Hay que suponer que el acto de recordar y de interpretar, es un solo acontecimiento que se vuelve singular. La memoria construye o produce una forma tangible de repetición. El siguiente acto es el de la ausencia que plantea la gran interrogante: ¿cuándo termina el trabajo de memoria y comienza el deber de memoria? (Ricoeur, La memoria, la historia) ¿Existe el imperativo de recordar? ¿Qué puede ocurrir (o provocar) cuando la memoria se traslada al tiempo de los hechos?
Luis Alberto Mansilla, escritor y editorialista del diario El Siglo de Santiago de Chile, me pidió que hiciera una crónica sobre la memoria y la personalidad del historiador y educador Diego Barros Arana. ‘Este libro de Ricardo Donoso te puede servir para poner en evidencia la personalidad moral e intelectual del historiador’ -expresó, cuando me entregó el ejemplar; y agregó: ‘hay que desvirtuar la acusaciones contra él que le hacen los escritores conservadores y reaccionarios’. E hizo referencia al ‘odio y los afectos de los partidos’, como una constante ‘extraña’ en la historia del país’. El plazo y la fecha de entrega quedaron establecidos; sin embargo, jamás pude cumplir porque tres o cuatro días después la historia de Chile daría un giro espectacular.
El 12 de septiembre de 1973 los periódicos y demás medios de comunicación que habían apoyado el golpe militar circulaban y hablaban sin restricciones en todo el país, mientras los diarios Puro Chile, El Siglo, Clarín y las radios Magallanes, Portales entre otros, fueron allanados y destruidos.
Años más tarde, en Paris, hacía el recuento de ese día para concluir que fuimos inexpertos y confiados y que nos faltó suspicacia. Con mi excompañera del El Siglo, Sady Ramírez, cuestionamos la deliberada manipulación de la información que tuvo la falsa virtud de crearnos un exceso de confianza. Hasta dijimos que la movilización del 4 de septiembre de 1973, convocada para celebrar el triunfo de la Unidad Popular en 1970, pudo haber precipitado el golpe artero de un grupo de militares fascistas y traidores, encabezados por el General Pinochet.
Todo fue motivo de preocupación durante el diálogo, la angustia por no procesar las causas: la militancia, el compromiso, el oportunismo, la política del tejo pasado de algunos obreros, la debilidad del gobierno para controlar a los acaparadores que desabastecían el mercado; los cleptómanos de la política, los choferes del transporte pesado, igualmente desestabilizadores, que recibían un “subsidio” del Departamento de Estado de los Estados Unidos para mantener la huelga y provocar escasez de productos de primera necesidad.
También apuntamos al periódico, al propio Partido Comunista, a los dirigentes sindicales y a los grupos que conformaban la coalición que llevó a Allende al poder. A la ultra izquierda, cuyas posiciones intransigentes solo contribuían a crear mayores confusiones en la militancia de la Unidad Popular. A la derecha recalcitrante, torpe y golpista, a la Democracia Cristiana, repleta de prejuicios ideológicos que solo podían resolverse desde la falsa moderación o la neutralidad.
Sady Ramírez me confió, en algún momento de nuestra conversación, que los editoriales y artículos que escribí durante los casi tres años de Gobierno para el periódico, podía encontrarlos en una biblioteca especializada del Canadá. “Después te doy la dirección del correo -me dijo- por si algún día te interesa saber lo que dijiste”. “¿Para qué?”, le dije. Ya no hubo respuesta. Porque fue una charla con largos momentos de silencio, como si la madeja de la memoria se hubiera agotado bruscamente.
Después recibí una carta del ‘Guatón’ Callejas, el diagramador del periódico, que me escribía desde Finlandia, a donde llegó después de un largo y angustioso periplo por varios países de la órbita socialista. Por él supe que Guillermo Torres, compañero del diario, seguía confinado en algún campo de concentración, que Volodia Teitelboim tenía un programa en Radio Moscú, y también preguntaba sobre el asesinato del periodista Eugenio Lira Massi, (autor del libro La Cueva del senado y los 45 senadores) ocurrida a mediados de 1975 en Paris, que la prensa chilena y la dictadura anunciaron como suicidio, pero que investigaciones posteriores señalaron al servicio de inteligencia, DINA.
