Por Natacha Reyes
22 de diciembre, a las 18.55.
Lorena no duerme. Joaquín tampoco. El abuelo se despierta a media noche pese a los calmantes. Ellos no se conocen entre sí, porque viven en Quito, Cuenca y Guayaquil, pero antes de acostarse han leído ese mismo trino: “como padre de familia y su comandante en jefe…”
Esa tarde, ella se encontró en el supermercado con una antigua compañera de trabajo, ambas corrían detrás del último pollo grande navideño. Ya no alcanza para el pavo, comenta Cristina, como humillada. Eso es lo de menos, dice Lorena, frente a la violencia.
Cristina trabaja en un consejo de protección de derechos, y reconoce que se le cae la cara de vergüenza por solo alcanzar a dar consejos a la comunidad. Y nada más hermana, porque el que sabemos, es vengativo. Estamos esperando que se vaya, qué más nos queda.
Lorena al despedirse no resiste decirle al oído: haz tu trabajo, te toca.
Joaquín regresa del último día de clases de canto en un centro municipal. Volver a casa es un alivio. Por más que intenta hacerlo antes, los buses van repletos. Desde hace tiempo le asusta caminar desde y hacia la parada del bus. Las desapariciones cerca de su barrio le aterrorizan, pero no puede mostrar miedo.
Tiene 16 años y le gustan las cosas alegres de las redes sociales, aunque a veces se filtran mensajes que no entiende, como ese que llega ni bien entra en su urbanización. En la calle activar su celular es suicida.
El abuelo se siente dentro de todo, afortunado. Su diálisis se realizó en un centro que aún funciona, pese a los cortes. No entiende porqué se habla de que el tiempo pasado fue peor. Falso, el IESS que daba atención preferencial a los ancianos, ahora está desmantelado. Lo sabe porque trabajó como técnico en mantenimiento de equipos hospitalarios.
Han desaparecido cuatro niños. Ya todos lo saben y no pueden dormir.
Aunque sus rostros no hayan sido difundidos masivamente hasta entonces con el típico letrero del 1800-335486 del Ministerio del Interior, es noticia nacional. Eran deportistas y sus familias los buscan.
A diferencia de otros, se sabe por cámaras públicas quiénes se los llevaron.
El comandante en jefe de esos militares reconoce que tiene que responder, porque él los manda. Él usa ropa de camuflaje. Él se viste con ropa militar, casco y chaleco antibalas. Él dirige operativos en los barrios suburbanos, cientos de fotos lo difunden en medios.
Él mismo escribe sus trinos.