Por Ernesto Nieto Carrillo

El Premio Nobel de Economía que acaba de ser otorgado a David Card representa una bofetada fulminante para todos aquellos que defienden las “teorías” fundamentalistas y dogmáticas de funcionamiento del mercado laboral. Esta idea de que siempre, en cualquier circunstancia, los aumentos del salario básico conllevan una reducción en el empleo ha sido claramente derrotada. Ello no quiere decir que necesariamente los aumentos del salario básico en cambio promuevan la generación de empleo. De hecho, tampoco soy de los que cree que todo aumento de la demanda (por un mayor salario básico, por ejemplo) incrementa la producción. Lo que nos dice es que es necesario evaluar todos los elementos antes de tomar una decisión de política pública. Se necesita entender la heterogeneidad productiva (no es lo mismo una PYME que una empresa gigante); la estructura de mercado, sobre todo a nivel territorial (mayor o menor concentración de los mercados laboral y de productos); el ciclo económico (no es lo mismo en expansión que en crisis), entre otros aspectos.

David Card es uno de los académicos, que a pesar de usar las herramientas neoclásicas y ser parte del marco principal de la economía, está introduciendo nada más y nada menos que la teoría del monopsonio de Joan Robinson,[1] una de las grandes economistas de la escuela postkeynesiana de Cambridge. Robinson, a más de haber sido una de las principales colaboradoras de Keynes, estuvo fuertemente influenciada por el pensamiento de Marx y de Kalecki. Su propia mente brillante, más la influencia de estos destacados académicos líderes de la heterodoxia económica, le permitió generar una de las mejores contribuciones para la comprensión del capitalismo en su libro “La Acumulación de Capital”.[2] Robinson, de hecho, debió recibir el Premio Nobel de Economía, pero las estructuras patriarcales y dogmáticas de la Academia Real de las Ciencias de Suecia se lo impidieron.

Ahora bien, ¿qué es esto del monopsonio? Las y los economistas neoliberales siempre han defendido la idea de que ningún agente (empleador, trabajador, prestamista, etc.) tiene influencia sobre la determinación de los precios, ya que es el mercado, en función de las fuerzas de la oferta y la demanda, el que los regula (es decir, la famosa ‘mano invisible’). Por ejemplo, si una empresa decidiese elevar el precio de un producto por encima del precio de mercado se supone que automáticamente perdería todos sus consumidores, pues estos acudirían a su competidor para comprar el mismo producto. Por tanto, no sería “racional” hacerlo. Esta competencia entre vendedores provocaría a su vez que siempre los precios se reduzcan al costo (marginal) de producción, es decir, el último precio que permitiría llevar a cabo una “operación rentable”. En el caso del mercado laboral, esta teoría de no incidencia sobre los precios implica que ni el empleador ni el trabajador tengan influencia sobre la determinación de las remuneraciones y, en este caso, que los salarios sean siempre iguales a la productividad de los trabajadores en función también de la competencia entre empleadores por contratarlos. Dado que los empleadores están pagando a sus trabajadores exactamente un valor equivalente a lo que producen (productividad), se presume que los aumentos del salario básico provocarían que las empresas recorten su demanda de empleo para compensar esta pérdida. Esto por su parte conduciría a un “equilibrio” en el que existirían trabajadores desempleados por ausencia de suficientes plazas de empleo. Entonces, cuando un vendedor, quien ocupa el lugar de la oferta en el mercado de productos, tiene poder sobre el precio de su producto, se dice que tiene un poder monopolístico. En cambio, cuando un agente del lado de la demanda (los empleadores en el mercado laboral, por ejemplo) tiene influencia directa sobre el precio de transacción, se dice que tiene poder monopsonístico.

