Jorge Vicente Paladines

«La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa».
 Karl  Marx

Han transcurrido 47 años desde que Richard Nixon empleara el término de “guerra contra las drogas” para generar una salida bélica frente a un fenómeno que se nos muestra como inconmensurable. Las drogas se presentan como una de las principales amenazas mundiales, capaz de penetrar estructuras sociales, estatales, políticas o económicas mediante una difusa consecución de problemas que derivan en violencia, corrupción, adicción, ilegalidad o, simplemente, caos. Desde entonces, se planetarizó la seguridad por medio de una agenda que incluso logró la adhesión de los países socialistas, quizá sin calcular el protagonismo militar que Estados Unidos alcanzaría más allá de la guerra fría.

Pero lo inconmensurable han sido sus consecuencias, desde los millones de dólares que mueven las organizaciones criminales hasta los recursos de nuestros pueblos destinados a alimentar ejércitos y balas. Un movimiento colosal de dinero mientras crecen los riesgos asociados de drogas cada vez más letales, así como el encarcelamiento y la muerte de miles de personas por obra de las violencias más que de las adicciones. Para muestra un botón: Colombia.

El domingo 27 de mayo habrá elecciones presidenciales en Colombia, un país caracterizado por la incapacidad de sus gobiernos para asumir una política de drogas diferente, es decir, que apueste primero por intervenciones sociales en los municipios tomados por el narcotráfico. Para nadie es un secreto que el Pacífico colombiano es un mito, desde la promoción turística internacional –que ni siquiera lo menciona– hasta la “presencia” del Estado a través de infraestructura vial, educativa o sanitaria. Lo peor que le puede pasar a un colombiano es enfermarse o soñar con ir a la universidad, pues nuestra hermana nación no cuenta con una seguridad social como la ecuatoriana; además, sus jóvenes pueden ser increíblemente constreñidos a realizar el medieval servicio militar obligatorio.

Con tratados de extradición con Estados Unidos, gruesa cooperación y asistencia militar, siete bases y constante presencia en los mares, Colombia tiene hoy la mayor producción de coca de su historia. El monitoreo de sus territorios afectados por los cultivos ilícitos, elaborado para la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, destaca que en 2016 se incrementó en un 52% la superficie en hectáreas de cultivos de coca frente al 2015. De 96 mil hectáreas Colombia pasó a tener 146 mil. Así, la característica de su política de drogas se reduce a la siguiente ecuación: mientras más se fumiga más crece.

Los lamentables acontecimientos en Ecuador coinciden con la extensión de la violencia del narcotráfico vertido desde Colombia; pero, también con la proximidad de sus elecciones. Aunque la prognosis académica intente explicar que Ecuador juega un rol importante en el tránsito y la disputa de las rutas de las organizaciones criminales, la posición geopolítica de Colombia podría colocarnos como un simple satélite. Para las potencias del mundo los problemas de Colombia son más importantes que los de Ecuador, tanto en los niveles de cooperación como en la incidencia de su política.

Después de una historia interminable de asesinatos a líderes sociales y candidatos progresistas, por primera vez en décadas la izquierda colombiana tiene posibilidades reales de llegar a la presidencia a través de Gustavo Petro. Un economista, ex militante del M-19 y ex alcalde de Bogotá que, precisamente, plantea una política distinta a la convencional guerra contra las drogas, mediante un programa que acerca los derechos sociales a los lugares donde se desarrolla el latifundio y el narcotráfico. La antípoda de Iván Duque, el candidato que promete el mismo discurso guerrerista del ex presidente y ahora senador Álvaro Uribe. 

Mientras las agencias de seguridad de Colombia, Ecuador y ahora Estados Unidos buscan a “Guacho”, la candidatura de Petro resulta cada vez más incómoda, no sólo para los tradicionales y emergentes grupos de poder, sino también para quienes viven del presupuesto o gasto guerrerista. Así, la búsqueda de cooperación y asistencia fundamentalmente militar, como también la renuncia a nuestro papel de garante de la paz con el ELN, refrenda en territorio ecuatoriano el discurso belicista de Uribe, dando aliento a las posiciones que aún sostienen que el fenómeno de las drogas se resuelve con más intervenciones militares en lugar de sagaces y pacíficas políticas públicas. Nos olvidamos entonces que la paz tiene una firme recompensa al final, más estable que una guerra donde su mayor éxito sigue siendo el fracaso.

 

 

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