Por Santiago Ribadeneira Aguirre
Vuelve a calzar la frase emblemática que pronunciara Marcelo, uno de los personajes secundarios de la obra Hamlet de William Shakespeare (Acto I escena 4), en el escenario nacional: “Algo huele a podrido en Dinamarca”. Esta gran metáfora shakespereana ilustra el estado de putrefacción que invadía al reino de ese entonces que, como el pescado, comenzó a descomponerse desde la cabeza. Los olores putrefactos que ahora envuelven al gobierno del banquero, pueden percibirse desde todos los rincones del Ecuador porque la intensidad de las fetideces brota desde las bases del mismo sillón presidencial.
La corrupción generalizada –no hay, prácticamente, ninguna instancia gubernamental donde no se detecten irregularidades y malos manejos– es la estofa y la condición moral del banquero. ¿Lo que debemos esperar los ecuatorianos es la consumación del ‘encuentro’ con más putrefacción, más malversaciones, más violencia, más injusticias, inequidades y despilfarros del tesoro público? La prensa deshonesta, (bastaría ver la entrevista de cierto portal al banquero) en este laberinto de descomposición y arbitrariedades, se ha encargado de ‘retirar los cadáveres’ –como en la obra de Shakespeare– para asegurarle al mandatario y a sus secuaces los espacios de impunidad que necesitan para ocultar sus fechorías y evadir la ley.
Digamos que el ‘soberano’, por lo pronto, necesita de los cadáveres (algunos ya han huido del país) para justificarse a sí mismo, reclamando honorabilidad para sus allegados y parientes a quienes prácticamente ha declarado inocentes. Tal es el grado de cinismo del banquero que acaba de naturalizar la corrupción, convocando, además, a una consulta popular mañosa, después de lo cual (si acaso gana el sí) podrá reclamarles a los ecuatorianos obediencia y consentimiento para seguir con sus fechorías.
La singularidad obscena del gobierno y del banquero es el enriquecimiento indebido, compulsivo no solo impúdico. Ha sido la práctica de siempre perfeccionada los últimos diez años, mientras fue candidato. Se preparó para el latrocinio, el fraude y el chantaje, más no para gobernar, por eso llamó a un ‘acuerdo nacional’ en el que solo tenían cabida las élites de los poderosos: empresarios, banqueros y medios de comunicación mercantiles. La gran trilogía de la estafa democrática que está funcionando como un reloj suizo en el reparto de contratos con el Estado, de ministerios y demás cargos públicos, o la quiebra deliberada de instituciones para provocar su privatización, resuelta sobre un manto diario de mentiras y justificaciones espurias.
El banquero resultó ser no solo un político cualquiera, básico, de medio pelo, mediocre que, sin embargo, ha devenido en un oportunista que pide a gritos a sus súbditos que retiren los cadáveres y barran los restos de la escena que su antecesor dejó, también un abyecto conspirador de medio pelo, para él adueñarse del poder. Que aprendió, como Moreno a moverse en lo oscuro, en el contexto de los entresijos de la corrupción, acusando a sus adversarios de ser narcotraficantes.
No podemos dejar que la pestilencia y la venganza se conviertan en una práctica y en una política de Estado o que el gobierno del banquero termine de ser la contradicción irresoluble, histórica para mantener la falsa racionalidad de que jamás podremos llegar a alianzas necesarias, amplias y participativas que afloren desde las mismas entrañas de la participación ciudadana y democrática.