No es posible gobernar desde la indecencia. O desde la deshonestidad, según sea el caso, dependiendo de los niveles de codicia que hayan llevado a ese personaje, hombre o mujer, a la disputa del poder. El camino a la desvergüenza -en cualquier caso- siempre estará a la vuelta de la esquina porque la historia real se encargará de sentar un veredicto y dejar las cosas en la dimensión que demanda la justicia para quienes mintieron o engañaron solo para alcanzar ciertos dividendos políticos.
Si existe un lugar maloliente y nauseabundo en la política es el de ambición, cuando el patrón dinero marca los designios del ser humano y se desborda. Porque los políticos insaciables, nunca miden hasta dónde les pueda llevar la avidez ni a quienes vayan a afectar en el camino: lo suyo siempre será la destrucción y la procacidad, el cinismo sin límites. En esa siniestra ecuación: poder, capital, cálculo hay algo diabólico. Es ahí -en el umbral de la indecencia- cuando surgen las aberraciones morales, la personalidad se atrofia y se extingue la autoridad de la conciencia para producir grandes acontecimientos históricos.
Porque los elementos del engaño de las élites políticas y económicas han sido el voluntarismo, los ‘modelos exitosos’ (lo de Guayaquil, sin políticas poblacionales es de miedo) la caridad o la filantropía. Políticos y empresarios, la dupla de la conveniencia, crean fundaciones, hacen teletones, centros de apoyo, lugares de acogida y donan periódicamente exiguas cantidades de dinero, que con toda seguridad nunca salen de sus bolsillos, repletos de cocodrilos para nadie les meta la mano. Después contratan cuñas publicitarias y diseñan la propaganda altruista que se difunde a través de sus propios medios de comunicación o pautan en las radios y periódicos alineados a sus intereses. La concentración del poder, grosera y retardataria, no deja de sorprendernos cuando en medio de la crisis sanitaria por la pandemia cierran sus empresas y despiden empleados y trabajadores.
El antecedente ontológico está en el momento que los políticos hacen su primera promesa, por lo general al fragor de la campaña electoral. Y esa disyunción con los votantes se vuelve después ley, su ley, la de la impunidad, porque esa promesa falsa y no cumplida de cambiar las cosas, confabula enseguida contra la comunidad del ser como presencia. De ahí a la traición y la alevosía hay un solo paso.
Los políticos alevosos, que antes ‘cuestionaron al sistema’ desde un supuesto discurso de izquierda, no tardaron en subirse al armatoste de la victoria, como ocurrió enseguida de la llegada a la presidencia de Lenin Moreno. Fueron los frívolos y los frígidos, expulsados o excluidos de la revolución ciudadana y del gobierno de Correa por aprovechados y anodinos, los que se dispusieron a construir el catálogo del nuevo orden, a su imagen y semejanza. Primero cercaron al mandatario y se apropiaron de aquellas instancias del poder, como el ministerio de gobierno, la secretaria de la presidencia, el Seguro Social (afectado en estos días por casos de corrupción que nadie quiere investigar) comunicación, Bienestar Social, subsecretarías, etc., para gobernar a sus anchas.
Después, Moreno y sus socios negociaron -esa es la palabra- con la derecha, empresarios y banqueros con el compromiso abierto de favorecer sus futuras ganancias. La firma posterior de una carta de intención con el Fondo Monetario apenas fue una consecuencia espuria de aquello. Juntos se deshicieron del vicepresidente Jorge Glas con acusaciones falsas. Después del fiasco de la gestión de María Alejandra Vicuña designaron a Otto Sonnenholzner Sper, un advenedizo radiodifusor guayaquileño como su reemplazo, que pretenden instituir como el candidato único para las elecciones presidencias de 2021.
A partir de esa política concentrada, desmantelaron el estado de derecho y la institucionalidad, redujeron el presupuesto en educación, salud y las inversiones sociales. Y la gran justificación fue el combate a la corrupción que se ‘inauguró en el gobierno anterior’, para convertir este pretexto en una categoría moral desde la cual se debía sancionar a los culpables.
La libertad (de pensamiento, de expresión, de participación) y los derechos, desde hace 3 años, están reducidos a un enunciado para condicionar la conciencia de los ciudadanos. Fue el tanteo morenista y el inicio de la repartija del poder, cuya parte gruesa le correspondió al grupo ‘ruptura de los 25’ con la señora María Paula Romo a la cabeza. Es la funcionaria de mayor jerarquía en el gobierno, que se exhibe en público de manera amplia y profusa, que hace gala de un narcisismo deslumbrador, disposición fláccida con la que se entrega al regodeo diario de su autoritarismo y prepotencia, afectación que le crece para revalidar esa cualidad camaleónica que ahora es su imperativo pragmático.
Esencialmente aristocrática y torpemente nihilista, es la ministra del desaforo, de la dialéctica sombría porque ya no tiene demasiadas simpatías con quienes sufren. Lo demostró en octubre del año pasado y lo vuelve a demostrar en la actual emergencia sanitaria, porque el signo fundamental de este periodo suyo ha sido la imposibilidad de la transparencia. Los muertos por el coronavirus, dentro de la lógica económica, es decir, la rapiña inmediata, apenas son el excedente no rentable de la población que repudia y desecha el sistema. La sociedad que debe achicarse a través del exterminio.
La ministra de la prepotencia y el autoritarismo es un fracaso. El gobierno de Moreno es un fracaso. La derecha, los empresarios y banqueros que sostienen a Moreno, son los directamente responsables de este nuevo fracaso. También los ‘intelectuales orgánicos’ como Tinajero, Vela y Rodríguez, con sus dislates, ‘anacronismos regresivos’ y sus estúpidas declaraciones políticas, que ahora escriben en los diarios nacionales porque ya no pueden hacer otra cosa, y que en virtud del ‘manejo profesional de las ideas’, son los agentes de publicidad del sistema y solícitos ‘funcionarios de las clases dominantes’.
En el maloliente territorio de la ambición sin límites, cuando los hechos de sangre marcados por el delirio le convirtieron en un estropajo, Lady Macbeth (personaje amargo y deplorable de la obra Macbeth de Shakespeare) que pretendía el trono de Escocia, instigadora y cómplice de crímenes atroces junto a su esposo, erraba con una vela encendida en la mano derecha -como en el cuadro La pesadilla del suizo Henry Fuseli (Museo del Louvre Paris)- por las habitaciones de su palacio, poseída por un arrebato incontrolable que le hacía desvariar. Al borde de la locura y destruida por la culpa se lavaba las manos de manera compulsiva porque literalmente veía manchas de sangre en todos lados.
Es la puerta a la ruindad y la impudicia moral y ética. Que no le vaya a pasar lo mismo a la ministra de gobierno (y a sus acompañantes) y la veamos, ya mismo, deambular con una vela mortecina en la mano derecha -metáfora de su ideología- acosada por la mala conciencia, en los oscuros recovecos de su despacho o en los pasillos cenagosos del palacio de Carondelet.
Después, cuando este ingrato periodo de una desdichada administración morenista haya concluido, lo ‘azarosamente recordado deberá coincidir con lo (no) olvidado que volverá a revelarse’, (F. Castro Flores 1992) al modo que las circunstancias históricas, políticas y sociales lo demanden. Y que ojalá sea más temprano que tarde, cuando la mayoría del país tome las decisiones correctas y vuelva a elegir a sus representantes más idóneos. Y se dé paso a un nuevo ánimo constituyente para recuperar la institucionalidad, el derecho y la democracia.