Por Juan Fernando Terán
En el artículo anterior, “El Fascismo en los Andes I», la narrativa estaba estructurada para destacar asuntos como los siguientes:
a) El fascismo es un símbolo. La palabra “fascismo” es impropiamente utilizada para designar a la mayoría de posiciones políticas ultra conservadoras contemporáneas. Existen, obviamente, excepciones fáciles de detectar porque son grotescas caricaturas anacrónicas.
b) El actual «fascismo» europeo es proteccionista. Su agenda de política pública es nacionalista en lo cultural, social, político y económico. No está a favor de la globalización neoliberal impulsada por Estados Unidos y sus instituciones internacionales.
c) Los «fascistas» europeos buscan reconstruir el Estado-Nación. Ellos sospechan de todo aquello que le impida al Estado proporcionar un sentido de seguridad existencial para su pueblo. Por eso, las nuevas generaciones conservadoras europeas dudan de la integración económica, social, política y cultural; y
d) El “fascismo” no solo seduce a los pobres. La extrema derecha europea se vende como «la opción anti-sistema». En ese sentido, por ejemplo, Giorgia Meloni y sus hermanos europeos buscan arreglar “el desorden” causado por los políticos e intelectuales tradicionales. Y este mensaje atrae poderosamente a las clases medias y altas, especialmente cuando aquel está adornado con buenos modales y es pronunciado sin malas palabras.
Como podrá observar un lector atento, aquellos rasgos del «fascismo» contemporáneo hacen muy difícil imaginar que algo parecido pudiese ocurrir en Ecuador, Perú o Bolivia en los próximos años.
Económicamente hablando, nuestras élites son «rentistas». En los países exportadores de mercancías básicas, las viejas y nuevas derechas seguirán buscando «el libre comercio» y subordinándose a los intereses estadounidenses. Su objetivo será conseguir cuantiosas ganancias extraordinarias a través de la explotación inmisericorde de seres humanos y ecosistemas.
Nuestras derechas no tienen aquellos empresarios virtuosos con quienes soñaban los economistas liberales o socialdemócratas del siglo pasado. Nuestras oligarquías son adversas al riesgo y prefieren asegurarse «un pedacito» de renta económica siguiendo la misma estrategia utilizada desde tiempos coloniales, a saber, la «inserción internacional exitosa» de unos pocos.
En términos concretos, esto significa que los conservadores de tercera generación no pretenden reconstruir una «la economía nacional» defendiendo el poder adquisitivo de los salarios, fomentando el consumo de la gente, repatriando capitales para inversión doméstica o reformulando «cadenas de valor» centradas en lo local. Eso es lo que los fascistas europeos sí plantean, aunque nos parezca inimaginable.
En cambio, los conservadores de Guayaquil, Lima o Santa Cruz no pueden ni quieren apreciar que los países desarrollados están caminando en un sentido contrario a las fantasías fomentadas por Washington. La pandemia, la guerra ucraniana o la transición energética no bastaron para ampliar su comprensión.
Conscientes de su subordinación al orden internacional definido por los imperios, nuestras elites aspiran a seguir haciendo “bastante plata” vendiendo plátano, pescado o litio. Por eso, ellas no se preocupan por la destrucción institucional que Guillermo Lasso, Keiko Fujimori o Fernando Camacho podrían ocasionar.
Por el contrario, a diferencia de Meloni y sus hermanos europeos, los «fascistas» andinos no pretenden ofrecer soluciones a las clases afectadas por la globalización estadounidense.
Cuanto más «disfuncionales» sean los procesos económicos y políticos en nuestros países, las élites conservadoras se sentirán más a gusto y más liberadas de cualquier «responsabilidad compartida» en el diseño del futuro de las naciones donde ejercen sus actividades rentistas.
Por ello, mientras el peso del mantenimiento de la dolarización recae en las remesas enviadas por los trabajadores, las oligarquías ecuatorianas solo esperan que el narcotráfico se haga cargo pronto del proceso político a todos los niveles, empezando por la imposición coercitiva de alguna forma «orden» mafioso al estilo colombiano en los barrios donde la Policía de un «Estado Fracasado» no puede llegar.
«Nada contra el Estado. Nada por encima del Estado. Nada fuera del Estado» es una frase de Benito Mussolini que nos recuerda cuán impropio es calificar a los neo-conservadores latinoamericanos de «fascistas». Por el lado económico, la comparación es improcedente. Pero eso no significa que el uso simbólico del término carezca de fundamentos. Algo nos induce a usarlo. Y ese algo es…
EL DESEO DE EXTERMINIO. Como lo evidenció sin tapujos el jurista nazi Carl Schmitt, la acción política implica siempre la construcción de un enemigo. Esto sucede en cualquier sistema de dominación. En la democracia representativa, sin embargo, se espera que la polarización amigo-enemigo permanezca en el ámbito de lo simbólico y no devenga en práctica sistemática e inmediatamente palpable.
Actualmente, sin embargo, los conservadores están cada vez menos dispuestos a seguir el libreto de la hipocresía democrático-liberal. Ellos están incómodos por la existencia de seres humanos que no encajan en sus esquemas de interpretación del mundo o en sus proyectos de negocios. Antes esos “indeseables” eran judíos, pervertidos o esquizofrénicos. Ahora se evocan otros nombres.
En Ecuador, los indios, cholos, negros, campesinos, migrantes u otros “muertos de hambre” constituyen las victimas propiciatorias a través de las cuales nuestros fascistas buscan establecer un orden social que jamás existió ni podrá existir. Los personajes que remiten a lo popular y a la disidencia son quienes encarnan el caos que las élites pretenden conjurar “para nuestro propio bien”.
El fascismo andino solo aspirará a generar gobiernos autoritarios que le permitan a la Policía, el Ejército y el mercado realizar una “limpieza social” amplia como mecanismo para facilitar la acumulación de capitales. Dejar que las cosas empeoren es, precisamente, una de las tácticas para avanzar en un proyecto contra los pobres y contra los trabajadores.
En el ápice de la construcción fascista del enemigo están los petistas (Brasil), los peronistas (Argentina), los masistas (Bolivia) o los correistas (Ecuador). En cualquiera de estos casos, a pesar de sus múltiples incoherencias e inconsistencias, ellos representan la posibilidad de una sociedad menos desigual.
Y esto valdría la pena tenerlo en cuenta en las próximas elecciones donde nuestras diferencias deberían disiparse en aquello que nos une como “indeseables.”