Por Abraham Verduga
Crecí en el seno de una familia profundamente cristiana, de ese cuño católico, apostólico y romano que se forja en la vivencia diaria de la fe. En casa, el ritual dominical de la misa no era negociable, y la disciplina en torno a los sacramentos se vivía casi con devoción intachable. Sin embargo, la fe católica no fue solo una herencia cultural, sino un legado de mi abuela materna, Keca, la única de mis abuelitas que aún sigue con nosotros. Ella sembró en el corazón familiar una semilla de fe que ha perdurado a través de los años. Su vida ha sido un ejemplo constante de acción, una mujer de sabiduría infinita y un corazón capaz de abarcarlo todo. Fue maestra, catequista, librera y misionera en Esmeraldas, y a través de su servicio, convenció a muchos, y sedujo intelectualmente a otros tantos, como a mi padre –un hombre criado en un entorno laico, más bien ajeno a la religiosidad– para abrazar la fe católica con una devoción similar a la suya.
En mi hogar, ser «curuchupa» no se limita a la definición tradicional. El término, que proviene del quechua «kuru chupa» o «cola de gusano», alude a personas profundamente conservadoras, dogmáticas, casi impermeables a nuevas ideas progresistas. No obstante, en mi familia, la Biblia comparte estantería con libros que narran la Revolución Liberal, creando una paradoja que no siempre se comprende. Recuerdo con claridad mis vacaciones en Esmeraldas y la participación –a veces obligada– en las misas afro, que celebrábamos bailando y cantando al ritmo de la marimba en la Iglesia Virgen de Fátima, justo frente a la casa de mis abuelos, donde las campanas matutinas nos despertaban para ser testigos del rito incluso de manera involuntaria. A veces, en la hamaca del balcón, escuchábamos el sermón y los cánticos mientras la brisa marina nos envolvía. Esos momentos, en ese portal cargado de recuerdos, rodeados de familia y de aquellos primos huérfanos que hallaban refugio en el hogar de mis abuelos, tejían un tapiz de profunda espiritualidad.
Hoy, con 37 años, puedo decir que esos recuerdos siguen vivos en mí, intactos. Son recuerdos esenciales, como diría Alegría en Inside Out –esto lo aprendí gracias a mi hija Alia– esos que marcan nuestra vida. Son recuerdos impregnados de fe auténtica y amor, de rostros bondadosos, de manos callosas, de personas que se entregaron al servicio más que a la doctrina. A lo largo de los años, esos recuerdos se han entrelazado con el estudio de pensadores como el jesuita Alberto Hurtado, de monseñores como Leonidas Proaño y Oscar Arnulfo Romero, y con el tiempo, gracias a la guía de mi querida amiga Milagros –quien luego abandonó el hábito– me encontré con el pensamiento de Gustavo Gutiérrez y sus perspectivas en la Teología de la Liberación.
Confieso que hoy me cuesta encajar esa fe que viví y que intento seguir ejercitando –aunque no siempre con buenos resultados– con la fe que profesa el presidente de la República. ¿Será la misma? me pregunto… Las imágenes de Daniel Noboa y su esposa en ceremonias ostentosas, comulgando y dándose golpes de pecho, para luego intercambiar la paz con ministros como Loffredo y Palencia, me resultan repugnantes. Lo vi con mis propios ojos, gracias a los “medios” que, con dinero de nuestros impuestos, nos han mostrado a un presidente que parece más interesado en proyectar una imagen piadosa que en vivir la espiritualidad que dice profesar. Titulares sensacionalistas de medios como El Dato Ec, con su incesante “URGENTE”, nos anunciaban su participación en la comunión como si fuera un acto genuino de devoción.
Ahora, me entero de que Ecuador tiene un nuevo cardenal, Luis Gerardo Cabrera. Su ascenso ha sido cubierto con entusiasmo por la prensa, en su mayoría conservadora, como un evento histórico. “¡Habemus Cardenal!”. “Un Monseñor ecuatoriano luce ahora un anillo cardenalicio”. Pero, ¿quién es este monseñor? No me atrevo a juzgar sus méritos sin conocerlos a fondo, pero lo que sí es palpable es el silencio ensordecedor de la Iglesia ante el sufrimiento de este país. Cabrera ha hecho un tibio pronunciamiento sobre la tragedia de los «cuatro de Guayaquil», una declaración que, más que consolar, deja un sabor amargo de indiferencia.
«Ya sabemos el triste desenlace que ocurrió, por eso la invitación a que las autoridades competentes sigan el proceso debido, y si dan con los autores, que se aplique la ley. Eso es para todos los ecuatorianos, para todos los seres humanos… Pero igualmente, mi llamado a que se defiendan las vidas, porque también hay vidas que son destruidas a veces por el sicariato. También mi invitación a las asociaciones de derechos humanos a tener en cuenta todas las vidas, a absolutamente todas las vidas. Hemos pedido que en todas las iglesias de Ecuador se ore por ellos y sus familias, y por todo el ambiente que vivimos. De tal manera que nuestro compromiso, en nombre de la fe y de Jesús, es estar siempre presentes en cualquier circunstancia en que nos encontremos» (Cabrera, 6 de enero de 2025, aeropuerto de Guayaquil).
¿Qué significa para la Iglesia católica “estar presente en cualquier circunstancia en que nos encontremos”? ESTAR, ¿qué alcance tiene este verbo para el cardenal Cabrera? Esta es la pregunta que me asalta. La Iglesia, que debería ser faro de luz en tiempos de oscuridad, parece más cómoda en su silencio y en sus llamados a orar. Escribo estas líneas solo a manera de catarsis, como un método para exorcizar mi frustración. No soy quien para dar misa a los curas, pero ojalá las letanías de buenas intenciones sean reemplazadas por acciones firmes y compromisos claros.
La realidad es que el cristianismo de hoy, distorsionado por ciertos sectores, ha sido secuestrado por los intereses de las élites que nos gobiernan. Se ha olvidado que Jesús fue un revolucionario, un antisistema en su tiempo, y que su mensaje fue un llamado a la acción, a veces incluso echando a patadas a los mercaderes del templo. “Amaos los unos a los otros” no fue el preludio de la filosofía mindfulness ni la antesala a las sesiones de yoga. La paradoja del cristianismo en América Latina, especialmente en Ecuador, es insoportable. Vivimos en el continente más cristiano del mundo, pero también en el más injusto y desigual. Esa contradicción ya no puede seguir siendo tolerada, y mucho menos cuando la Iglesia, lejos de desafiarla, se convierte en parte del problema. La cuestión moral más urgente es, sin duda, la cuestión social. El cristianismo tiene valores extraordinarios, pero cuando la Iglesia se arrodilla ante el poder y contribuye a perpetuar la injusticia, traiciona su propio mensaje. En mi opinión, es hora de resignificar los conceptos más básicos de la doctrina cristiana. El Papa Francisco está haciendo un esfuerzo por abrir nuevos caminos, a diferencia de muchas Conferencias Episcopales de América Latina, que aún se aferran a una moral conservadora y reaccionaria. La Iglesia debe sacudirse el letargo y luchar contra la hipocresía que reina en el país. La herida es profunda, y por ahora, su silencio resuena como una condena. Habemus cardenal, pero, ¿habemus Ecclesiam?