Orlando Pérez
La ceremonia más mediática del cine mundial ocurrió con la balanza inclinada a favor de la diversidad, la migración y la inclusión. Más allá de los sentidos ideológicos que este evento tiene, no hubo una sola mención directa al mandatario estadounidense Donald Trump, el pilar del racismo, la xenofobia, la intolerancia y la violencia contra la mujer. Con insinuaciones no basta.
¿Fue necesario mencionarlo? ¿Hizo falta que esta plataforma con millones de espectadores escucharan algo en contra de quien ha ofendido a los mexicanos, a los africanos, a los haitianos, a las mujeres y pide a los maestros estadounidenses armarse para contrarrestar las masacres en los centros de educación?
Si no hizo falta, al menos Guillermo del Toro, con dos Oscar en sus mano, aludió al tema del modo más discreto: “Soy un inmigrante, como mis compadres y como muchos de vosotros”, dijo. Y acotó: “Una de las mejores cosas que hace nuestra industria es ayudar a borrar las líneas en la arena”.
Si los grandes ganadores son las películas latinas o al menos dirigidas o pensadas en nuestra región si se sintió la ausencia de un mensaje claro contra quien edifica muros para tomar distancia de quienes han aportado a la riqueza y grandeza de la mayor potencia militar y económica de nuestro continente.
No bastan las insinuaciones ni tampoco la conducta “políticamente correcta”. Se debe tener una postura sobre temas medulares de las relaciones políticas en un marco geográfico donde la cultura –y en este caso el cine- aporta un modo particular de entender la política y el relacionamiento entre los pueblos.
Si Coco, la película sobre la conmemoración mexicana de los difuntos, explica cómo una cultura como la estadounidense puede interpretar en el cine un modo de mirar la muerte y a través de ella a un pueblo ¿por qué no se puede también demandar a quienes poseen el poder para separar a los pueblos mayor comprensión del significado de la inclusión y la convivencia pacífica de las naciones?
Si en el escenario estuvieron personalidades de África y Asia como Lupita Nyong’o y Kumail Nanjiani presentando a los ganadores, con mensajes evidentemente simbólicos para el mundo, es imposible entender por qué no se expresan las razones que llevan a esta necesidad de mostrar la diversidad.
“Somos dreamers [soñadores]. Nos criamos soñando con que algún día trabajaríamos en las películas. Los sueños son el fundamento de América”, afirmaron la mexicana keniata y el pakistaní criado en Iowa. Sin decirlo, ¿mencionaban así a los más de 800.000 inmigrantes sin papeles llegados a EE.UU. siendo menores, y a los que Donald Trump quiere deportar?
El planeta no es propiedad de una nación y menos de una cultura o una corporación militar. Por eso no basta con estetizar la presentación más política y cultural de Occidente para barnizar un problema de fondo: la xenofobia de Trump.
Y lo mismo se podría decir de haber otorgado el premio a una película chilena donde la discriminación de género está planteada del modo más abierto y frontal, aunque sea expuesta a través de un personaje con todas sus contradicciones y subjetividades. Y lo mismo se podría decir del tema de la mujer que estuvo mejor expuesto por la ganadora a la mejor actriz, Frances McDormand, después de todo lo denunciado en el mismo terreno de Hollywood y de lo cual Trump no es ajeno cuando fue el promotor del mayor hecho sexista de planeta como es el concurso Miss Universo.
Si las películas dicen mucho por sí mismas, no está demás hacerlo en el acto más mediático del cine. No hacerlo también prueba que las buenas intenciones no es suficiente. No basta con gritar ¡Viva América Latina! Más allá de eso hacen falta acciones reales y concretas para impedir, como ocurrió contra el abuso sexual de Harvey Weinstein.
La transnacionalización de la política, en un marco de globalización económica, no solo sirve para potenciar a los imperios mediáticos y militares. Por el contrario, debe ser para fortalecer la defensa de los derechos, a las minorías y atacar los abusos y poderes que impiden una real integración.