Por Consuelo Ahumada
Las reformas no son improvisadas ni plantean un “salto al vacío” como se dice insistentemente, ellas responden al programa por el que votó la mayoría de la población.
Hace poco más de una década, cuando arrancaba la alcaldía de Gustavo Petro en Bogotá, hice parte del gabinete distrital como secretaría de Integración Social. Una experiencia muy corta pero intensa, que me permitió conocer de primera mano los enormes retos y dificultades que enfrenta un gobierno empeñado en propiciar cambios de fondo.
La resistencia venía de muchos lados. Las fuerzas políticas derrotadas en las elecciones; los poderosos intereses económicos de la ciudad y del país; las entidades de control, al servicio de estos; el Estado mismo y buena parte de las leyes y la normatividad vigente, destinada a impedir el cambio y a legitimar el saqueo de los recursos públicos; el afán de ganancia y los criterios financieros.
“No se puede” era la respuesta que escuchaba de funcionarios y abogados de la entidad cada vez que pretendía cumplir con la directriz del alcalde de hacer jardines infantiles. Atender a la primera infancia, brindarle amor y alimentación y facilitarles la vida a millones de madres trabajadoras fue la preocupación prioritaria de la administración distrital.
Fueron muchos los programas con los que se incrementó la inversión social de manera notoria. Salud a su casa, atención primaria y rescate de la red pública hospitalaria; alimentación escolar, reducción de la desnutrición infantil, abaratamiento de transporte público para los sectores más desfavorecidos; programa basura cero, fortalecimiento de las empresas estratégicas del distrito; ordenamiento de la ciudad alrededor del agua.
Todo ello despertó la oposición permanente de los poderosos empresarios de los grandes negocios, apoyados por la gran prensa. El alcalde fue destituido durante un mes e inhabilitado por el entonces procurador Ordoñez.
Por supuesto que la administración cometió errores, algunos de ellos serios. Pero el saboteo, la calumnia y la difamación fueron la causa de muchos de sus enredos.
Pero sus aciertos y logros fueron muy positivos para la mayoría de la población, en particular para los sectores más pobres y excluidos, entre ellos las mujeres.
Es innegable que en la capital se construyeron las bases del cambio social y de la transformación de lo público. Por ello en las elecciones presidenciales la ciudad votó masivamente por el cambio.
Diez años después, cuando Petro cumple su primer semestre en la Presidencia, los retos y peligros que enfrenta son muchísimo más serios.
Basta mencionar solo algunas de las prioridades establecidas en la agenda inmediata: aprobación del Plan Nacional de Desarrollo, con las reformas centrales del cambio, y la adición presupuestal para financiarlas.
Búsqueda de la paz total, discusión y aprobación de todas las leyes y disposiciones que permitan alcanzarla, incluida la ley del sometimiento a la justicia; reforma agraria e inversión en infraestructura rural; reforma a la política antinarcóticos, de manera que se persiga a los traficantes y no a los cultivadores; modificación del acuerdo de extradición con EE. UU.: salud, trabajo y pensiones; educación gratuita a todo nivel; ministerio de la igualdad; renta básica para madres cabeza de familia.
Petro y Francia recogieron el descontento de décadas, que se expresó en el estallido social de hace dos años, y lo transformaron en esperanza
Todo ello es la concreción del programa por el cual votó la mayoría de la población, con el que Petro y Francia recorrieron ciudades y regiones muy afectadas por el conflicto armado y el abandono histórico del Estado. Recogieron su descontento de décadas, que se expresó en el estallido social de hace dos años, y lo transformaron en esperanza.
Por ello, las reformas no son improvisadas ni plantean un “salto al vacío”, como se dice con insistencia. Es cierto que en algunos casos ha faltado mayor claridad y precisión, ha habido contradicciones y desencuentros. Han sobrado afirmaciones y anuncios. Pero esto no es el fondo del problema.
Los criterios y prioridades del gobierno del Cambio, además de lograr la paz total, han sido bastante claros:
Primero, atender la crisis económica y la emergencia social del país. Para ello, hay que tomar medidas inmediatas, en términos de subsidios a distintos sectores de la población en zonas de desastres, derrumbes, inundaciones, hambrunas, aislamiento de poblaciones enteras.
Segundo, apoyar la producción campesina y agraria en general, después de décadas de abandono y de importaciones masivas de alimentos. Se requiere tierra, semillas e insumos, agroquímicos, asesoría técnica, comercialización. Esto es fundamental, en medio de la inflación global y de las enormes dificultades de las cadenas globales de suministros.
Tercero, incentivos para la pequeña y mediana industria y la economía popular en general. Se necesitan créditos subsidiados y subsidios.
Cuarto, reformas sociales fundamentales, que mejoren las condiciones de vida de millones de personas en Colombia: salud, trabajo, pensiones, educación, servicios públicos domiciliarios.
En todo este proyecto de cambio, el Estado tiene que ponerse al frente, decidir, planificar, ordenar prioridades y asignar los recursos que se requieran.
La pandemia y la crisis económica y climática globales demuestran que el neoliberalismo entró en bancarrota. No importa que en Davos se resistan a aceptarlo. Nuestros economistas trasnochados, fieles a la banca internacional, siguen invocando la supuesta voz del mercado para tomar decisiones.
Por supuesto que no se trata de acabar con lo privado, cuya experiencia y aporte son fundamentales en algunos sectores. Pero todos ellos deben aceptar rebajas en sus enormes ganancias y supeditarse al interés supremo del país, representado en el gobierno del Cambio.