¡Qué mal se portaron los países socialistas cuando Allende intentó demandar ‘solidaridad de clase’! Incluso los compañeros cubanos, con quienes discutí en su Embajada en Lima, a propósito de la inauguración del edificio Sede del Acuerdo de Cartagena, y que sirvió para la exaltación apresurada del Presidente Velasco Alvarado y de su “revolución”, expuesta como el nuevo paradigma de América Latina. Eso lo dijo el presidente peruano en su discurso inaugural y la suya fue una apología del cambio que sirvió a la diplomacia cubana para enrostrarme, después, que “la vía pacífica al socialismo es puro cuento, chico”, y que constituía, además, una desviación histórica del compromiso revolucionario que todos los países progresistas debían evitar.
Parte del incidente intenté explicarle al canciller Clodomiro Almeida, que encabezó la delegación oficial del Gobierno chileno de la que formé parte, a pesar de la intransigencia de ciertos compañeros del Partido, expresada bajo la simple consigna del “mérito militante”, insuficiente por mi condición de extranjero.
Rara cualidad que nos caracterizaba, en pleno periodo revolucionario, cuando se trataba de mostrar tolerancia. Le comenté del suceso a Max Berrú (integrante del Inti Illimani), al calor de un encuentro fortuito una mañana de primavera, cerca de Alameda con Teatinos en el centro de Santiago. “Lo importante es mantener este proceso -comentó- sin claudicaciones”. Puso el acento en la última palabra. Como la celebrada frase de Allende de que la “revolución chilena será con empanadas y vino tinto” -pensé. Después dijo que estuvo encantado con “la sacada de chucha que les diste a los miristas (militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria) en tu último artículo, que fue expuesto y comentado largamente en el Pedagógico de la Universidad de Chile”. Por cierto, Allende y la Unidad Popular fueron considerados por los países de ideología cercana como “fenómenos positivos”.
Allende habló varias veces después del 4 de septiembre y su palabra, siempre serena y clara, casi premonitoria, me hizo pensar que todo estaba irremediablemente perdido. Convocó al espíritu democrático de las instituciones chilenas, al patriotismo de todos y reivindicó, por enésima vez, la postura constitucionalista de las fuerzas armadas. (¿Por qué no llamó a una consulta popular?) “Su tono es de despedida” -le comenté a Raúl Iturra Falcka, Jefe de la página editorial de El Siglo y brillante escritor.
Los dos constituimos una especie de metáfora del maestro y el aprendiz, en el marco de una relación de profunda y solidaria amistad que se consolidó, como no podía ser de otra manera, en el bar del Audaz Italiano, siempre después de cerrar las páginas de cambio, y que se prolongó hasta el bar Torres, ubicado en la Alameda cerca de la nueva redacción del diario, semanas antes del golpe militar. “Estaremos juntos hasta que terminemos de aprender” -prometió y sus palabras no dejan de dolerme porque a él lo extraño tanto como a la “revolución chilena al socialismo”, también a esas otras voces, oportunas, inclaudicables como las de Simón Blanco o Luis Alberto Mansilla, Sergio Villegas, Rodrigo Rojas, Jaime Chamorro, Hernán Meza, Palomo, Moisés Corbalán, a los compañeros de la imprenta de quienes me “despedí” esa mañana del 11 de septiembre, alrededor de las 11 horas en la calle Lira, después de quemar el carné del partido como un acto de infinita e intensa militancia que me partió el alma, al contemplar después estupefacto el bombardeo de la Moneda.
Columnas de humo, polvo y llamas se elevaron por encima del edificio al que intenté aproximarme varias veces desde la avenida Bulnes. ¿A dónde ir? La historia había cambiado de manera repentina y esa fue una pregunta que intenté responderme al llegar horas más tarde al domicilio ubicado cerca del río Mapocho, dispuesto a preservar el recuerdo de todas las voces que creyeron, lucharon y soñaron con un mundo distinto, más justo.
El 23 de septiembre de 1973, como muchos cientos de chilenos, intenté asistir al entierro de Pablo Neruda en el Cementerio General, convencido de que la tortilla, algún día, puede volver a darse la vuelta.