Por Atilio Boron
La derecha radical ha obtenido una resonante victoria en las elecciones italianas. Su representación parlamentaria, de la cual surgirá el primer ministro, llega a las 235 bancas. Esto surge de la suma de los Hermanos de Italia – de lejos la expresión mayoritaria-, la Liga del Norte de Mateo Salvini, Forza Italia del “cavaliere” Silvio Berlusconi y del mínimo aporte de Nosotros Moderados. La mayoría absoluta, necesaria para formar gobierno, es de 201 diputados. La coalición de centroizquierda (Partido Democrático· más la ·Alianza Verde y de Izquierda, el Más Europa y otra fuerza menor) suma 80 escaños. El Movimiento 5 Estrellas, sumido en una permanente mutación ideológica, se alzó con 51 escaños, Acción más Italia Viva otros 21 y otras fuerzas políticas muy minoritarias con 4. Tal como están las cosas es altamente probable que la neofascista Giorgia Meloni se convierta en la Primera Ministra de Italia, la primera desde la fundación de la República en 1946.
Habrá que ver cómo se las ingenia para gobernar un país tan complejo como la Italia actual con un sistema de ideas en donde conviven con gran dificultad el neoliberalismo económico con un acendrado tradicionalismo ideológico (en relación a temas como el papel de la mujer en la sociedad, el aborto, la sexualidad, la religión) condimentado todo esto con una revulsiva dosis de xenofobia e islamofobia.
Sin restarle méritos a su victoria de todos modos habría que tener en cuenta que la gravitación los Hermanos de Italia en las urnas estuvo lejos de ser aplastante: obtuvo, sí, un 26 por ciento de los votos. Meloni triunfó pero estuvo lejos de alzarse con una victoria apabullante. Además sus socios, gracias a los cuales llega al 44 por ciento de los votos, no son precisamente un modelo de fidelidad o coherencia políticas. El “Cavaliere” es un hombre que no conoce escrúpulo alguno a la hora de pujar por el poder, y Salvini no dejará de conspirar contra Meloni para llegar a ser el Primer Ministro. Es decir, aquélla no la tendrá nada fácil para mantener su coalición, sobre todo cuando comience a gobernar y deba tomar durísimas decisiones en materia económica en un contexto de alta inflación y precios exorbitantes de la energía y los alimentos.
En todo caso la performance electoral de Meloni está lejos de las marcas que se obtienen en Hungría y Polonia, los dos países europeos con mayor proporción de voto ultraderechista. Los guarismos electorales de estos dos países fluctúan en torno al 60 por ciento en el caso de los magyares, y el 50 por cierto en Polonia. En otros países europeos, con formaciones ultraderechistas de peso, su gravitación electoral oscila entre el 20 y el 30 por ciento: casos de Bélgica, Suiza, Eslovaquia e Italia. En España, de la cual se habla mucho, Vox registra un promedio del 15 % del caudal electoral. Lo de Meloni es importante pero para nada excepcional.
La derecha radical europea es hija de la profunda crisis del capitalismo global y de las guerras que Washington ha estado provocando en el Mediterráneo Oriental (Siria, Líbano, Irak), en Libia, en el Medio Oriente (Yemen, el genocidio de los palestinos a manos del régimen israelí), su criminal aventura en Afganistán y, ahora, la “guerra por procuración” que gracias a Volodímir Zelenski, un criminal de guerra disfrazado de Rambo y completamente al servicio de Washington, se libra en Ucrania tensionando aún más el equilibrio de las sociedades europeas. Si la primera, la crisis capitalista, arrojó millones de subsaharianos y habitantes del Medio Oriente y Asia Central hacia sus metrópolis coloniales, las interminables guerras del imperio terminaron por alterar con sus grandes oleadas de refugiados la fisonomía sociológica de la vieja Europa de posguerra: blanca, cristiana, étnica, política y culturalmente homogénea. Eso ya es cosa del pasado y cualquiera sabe que en estos procesos de acelerada transformación de la estructura sociodemográfica y cultural de una sociedad invariablemente surgirán grupos que rechazarán visceralmente esos cambios y desarrollarán una conducta agresiva ante los indeseables “invasores” procedentes de otras latitudes y, para colmo, portadores de unas culturas, valores, prácticas sociales radicalmente distintas a las preexistentes que, por supuesto, con consideradas como “normales” y de universal validez.
Meloni y la extrema derecha italiana representan la reacción ante ese estado de cosas. Si la crisis del capitalismo y las guerras del imperio, engendran figuras monstruosas como Orban, Trump o Bolsonaro, no es menos cierto que el neofascismo también se alimenta de la reticencia de las izquierdas -o su pusilanimidad- a la hora de impulsar un programa de transformaciones radicales que esté a la altura de la radicalidad del holocausto social y ecológico que ha producido el capitalismo actual. En una situación tan extrema como ésta, en donde el futuro de la humanidad está en riesgo, no hay lugar para tibios ni neutrales, ni para quienes confunden la política con un infinito diálogo habermasiano del cual supuestamente brotará un acuerdo. Aquél está muy bien para los claustros universitarios, pero para gobernar hay que hablar lo mínimo indispensable y actuar con la máxima energía para doblegar a quienes defienden con fiereza sus intereses, no quieren que nada cambie y que todo siga como está. No se los convencerá con palabras ni con la eterna búsqueda de imposibles consensos.
Los agentes sociales de la desigualdad y la injusticia no se rinden ante los discursos; se los deberá subordinar con hechos, con decisiones gubernamentales. La incapacidad que las izquierdas (o el progresismo en general) han demostrado en Europa hizo que la protesta ante los estragos de la mal llamada civilización del capital esté siendo capitalizada por los demagogos neofascistas. Sería bueno que en Latinoamérica aprendiéramos la lección y que la izquierda y el progresismo hagan lo que tienen que hacer, sin esperar a mágicas modificaciones de la tan remanida “correlación de fuerzas.” Un año después de la Marcha sobre Roma de 1922, tan admirada en estos días por la Meloni, la marxista y feminista alemana Clara Zetkin (a quién se le debe la celebración del 8 de Marzo como el Día Internacional de la Mujer), escribió que el “fascismo era el castigo que se le aplicaba al proletariado por no haber sido capaz de continuar la revolución iniciada en Rusia.” Sería imperdonable que olvidáramos tan sabia observación.
Tomado de Pág. 12