Por Orlando Pérez
Si antes en una reunión preguntabas qué libro lees ahora la pregunta es qué serie ves. La atención en el último tiempo se la lleva Borgen -la serie danesa, con más de un premio internacional y un conjunto de artículos y reseñas- casi todas para hablar de la “nueva política” donde asumen un rol predominante las mujeres.
Aquí tocaré dos temas alusivos y presentes en la serie: la disputa del poder y el papel de la prensa en ella. Y, sobre eso, una discusión aparentemente densa: ¿la política como herramienta para alcanzar el poder es una carrera o una opción más de los negocios de empresarios, banqueros, de los quehaceres de académicos y de periodistas? Claro, en Dinamarca queda claro que esa carrera política la ejercen los políticos; los banqueros y empresarios quedan por fuera, aparentemente. Los periodistas no son ajenos a la política y mucho menos son esos “puristas” del oficio, como por acá quieren hacernos creer algunos que pasan de los despachos de los empresarios, banqueros y cierta embajada para luego hablar en nombre de ellos sin mencionarlos, como si fuese un discurso sin influencias ni financiamiento.
Detalle importante: Dinamarca es el país con el más alto índice de felicidad, según el segundo Informe Mundial de la Felicidad, elaborado por la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible (SDSN), seguido de Noruega, Suiza, Holanda y Suecia. ¿Eso podría atribuirse a la gestión de los políticos? ¿Entonces por qué Borgen refleja conflictos también allegados a la corrupción y a la desigualdad?
Pero antes hay que citar a un autor que da en el clavo de ese nuevo “estímulo” para la conversación: las series de Netflix y HBO, como las recurrentes. El escritor y psicoanalista francés Gérard Wajcman aborda este fenómeno cultural en el libro Las series, el mundo, la crisis y las mujeres. El ensayo, singular y oportuno, deriva las reflexiones hacia esa necesidad, seguramente forzada, de estar conectados, para superar la soledad y el individualismo. Pero también para analizar la dependencia y adicción a ese fenómeno cultural, para nada ajeno al sentido de la hegemonía política e ideológica del momento.
Autor de ese otro libro fascinante El objeto del siglo, Wajcman enfatiza en las protagonistas de las series de moda y de impacto mundial. Para él, por ejemplo, Jessica Jones es la que mejor caracteriza el “formato” en el que se inscriben otras tantas:
“Desquiciada pero decidida, bastante salvaje, liberada, insumisa, aventurera, guerrera sin miedo y sin bandera, intratable, incontenible, indomable, desatada, irreductible, inabarcable, fuera de norma, provocadora, insolente, sin interdicciones, sin límite, Jessica Jones es un modelo de mujer desquiciante”. Pero más allá de eso, el énfasis al rol protagonico de las mujeres en la política (como en House of Cards o en Homeland) no es ajeno a la “forma-serie”, “tan representativa de nuestras sociedades como lo pudo ser el formato del cuadro, ventana al mundo, durante el Renacimiento y el inicio de la modernidad”. Todo ello para enfatizar en esa necesidad muy humana de contar historias y ser relato para entender la realidad.
Paradójicamente Borgen entra en la dimensión de una supuesta crítica de fondo al sistema político danés, pero con eco en el del resto de Europa y también, en un común denominador, del resto del planeta: la política es corrupta y se hace en medio de unos valores que la democracia postula para mejorar la vida de la gente, pero que termina empobreciendo a muchos y enriqueciendo a pocos, no necesariamente a los mismos políticos sino a las empresas que cooptan a los políticos o a los funcionarios de los gobiernos, sin importar ideología o tendencia política.
Ahora bien, ya que algunos “pensadores” criollos de la democracia local creen que ha llegado el momento de trastocar la Constitución de Montecristi para, por ejemplo, instaurar el federalismo, bien vale la pena preguntarles cómo entienden el “contrato social” ecuatoriano. A propósito de Borgen: ¿dónde discutimos y decidimos los problemas fundamentales del país? ¿En el Club La Unión donde solo entran los hombres, -ojo solo hombres- más ricos del Ecuador? ¿Es posible imaginar un verdadero diálogo entre diversas tendencias para, al menos, acordar un debate y luego procesar los acuerdos comunes y dejar para luego las diferencias? ¿O hacemos como con el Código Orgánico de Salud: lo que diga un banquero y sus ecos en los medios conservadores es razón más que suficiente para que el Presidente lo vete y deje por el suelo ocho años de debates y acuerdos en la sociedad, traducidos en un cuerpo legal aprobado por mayoría en la Asamblea Nacional?
La derecha ecuatoriana no es para nada democrática, como queda demostrado en los últimos tres años. O también en esas expresiones de “periodistas” voceros de la banca que piensan que “lo absurdo” de la Constitución no se acata. Cuando tiene la Presidencia le importa un bledo el debate o el consenso que le pide a la izquierda cuando ésta ocupa un espacio de poder. Y es la misma derecha, con su doble discurso, la que implora por la seguridad jurídica, pero no le importa cambiar las leyes para acomodarlas a sus negocios y con eso garantizar que sus ganancias queden bien guardadas en un banco estadounidense o en una offshore.
Y lo mismo se podría decir de la prensa y de los periodistas. A propósito de Borgen, insisto: No hace falta camuflarse en la supuesta neutralidad para forjar corrientes de opinión (y también fakenews) a favor de los banqueros o de los empresarios. Están en su derecho, pero no mientan ni acusen a otros de lo mismo que hacen. Por ejemplo: ¿los editorialistas de El Comercio y sus periodistas (supuestamente neutros y superéticos) dicen algo del dueño de su diario propietario de muchas frecuencias? ¿Ese debate de la supuesta independencia editorial está planteado en ese diario como en otros medios sobre la función que juegan en la democracia ecuatoriana sus propietarios o aliados banqueros?
Más allá de eso también queda claro en Borgen el papel democrático de los medios públicos y privados, que no dejan de mencionar que cumplen un servicio público, concepto tan denostado en Ecuador. Y si son un servicio público no hay por qué ocultar su tendencia ideológica y los intereses que defienden.
Y una última pregunta, “casual”: ¿Si en América Latina se hiciera una serie al estilo Borgen cuáles serían los sentidos de la política ahí exhibidos, por ejemplo, de lo que ocurre en Colombia, Chile, Perú o Brasil, países del llamado Grupo de Lima? ¿Podríamos contar con una serie que exlique el rol de cierta embajada, de los asesores militares y de cómo ciertas agencias de “desarrollo” financian programas de “gobernabilidad”, como queda claro en Borgen cuando se grafica el rol militar de Dinamarca en Afganistán y los mensajes del embajador de EE.UU.? Pero esa crítica social y política develadora de las estructuras del poder no solo se produce en Europa, las cadenas en Estados Unidos también han producido -inlcuso en televisión abierta- series profunda y sorprendentemente críticas con el poder político y sus nexos con los poderes militar y financiero. ¿Qué pasa que en estos lares para que se tema crear series de ese calibre y profundidad? ¿Acaso la débil formación intelectual de quienes están a cargo la producción televisiva? ¿O es menosprecio a la capacidad analítica del ciudadano promedio? ¿O quizás temor a darle elementos de juicio y -por tanto- perder privilegios? ¿Por qué a lo mucho que se aspira en el Ecuador es a la comedia simplona y estereotipada, o al drama que no aborda temas relevantes?