Por Ramiro Aguilar Torres
Henry Kissinger en su libro sobre el Orden Mundial nos refiere una expresión del ex secretario de Estado George Shultz: “Los estadounidenses, como pueblo moral que somos, queremos que nuestra política exterior refleje los valores que defendemos como nación. Pero los estadounidenses, como pueblo práctico que somos, también queremos que nuestra política exterior sea efectiva”.
No es este el lugar para debatir el contenido axiológico de la política exterior norteamericana; pero si el de su practicidad.
En palabras del propio Kissinger: “Mientras Estados Unidos aprende las lecciones de sus guerras del siglo XXI, es importante recordar que ninguna otra gran potencia ha infundido a sus esfuerzos estratégicos aspiraciones tan profundamente sentidas hacia el progreso humano. Hay algo especial en una nación que proclama como sus objetivos bélicos no solo castigar a sus enemigos, sino mejorar la vida de su pueblo; que ha buscado la victoria no en el dominio, sino en compartir los frutos de la libertad. Estados Unidos no sería fiel a sí mismo si abandonara ese idealismo esencial. Tampoco conservaría a sus amigos (o ganarían la amistad de sus adversarios) dejando de lado un aspecto tan crucial de su experiencia nacional. Pero para ser eficaces, estos aspectos ambiciosos de su política deben ir acompañados por un análisis no sentimental, realista de los factores subyacentes, incluida la configuración cultural y geopolítica de otras regiones”.
Está claro que los Estados Unidos tratan de vender a los países bajo su zona de influencia su modelo económico. Cualquier acto de su gobierno fuera de su territorio tiene como propósito sostener y defender los intereses económicos de sus inversionistas. En este contexto y particularmente en América Latina, Estados Unidos utiliza una estrategia de pinza para lograr sus objetivos. Una tenaza está formada por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial; y la otra tenaza está compuesta por dependencias del propio gobierno como la Fundación Nacional para la Democracia (National Endowment for Democracy, NED); o la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional USAID.
FMI y BM le sirven a los Estados Unidos para entregar fondos a ciertos países a cambio de ajustes macroeconómicos que aseguren que sus gobiernos tengan el flujo de caja suficiente para pagar las acreencias a tenedores de bonos de su deuda pública externa; y la NED o USAID le sirven para transferir fondos hacia ONG´s; periodistas, políticos, y activistas de derecha para torpedear constantemente al progresismo.
Para el gobierno norteamericano libertad es fundamentalmente libre mercado; y democracia, fuera de sus fronteras, es sinónimo de regímenes obsecuentes a sus políticas neoliberales. El progresismo le estorba porque propone un modelo de Estado regulador y controlador del mercado; y porque (sobre todo en la última década), diversificó sus operaciones crediticias con fuentes de financiamiento público distintas al FMI o al BM como lo son China, Rusia y otras economías emergentes.
En este escenario geopolítico, la primera cuestión que debería plantearse la división correspondiente del departamento de Estado norteamericano es si los millones de dólares canalizados durante años hacia América Latina a través de NED o USAID han dado los resultados esperados por ellos. Periodistas contratados a dedo para montar portales con nombres sacados de algún párrafo de James Ellroy; movimientos políticos llenos de incompetentes y oportunistas que han usado esos fondos al igual que ciertas ONG`s para vivir del cuento; políticos golpistas que en sus gestiones dejan una estela de corrupción y muerte. Todo esto debería ser contrastado con los resultados electorales de Argentina y Bolivia. Es evidente que la política norteamericana de boicot al progresismo ha fracasado. Se tomarán su tiempo para replantearse la estrategia y, desde luego, ante lo que parece muy posible, esto es el regreso pleno del progresismo a la región, tratarán de abrir canales de diálogo con sus gobiernos y, sin duda, irán dejando en la estacada a los incompetentes y corruptos periodistas, políticos, militares, fiscales, jueces y demás personajes sombríos que bajo el esquema de consultorías, fondos concursables o capacitaciones oficiales, han vivido del contribuyente norteamericano bajo el pretexto de ser los paladines de la libertad occidental.
Pese a toda esta guerra política sucia, los electores siguen confiando en el progresismo por una razón sencilla: el contraste.
En efecto, el elector latinoamericano después de diez años de regímenes progresistas que lograron mejorar los servicios públicos y generar empleo, lo mínimo que quiere es que esos estándares se mantengan en los futuros gobiernos. Sin embargo, es evidente que los gobiernos neoliberales auspiciados por los Estados Unidos, en pocos años, no solo que fueron incapaces de superar los niveles de vida fijados por el progresismo, sino que fueron una verdadera cuadrilla de demolición del desarrollo y la democracia. En el contraste, gana el progresismo.
La política exterior norteamericana es pragmática y resultadista, por esta razón no me cabe duda que ya no será la misma en América Latina después del contundente triunfo del Movimiento al Socialismo en Bolivia.