Una diferencia inicial: en algunos trabajos se habla de los “conversos” para hacer referencia a aquellos que, siendo de izquierda, se pasan a la derecha. Sinceramente, es un calificativo noble porque -en realidad- hay muy pocos “renegados” que han podido justificar esa condición desde una postura filosófica, teórica o ideológica sostenida y robusta.
Tras leer el fabuloso libro de Atilio Borón, El hechicero de la tribu, Mario Vargas Llosa y el liberalismo en América Latina, lo natural y lógico sería señalar como traidores a quienes, defendiendo con ímpetu un programa o un modo de ver la realidad, “de un día para otro”, se convierten en sus detractores, en acérrimos defensores del otro extremo del pensamiento en el que militaron y, valga la ocasión, sacaron el mejor provecho para su tarea (política, literaria o artística), sin descontar el usufructo económico.
Pero ni siquiera pecan de traición -en el sentido literal- a sus excoidearios, amigos o militantes. Si fuese así, no habría discusión: la historia está plagada de traiciones y de actos infieles donde no caben mejores explicaciones. El “pecado” en sí mismo es su propia traición, su autoaniquilación, ese acto de consumir el veneno de la abjuración, para terminar sus días con la culpa rondando sus sueños y sin poder regresar a ver a sus “amigos” de antaño. ¿Quien se traiciona a sí mismo carcome lentamente sus propias entrañas?
Claro, hay unas diferencias enormes entre aquellos “arrepentidos” con un talento especial para escribir o hablar, y esos otros que sin mayor pretexto que el acomodamiento y la cooptación se instalan en la orilla opuesta para lanzar piedras e injurias a sus excompañeros. Por supuesto, convierten su “desistimiento” en un acto moral de purificación: comienzan siendo cómplices de los peores actos para, luego, “limpiar” la sociedad con persecuciones, encarcelamientos y conjuros.
Para justificar su reconversión (traición) son los mejores divulgadores de todos los lugares comunes de la derecha: de precursores de las libertades pasan a confundir democracia con capitalismo, sin ningún matiz. En nuestro suelo patrio hay más de un traidor con pinta de liberal, modernista, ultracuruchupa y también, por qué no, alguno que se declara anticomunista empedernido. Todo esto con una dosis muy elevada de narcisismo, codicia, egolatría, vanidad e idolatría al mercado, al dinero y una sumisión a las élites oligárquicas, de quienes esperan su absolución.
Verlos posar junto a las máximas autoridades de EE.UU., responsables de las últimas masacres y asesinatos con drones y misiles, no será precisamente la postal que mostrarán a sus nietos o amigos cercanos. ¿Algún día les llegará la vergüenza? Congraciarse con los autoproclamados, los dictadores y los “CEOS presidentes” responsables de las debacles económicas y la represión a la desobediencia social forma parte del teatro, de aquello que les toca hacer, porque antes solo pasar por su lado, les hubiera provocado taparse la nariz.
Los renegados deben justificar su reconversión con altanería, con vocinglería ruidosa para que entre en sus propios oídos y cale en su cerebro, hasta convencerse de que están en lo justo. Si eran izquierdosos y defensores de los derechos humanos no se hacen socialdemócratas o demócrata cristianos. ¡No! Se muestran de derecha pura, se reúnen, con quienes los acogen, como arrepentidos de lo que fueron, y aceptan todos los señalamientos que les hacen sobre su pasado, por si se les ha olvidado (ese guion, me cuenta un amigo, se repitió en la cena que una ministra tuvo con un exalcalde de Guayaquil, en donde ella le dio explicaciones sobre la represión y persecución de octubre de 2019, como si su confesor las necesitara).
Bien dice Atilio Borón: “El lugar de las antiguas certidumbres no puede quedar vacío -la naturaleza aborrece el vacío, recordaba Aristóteles- y ese espacio fue progresivamente ocupado por los retazos de liberalismo y posmodernismo, con su vistosa galaxia de fragmentos sociales, la fulminante irrupción de sujetos, azarosas contingencias que no obedecen a la legalidad histórica alguna y fugaces circunstancias que emergen y se recombinan incesantemente, todo lo cual no es para los arrepentidos y renegados sino el tardío reconocimiento de la apoteosis de la libertad”.
Y como señala Arthur Koestler, citado por Borón, cuando intenta explicar su abandono del comunismo, a modo de autocrítica, se confiesa: “… por regla general, nuestros recuerdos representan románticamente el pasado. Pero cuando uno ha renunciado a un credo o ha sido traicionado por un amigo, lo que funciona es el mecanismo opuesto. A la luz del conocimiento posterior, la experiencia original pierde su inocencia, se macula y se vuelve agria en el recuerdo (…). Aquellos que fueron cautivados por la gran ilusión de nuestro tiempo y han vivido su orgía moral e intelectual, o se entregan a una nueva droga de tipo opuesto o están condenados a pagar su entrega a la primera con dolores de cabeza que les durarán hasta el final de sus días”.
No se diga más: la autenticidad y la coherencia le dan a cualquiera la paz para morir en brazos de sus convicciones, a diferencia de los traidores…