No obstante, varias corrientes académicas tienen larga data cuestionado estas presunciones, sosteniendo que, si existe algún tipo de competencia en el capitalismo, esta no tendrá lugar mediante una disputa en precios. En el mercado de productos, para que la ‘mano invisible’ fije el precio de una mercancía se deberían cumplir algunas condiciones, a saber, que: todas las empresas sean lo suficientemente pequeñas para que ninguna de ellas tenga influencia sobre el precio de su bien o servicio; los productos comercializados sean homogéneos entre sí; los consumidores conozcan todas las ofertas similares existentes; ninguna empresa tenga información privilegiada sobre el mercado; no existan diferencias espaciales relevantes entre vendedores que provoquen que el costo de traslado sea mayor que el incremento en el precio de la mercancía en cuestión; cualquier empresa pueda entrar a la competencia cuando desee; todos los productores tengan las mismas posibilidades de acceder a los últimos avances tecnológicos, lo que requiere además como contrapartida que no existan restricciones para acceder al financiamiento; entre otras. En el mercado laboral, por su parte, para que la competencia determine la remuneración de los trabajadores se requiere que: siempre exista una misma cantidad tanto de ofertas laborales como de potenciales aspirantes, de tal forma que si un empleador decidiese establecer una remuneración que no esté acorde con el esfuerzo y capacidad de un empleado (que determinan su productividad), este último siempre tenga la posibilidad de buscar otro empleador en lugar de quedar desempleado; todos los trabajadores conozcan todas las ofertas laborales existentes; cada categoría de la fuerza laboral tenga las mismas preferencias sobre una determinada ocupación, y así sucesivamente.

En ese sentido, David Card es uno de los economistas que ha estudiado los factores que le dan poder monopsonístico a los empleadores a la hora de establecer las remuneraciones. En una publicación muy influyente, realizada en el año 1994,[3] Card y Krueger no encontraron evidencia empírica de que un aumento en el salario mínimo haya conducido a una reducción en el empleo. De hecho, encontraron un efecto opuesto, es decir, que el aumento del salario básico habría provocado un aumento en el empleo. En su investigación, se valieron de un incremento del salario mínimo ocurrido en New Jersey y analizaron el comportamiento de las empresas de comida rápida de esa localidad, a las que denominaron “grupo de tratamiento”. El grupo de control, por su parte, correspondería a las empresas de comida rápida de Pensilvania, en donde el salario mínimo se había mantenido constante. A esto se le conoce en la academia como “experimento natural” y permite evaluar, entre otras cosas, los efectos causales de un cambio inesperado en la regulación.

Uno de los factores que podría explicar este resultado, supuestamente inesperado, es precisamente el poder monopsonístico generalizado que tendrían los empleadores, sobre todo en aquellas categorías de baja calificación laboral (como en los restaurantes de comida rápida) ¿Por qué? Porque cuando los empleadores tienen poder monopsonístico están pagando a los trabajadores una remuneración menor a su productividad, al tiempo que estarían produciendo por debajo del nivel ‘óptimo’. Entonces, cuando se sube el salario básico, que beneficia principalmente a los trabajadores con menor nivel educativo, se reduce la brecha entre compensaciones y productividad y se aumenta la oferta de empleo. Por otro lado, las empresas en general no producen a su escala óptima, ya que mantienen reservas de capacidad productiva para responder a los cambios inesperados de la demanda o de la competencia (ej., para defenderse de los nuevos competidores). En ese caso, los aumentos en el salario básico amplían el consumo lo que además provoca que las empresas respondan con un incremento de la producción y, por ende, del empleo (insisto, esto siempre dependerá de otros factores, como el ciclo económico).

