve más sofisticada, más eficiente, más fría.
Y pienso en Ecuador. Pienso en lo que se nos quiere vender como el “Nuevo Ecuador”, esa marca publicitaria del actual gobierno, y no puedo evitar concluir que estamos viviendo un retroceso moral sin precedentes. Porque el gobierno de Daniel Noboa representa una novedad en nuestra historia republicana. Sus más recientes antecesores, Lenin Moreno y Guillermo Lasso, fueron nefastos, sí; sin ellos no se entendería la tragedia nacional, pero eran parte de nuestro sistema político, con todos sus defectos y mediocridades. En sus gobiernos la disputa se daba dentro de los márgenes de lo que entendíamos como política: más Estado o menos Estado, más impuestos o menos impuestos, más privatizaciones o más servicios públicos.
Había, sin embargo, algo que no se discutía: si provocar dolor estaba bien o estaba mal. La crueldad no era un valor aceptable –salvo, claro, cuando se trataba de perseguir a los correístas, “aunque nos cueste en la economía”, valga el matiz–. Daniel Noboa ha roto ese pacto civilizatorio. Su gobierno —y su partido ADN— hacen gala de dos antivalores que hoy parecen medallas: la ignorancia entusiasta y la crueldad.
La ignorancia entusiasta es casi una estética de poder. Basta mirar a los cuadros del oficialismo: discursos parlamentarios que dan vergüenza ajena, plagados de mentiras y barbaridades lingüísticas. El presidente de la Asamblea, Niels Olsen, parece más preocupado por el brillo en su peinado que por amueblar la cabeza. Hace poco protagonizó un video “educativo” donde pretendía explicar el delito de extorsión… escribiéndolo con C: extorción. Así, con toda la autoridad de quien cree que enseñar es cuestión de producir buenos tiktoks.
No se queda atrás el propio Noboa, que esta semana citó a Nietzsche sin haberlo leído en su puñetera vida, usando una frase que el filósofo alemán jamás pronunció. Ni hablar de las intervenciones cantinflescas de algunos legisladores de ADN, donde se ha escuchado hablar de los “verbos” resolvido, descubrido y rompido, o de aquella exministra de Ambiente, ahora congresista, que aseguró que la Amazonía es un país.
Ser de ADN, parece, exige un requisito mínimo: ser un semianalfabeto convencido, pero con ínfulas de influencer.
Y mientras tanto, la crueldad se instala como política de Estado. Se expresa tanto en el desprecio por la verdad como en el placer por el castigo. Lo vemos en la persecución abierta contra figuras como Aquiles Álvarez, alcalde de Guayaquil, a quien “la justicia” mantiene con grillete electrónico por atreverse a desafiar al presidente. Lo vimos en campaña, cuando Noboa trajo al mercenario Erik Prince —fundador de Blackwater— para acusar al correísmo de pactos con el narcotráfico sin una sola prueba. Prince llegó aún más lejos, en total impunidad, afirmó que un hijo de la candidata Luisa González era de Rafael Correa, pisoteando la verdad, la decencia y los derechos de un menor, mientras los suyos lo celebraban con risas y aplausos.
Y lo vemos hoy, en los indicios de vínculos turbios entre el poder y el crimen organizado, como el caso Porsche, denunciado por el propio alcalde Álvarez ante la Asamblea Nacional: un carro de alta gama, propiedad de Industrial Molinera —empresa de la familia Noboa—, apareció en la casa del sospechoso de un atentado terrorista en Guayaquil. Las cámaras lo registraron. Las placas lo confirman. Y la Presidencia, en lugar de dar la cara, canceló la rueda de prensa de su vocera.
¿Qué pasaría si ese Porsche estuviera a nombre de Ricardo Patiño?, se preguntaba Aquiles. Seguramente ya tendríamos allanamientos en cadena, portadas histéricas, grilletes relucientes y prisiones preventivas al granel. Pero cuando el pus tiene apellido Noboa, el silencio se vuelve norma, y la justicia, selectiva.
Pero el régimen se ufana de un supuesto “progreso”: la caída del riesgo país, una lluvia de inversiones que nadie ha visto, y milagros económicos que parecen salidos de un cuento de hadas. “Algo maravilloso y mágico está ocurriendo, y se siente en el ambiente”, proclamaba con desparpajo la madre de Noboa desde la Asamblea, aplaudiendo al “Nuevo Ecuador” que su hijo lidera mientras se gasta dinerales en lobbies para posar junto a su ídolo Donald Trump. Todo ese despliegue de brillo y autopromoción no significa ni un ápice de progreso moral: los indicadores no limpian la desvergüenza, ni los panegíricos de la prensa pautada la crueldad.
Siguiendo a Gray, lo cierto es que la humanidad no progresa moralmente: cada generación debe defender sus avances éticos una y otra vez, porque la barbarie siempre está esperando su oportunidad. No ser cruel con los otros es un avance moral. Pero ese avance nunca está ganado.
Noboa no lo entiende, ni le interesa entenderlo. Es de los pocos mandatarios que se ha permitido celebrar abiertamente la masacre en Gaza y respaldar a Israel sin un ápice de compasión por las víctimas. Para él, el sufrimiento ajeno es parte del paisaje.
Incluso desde una perspectiva liberal, eso es inadmisible. Los mejores teóricos liberales sostienen que el deber principal de toda sociedad decente es evitar el sufrimiento ajeno. Ese es el corazón del liberalismo bien entendido. El propio Adam Smith, en La teoría de los sentimientos morales, escribió que la simpatía —la capacidad de ponerse en el lugar del otro— es la base de toda prosperidad. Pero Noboa no es liberal, ni conservador, ni socialdemócrata. Es, simplemente, un tonto cruel.
Hoy, la política ecuatoriana parece guiada por otra máxima: el triunfo del más cruel. Las políticas ya no se piensan desde principios o valores, sino desde el cálculo del dolor ajeno. La “meritocracia” se usa para justificar la desigualdad; el “orden” para justificar la represión; y la “modernización” para justificar la barbarie.
Debemos asumirlo: estamos más allá de una crisis política, vivimos una crisis moral.
Y esa crisis empieza a filtrarse en el alma del país. Lo comprobé hace pocos días, durante el paro nacional. Escribí en X que la masacre contra las comunas de Imbabura debía parar. Una respuesta me dejó helado:
“¿Cuál masacre??? Cuatro indios sucios.”
Cuando un pueblo empieza a hablar así, cuando normaliza la deshumanización, ya no es solo el gobierno el que está enfermo, es la sociedad entera la que empieza a pudrirse.
Por eso, la batalla que debemos dar ya no es solo política: es cultural y moral. No podemos resignarnos a vivir bajo un régimen que convierte la crueldad en virtud y la ignorancia en estilo. El “Nuevo Ecuador” del que presume Noboa no es nuevo, es una restauración bárbara, una regresión civilizatoria disfrazada de modernidad.
Está claro que quien escribe esto no se considera nada parecido a un liberal –y mucho menos a un libertario, esa subespecie en auge–. Pero lo diré de todas formas: en el Ecuador de hoy se echa en falta una verdadera corriente liberal, una que defienda la empatía, la compasión y la verdad, y no la crueldad ni la ignorancia ilustrada que hoy nos gobierna.
Porque el día en que dejemos de escandalizarnos ante la crueldad, ese día —aunque sigamos respirando— habremos dejado de ser humanos.