Antonio Malo Larrea
Más allá de las aberraciones y absurdos de la política ecuatoriana, más allá del gobierno antidemocrático de una derecha que no ganó las elecciones, más allá del engaño a sus electores de un presidente que se comprometió con un plan gobierno y ejecuta otro absolutamente contrario, y más allá de la inconstitucional e ilegal traición al país de un Ejecutivo que sólo ha sido un caballo de Troya de la peor de las derechas, de los poderes fácticos y del neoliberalismo criollo, más allá de todas esas cosas y más, estos meses han sido especialmente trágicos por la cantidad de accidentes de tránsito graves en el país.
En lo que va del año, hasta agosto, se han producido 16.746 siniestros de tránsito, 12.890 personas han salido lesionadas, y han muerto 1.433 compatriotas. Al ver datos es difícil ponerles cara, es complicado sentir empatía. Pero debemos entender que estamos hablando de 1.433 familias que han vivido la tragedia de perder a un ser querido, de 12.890 personas que han tenido que internarse en un hospital, pasar por un calvario de diagnósticos y médicos para buscar recuperarse, teniendo problemas en sus familias y trabajos. Hablamos de 14.323 familias que deben estar pasando por un infierno legal. Me atrevería a decir que la gran mayoría de familias en el Ecuador tienen seres queridos lesionados y fallecidos en accidentes de tránsito. Es evidente, y sería de necios negarlo, que las políticas de tránsito y movilidad históricamente han fracasado en nuestro país.
El otro día cruzaba una avenida en Cuenca por un paso cebra, y el carro que estaba lejos al verme aceleró a fondo, y tuve que correr para que no me atropelle. Lo primero que pensé es que debió haber sido algún exalumno o algún fanático cazador de correístas, de esos que tanto abundan en nuestros días, pero me equivocaba, no era más que un desconocido lanzándole el carro a un anónimo cualquiera. Si uno presta un poco de atención es fácil darse cuenta que esta práctica asesina se repite minuto a minuto, constantemente en nuestras calles. La cotidianidad del tránsito está plagada de conductas criminales: acelerar cuando otro está rebasando; lanzar el carro a quien sale de un estacionamiento; saltarse la fila y meter el carro a quienes si la hicieron; ignorar completamente las señales de tránsito; en la noche poner las luces altas, los neblineros y todos los focos que puedan cegar a los otros conductores; y en fin, cualquier cosa que permita ejercer la violencia, el desdén por la vida de los otros y las más bajas pasiones. ¿Qué le pasa a la sociedad ecuatoriana? ¿Es el tránsito un espejo de lo que somos, una metáfora perfecta, una fotografía detallada?
Creo que simplemente estamos muy lejos de entender la complejidad de la problemática de la movilidad en nuestro país, lo terrorífico es que tampoco nos esforzamos en hacerlo, y mucho menos en resolver los problemas. Al final, las personas muertas, la gente herida, terminan siendo sólo números que al cabo de unas semanas tiene rostro solamente para sus seres queridos.
Si definimos a fetiche como un ídolo u objeto de culto al que se atribuyen poderes sobrenaturales, ¿sería exagerado decir que los carros son un fetiche? Creo que no. Nuestro país, y el mundo creado por la globalización neoliberal, sufren claramente de un profundo cuadro de fetichismo donde el objeto de culto son los vehículos. Los carros nunca han sido un medio de movilidad, siempre fueron un símbolo de estatus, una materialización del poder. Su diseño, producción y distribución jamás han estado guiados por las necesidades humanas, de las sociedades y de las ciudades, sino por la lógica del negocio, simplemente para ganar más dinero. Es tan grande el poder que ha alcanzado este fetiche (y de quienes lo producen y venden), que nuestras ciudades se conciben, diseñan y organizan para los vehículos, y no para la gente. El marketing, esa disciplina que se encarga de que sintamos que nuestra vida es una porquería para vendernos la felicidad en la forma de algún producto, ha conseguido que los carros sean un símbolo de nuestro éxito. Tener acceso a un carro nunca fue visto como un privilegio y una responsabilidad, sino que siempre fue entendido como un derecho sin serlo.
Pero aquí conducir un vehículo no es una forma de movilidad, sino un ejercicio de poder, y el carro la herramienta que nos permite instrumentalizarlo. Si nos fijamos en cómo conducimos las y los ecuatorianos, ¿será correcto concluir que ejercemos el poder con una nula empatía y con un impresionante desprecio por la vida del resto?
Se dice que sólo un estúpido busca tener resultados distintos haciendo exactamente lo mismo. Esa frase es un excelente resumen de la planificación, administración, regulación y control del tránsito en el Ecuador (aunque también de la religión neoliberal). Es indiscutible que las distintas instituciones de tránsito en el Ecuador se han inspirado y han tomado sus experiencias, procesos y trámites directamente de la historia de El Proceso de Franz Kafka, habiendo conseguido el milagro de la encarnación de esta novela en el mundo material.
La movilidad en el Ecuador necesita transformaciones profundas, aprendiendo de la historia, por eso es indispensable casi comenzar de cero, para no repetir vicios y garantizar el derecho a la vida, y a la movilidad, y no para avalar el éxito de unos pocos negocios. Necesitamos que quienes conducimos seamos evaluados psicológicamente, para ver si somos aptos para hacerlo. Es urgente que el transporte público sea organizado para el bien común, y no para que una minoría se llene los bolsillos. Es fundamental que erradiquemos ese desprecio por la vida que nos caracteriza y que gestemos un poco de empatía. Pero, sobre todo, es urgente que nuestras ciudades sean para la gente y el bien común, y no para los carros y quienes lucran de ellos. Tenemos que admitir que el tránsito en Ecuador habla muy mal de nosotros y de lo que somos, muy distinto de lo que decimos ser.