¿Qué le da poder monopsonístico a los empleadores? David Card, también influenciado por Robinson, ha sugerido que las empresas pueden tener poder monopsonístico sobre las remuneraciones cuando controlan mercados locales. El caso extremo sería, por ejemplo, que una única compañía sea la proveedora de empleos de una ciudad. En ese caso, si el empleador recorta los salarios, los trabajadores no pueden ir a buscar empleo en otra empresa porque simplemente no existe. Podrían trasladarse a otra localidad, pero ello acarrearía asumir los costos personales y familiares ligados al cambio de vivienda. Asimismo, en otras publicaciones más recientes, tanto David Card[4] como Alan Manning[5] han señalado que los empleadores tienen poder monopsonístico simplemente porque los trabajadores valoran otras cuestiones por fuera del salario o porque no conocen todas las ofertas laborales. Por tanto, podrían quedarse en una determinada empresa a pesar de sufrir un recorte salarial, porque salir de ahí implicaría perder cierta estabilidad o volver a empezar de cero en otro sitio, por citar dos ejemplos.

Existe otra causa muy potente (y más real desde mi punto de vista) que les daría a los empleadores poder monopsonístico sobre los salarios que aún no es asumida por el marco principal de la economía, debido a que ello implicaría renunciar al supuesto de que siempre la oferta es igual a la demanda. Me refiero a uno de los principales postulados de Marx, y luego asumido también por Robinson, que sugiere que en un mercado laboral desregulado siempre existirán más trabajadores buscando empleo que plazas disponibles para ellos, ya que los avances tecnológicos continuamente los estarían sustituyendo. En ese caso, un trabajador puede aceptar un salario menor a su productividad simplemente porque no tiene otra alternativa. A esto Marx denominó como el ‘ejército de reserva’, que no necesariamente puede estar compuesto por trabajadores desempleados, sino también por trabajadores precarizados que están buscando mejores alternativas todo el tiempo ¿De qué otra forma se puede explicar que una persona acepte trabajar bajo las condiciones que ofrecen empresas como Uber o Glovo? Simplemente porque no tienen otra alternativa. Así de sencillo. Ello genera que inclusive estén dispuestos a entregar pedidos en bicicleta, en ciudades con pronunciadas pendientes, pues caso contrario irían al desempleo. Estos trabajadores, sin embargo, siguen siendo parte de la “cola” de personas buscando empleo, ya que están dispuestos a cambiar de trabajo cuando se les presente la oportunidad. Imaginemos esto en una economía como la ecuatoriana, cuya informalidad supera la tasa del 50%. El ejército de reserva es enorme.

En definitiva, por diversos motivos, teórica y empíricamente ha sido demostrado que los empleadores tienen influencia sobre la determinación de las remuneraciones y, por tanto, ni las compensaciones son iguales a la productividad de los trabajadores (son explotados) ni los aumentos en el salario básico conducen a una reducción en el empleo. Ojalá ahora este Premio Nobel nos ayude a romper con esa presunción, que solamente beneficia a los dueños del gran capital. Asimismo, ojalá sirva para desechar finalmente en el Ecuador esa mal llamada “Ley de Creación de Oportunidades”, impulsada por el gobierno neoliberal de Guillermo Lasso, que lo único que hace es esclavizar, como en los peores tiempos del siglo XVIII, a los trabajadores y las trabajadoras del país. Hoy más que nunca, debemos defender el trabajo digno y liberador, así como la producción con justicia llevada a cabo por aquellos empresarios que buscan crecer en función de la inversión y no de la explotación, la especulación o la evasión de impuestos.  


[1] Joan Robinson, The Economics of Imperfect Competition, 2nd edn (London: MacMillan Press LTD, 1969).

[2] Joan Robinson, The Accumulation of Capital, 3rd edn (Hampshire: Palgrave Macmillan, 1969).

[3] David Card and A. B. Krueger, ‘Minimum Wages and Employment: A Case Study of the Fast-Food Industry in New Jersey and Pennsylvania’, American Economic Review, 84.4 (1994), 772–93.

[4] David Card and others, ‘Firms and Labor Market Inequality: Evidence and Some Theory’, Journal of Labor Economics, 36.S1 (2018), S13–70.

[5] Alan Manning, ‘Imperfect Competition in the Labor Market’, in Handbook of Labor Economics -Volume 4B, ed. by David Card and Orley Ashenfelter (Amsterdam: North-Holland, 2011), pp. 973–1041.

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