Cuando me refiero a “nuestros derechos políticos”, me identifico con esa amplia corriente progresista latinoamericana y ecuatoriana, inclusiva de demócratas, izquierdistas y revolucionarios/as, que busca transformaciones profundas a favor de las mayorías y que ha sido excluida al extremo de la proscripción por la dictadura que hoy sojuzga a nuestro pueblo.
Cuando afirmo que en el Ecuador de 2020 existe tal situación, me retrotraigo a ese pasado en el que las violaciones más brutales de colonialistas y latifundistas sobre los cuerpos de nuestros ancestros/as les excluyeron de todo sentido de humanidad, tal como hoy el ensañamiento de los/as déspotas sobre los cuerpos perseguidos, engrilletados y encarcelados de la dirigencia progresista les ha negado todo derecho.
Cuando escucho los discursos de la derecha pretendiendo despreciarnos como “borregos” o “correístas” e intentando estigmatizarnos como “corruptos”, como sarnas que deben ser extirpadas del cuerpo social para que sane, me viene a la memoria la demonización curuchupa del radicalismo alfarista que llevó a su asesinato y la que han vivido y siguen viviendo los/as comunistas perseguidos/as como signos del “mal” por parte del imperialismo.
Cuando identifico, entonces, un “nosotros” excluido, discriminado, perseguido en el 2020, reconozco que no es nuevo. Persistentemente, ha acompañado el ejercicio del poder político en Ecuador. ¿Acaso las nacientes “repúblicas” del siglo XIX no fueron excluyentes al otorgar la ciudadanía exclusivamente a los hombres, blancos, ricos y hasta católicos? ¿Acaso la ciudadanía no fue reconociéndose a cuentagotas a lo largo del siglo XX, hasta recién convertirse en una posibilidad con la Constitución de 1978?
Cuando declaro que hoy existe exclusión de los derechos políticos focalizada en el progresismo, proclamo la imposibilidad de las elites dominantes para construir la promesa de República Democrática Liberal que hicieran a fines de los 70. En realidad, esa pretendida República fundada en 1978 nació muerta, pues emergió de la confabulación, la mentira y la más escandalosa proscripción política y así mantuvo su juego en los gobiernos oligárquicos-neoliberales, que siguieron ejecutando esas prácticas tramposas, mientras llevaban al país a la bancarrota total a fines del siglo XX.
Cuando palpo nuevamente el juego de la proscripción política, percibo el miedo de una oligarquía históricamente cobarde frente a la insurgencia de los/as excluidos/as y que hoy tiembla frente al indómito voto de los/as progresistas.
El progresismo puede ser formalmente excluido. Pero la legitimidad está de su lado. Puede ser desacreditado, pero no doblegado su poder moral. Podrán los/as dictadores/as proscribirnos, pero lo que no podrán impedir es la existencia del progresismo, su realidad, su ser, su latido en la subjetividad y en la identificación del pueblo. No podrán impedir con sus decisiones espurias, que siga marcando la cancha de la escena política de este país y señalando quiénes son efectivamente los proscritos, los que temen medirse frente a la preferencia de las masas.