José Antonio Figueroa

De los incomprensibles ataques ocurridos en la provincia de Esmeraldas, en los que un supuesto grupo disidente de las FARC dedicado al narcotráfico rompió la regla de oro de la delincuencia, que consiste en mantener un perfil bajo para garantizar la efectividad de sus acciones, sólo hay algo claro: el Ecuador reactivó sus nexos militares con los Estados Unidos y peligrosamente se está metiendo de lleno al conflicto colombiano en medio de una malintencionada desinformación. Si el Ecuador está reactivando sus nexos militares con los Estados Unidos, al menos debe evaluarse la situación de Colombia y cómo ha sido la participación norteamericana en el conflicto de ese país en los últimos años, para poder elaborar un cuadro que nos permita saber a qué jugamos como país.

A partir de los años noventa en los Estados Unidos se ha producido una de las transformaciones más grandes en la historia militar moderna: las intervenciones lideradas por ese país se han privatizado, generándose lo que los especialistas denominan una guerra de nuevo tipo que tiene como característica principal el predominio explícito de los intereses privados de las corporaciones que participan en ella, por encima de intereses nacionales que alguna vez definieron los conflictos militares.

La guerra de nuevo tipo es la guerra privatizada, la más clara expresión del neoliberalismo en el campo militar y Colombia ha sido el escenario preferido para experimentar ese proceso en el continente latinoamericano. Esto no es un hecho gratuito ya que la historia de la violencia de Colombia, un país con grandes asimetrías heredadas de una conformación interna colonial, muestra grandes coincidencias con las dinámicas impuestas por el neoliberalismo en la guerra. En rigor, muchos analistas del conflicto colombiano han expuesto que una de las permanentes expresiones de la guerra en ese país es la cesión a grupos privados del monopolio del uso de la fuerza, en muchos casos con la anuencia del propio Estado, como sucede con la violencia paramilitar. El caso más evidente de la privatización de la guerra es el Plan Colombia que en algo más de una década ha movido una astronómica cifra cercana a los 20.000 millones de dólares, de los cuales al menos un 70% ha sido puesto por el pueblo colombiano y un porcentaje altísimo fue a parar a compañías privadas como Monsanto, Dyncorp, Loockheed Martin, Sikorsky Aircraft, Arinc, TRW, Matcom, Air Park Sales, Aeron Systems, California Microwave Systems, entre otras. Las astronómicas ganancias de estas compañías (que son difíciles de precisar por el sigilo con el que se maneja esa información) han producido unos ambiguos resultados: las FARC fueron debilitadas militarmente, y se transformaron en partido político, lo que constituye el logro más visible del Plan Colombia. Sin embargo, otros problemas estructurales como la violencia contra líderes sociales y contra militantes de izquierda, incluidos los miembros del partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, continúa incrementándose, a la vez que la lucha contra el narcotráfico ha demostrado su más profundo fracaso ya que la producción de coca y amapola se ha duplicado.  

Algunos datos nos deben llamar a la reflexión, para ver qué significa la privatización de la guerra: en agosto de 2006, la revista Semana dio a conocer que 35 mercenarios colombianos se encontraban prácticamente secuestrados en Irak, a donde llegaron engañados por la Compañía ID Systems que los había contratado para cuidar bases militares y prestar seguridad a diplomáticos y ejecutivos de los Estados Unidos. Los mercenarios colombianos, casi todos ex oficiales de las distintas ramas de las Fuerzas Armadas, llegaron a las oficinas de ID System atraídos por un rumor que decía que estaban pagando entre 6 y 7 mil dólares. Con un inglés deficiente y con unos representantes que actuaban de mala fe, los mercenarios luego oyeron que recibirían 4 mil dólares mensuales, lo cual también resultó falso. Luego de pasar unas fuertes pruebas les notificaron que el salario sería de 2.700 dólares. Aun así, 34 de ellos empacaron maletas y sólo cuando estaban en el avión firmaron un contrato por 1.000 dólares mensuales, ratificando tardíamente que habían sido engañados para participar como carne de cañón en una guerra en un país desconocido, y en unas condiciones inimaginables para ellos que tuvieron un activo rol en la guerra sucia de Colombia. Al atreverse a protestar recibieron castigos como aumento de jornada de sus tareas, incluida la participación en combates, les fueron retirados los pasaportes, se les declaró como insubordinados y entraron en una indefensión de la que no podrían salir sin pagar ellos mismos los costos de sus pasajes a Colombia y de los eventuales trámites de unos juicios sin porvenir alguno.

La compañía que los engañó representaba en Colombia a la Blackwater, la controvertida empresa privada oferente de servicios militares fundada por el supremacista blanco Eric Prince y que pasaría al escrutinio mundial el 16 de septiembre de 2007, fecha conocida como “El domingo sangriento de Bagdad”, cuando replicando un video juego, varios de sus miembros asesinaron en la plaza de Nisour al menos a 17 civiles entre los que se contaban mujeres y niños. Esta misma compañía en el caso de Colombia, ha hecho valer sus intereses mediante un apoyo legal que les ampara, argumentando que la situación de los mercenarios en Bagdad respondía a acuerdos entre privados.  

Áreas fundamentales de la guerra colombiana como el control de la producción de coca está en manos de la Dyncorp, encargada de la aspersión del glifosato, el producto estrella de la compañía Monsanto, que es un derivado del agente naranja, un químico que fue utilizado en la guerra del Vietnam y cuyas consecuencias devastadoras a la salud humana y ambiental aún continúan en ese país. Monsanto fue recientemente comprada por la multinacional Bayern por la impresionante cifra de 63 mil millones de dólares, mientras que el nuevo presidente de Colombia Iván Duque ha prometido reactivar las aspersiones con glifosato que lo único que ha producido desde los años ochenta, en Colombia, es destrucción humana y ambiental y el aumento de los capitales de Dyncorp y Monsanto.

El Ecuador vivió los efectos negativos de las aspersiones a inicios del siglo XXI, cuando en pleno gobierno de Álvaro Uribe y con Juan Manuel Santos como ministro de Defensa, las trasnacionales hacían su agosto en la guerra colombiana. Hay que saber que en amplias zonas de Colombia mientras Dyncorp utiliza el glifosato, Monsanto vende a los campesinos sus semillas genéticamente modificadas para resistir el glifosato, lo que asegura la dependencia económica de los campesinos a la vez que abre un gran campo de incertidumbres sobre la salud humana en los años por venir. 

El escenario de la guerra privatizada es dantesco: las compañías no van a resolver los problemas porque actuarían de manera suicida. No van a matar a la gallina de los huevos de oro. Es indispensable que el gobierno del Ecuador ofrezca una clara información sobre los acuerdos con los Estados Unidos en esta fase de guerra de nuevo tipo y que se luche por no perder la soberanía que tanto ha costado a este país. La sociedad ecuatoriana requiere mucho más que la ingenua imagen de un barco-hospital norteamericano dispuesto a socorrer a unos pobres afroesmeraldeños: es difícil comerse esa zanahoria si el garrote significa la entrega de la soberanía a las transnacionales de la guerra.

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