Por Atilio A. Boron
Este domingo tuvo lugar una crucial batalla electoral en Brasil. El estrecho y angustioso triunfo de Luiz Inacio “Lula” da Silva (angustioso, por la progresión de los datos que publicaba el Tribunal Superior Electoral, que durante casi dos horas mostraban una apretada ventaja de Jair Bolsonaro) le permitió a Brasil y a toda Latinoamérica librarse de un siniestro personaje que la confabulación entre las clases dominantes y el sicariato mediático de ese país había instalado para su beneficio en el Palacio de la Alvorada en Brasilia. El instrumento decisivo para lograr este resultado fue la proscripción de Lula, decidida por un juez corrupto, Sergio Moro, artífice y ejecutante de una gigantesca operación de lawfare. Con el resultado de ayer Brasil comienza a dar vuelta a una página y desterrar, ojalá que definitivamente, a un engendro tan aberrante como Bolsonaro; un peligroso demagogo reaccionario poseído por un fanatismo sólo comparable con su inescrupulosidad y su irresponsable culto a la violencia que deja un doloroso legado para el Brasil.
Si bien las encuestas pronosticaban un triunfo de Lula, en algunos casos de manera holgada, la verdad fue bien distinta. De las ocho principales firmas encargadas de relevar el estado de la opinión pública sólo una, encargada por la patronal Confederación Nacional de Transporte, se aproximó al resultado final y proyectó una victoria de Lula por 2.2 por ciento de los votos, pronosticando que el líder metalúrgico obtendría 51.1 de los votos contra 48.9 de JB. Como sabemos, el veredicto final fue 50.9 contra 49.1 por ciento, una diferencia del 1.8 por ciento. La IPEC/Globo vaticinaba 54 por ciento de los votos para Lula, con una diferencia de 8 puntos porcentuales; y la muy reputada DataFolha anticipaba un 52 por ciento, con 4 puntos porcentuales de luz sobre su rival. Todas, salvo la primera, subestimaron el volumen electoral de la derecha radical.
Se suponía que una serie de hechos recientes debilitarían las chances de Bolsonaro. Primero, su pobre desempeño en el segundo debate; segundo, la locura de su aliado Roberto Jefferson, que resistió a balazo limpio y con tres granadas la acción de una patrulla policial que lo requería por orden de un juez; tercero, el asesinato a manos de la milicia bolsonarista de Zezinho, ex concejal en Jandira (Sao Paulo) y ex candidato a diputado federal en las recientes elecciones. Por último, la amenaza efectuada arma en mano a un petista por parte de una importante aliada de JB, la diputada ultraderechista Carla Zambelli. Algunos observadores sugirieron que estas noticias carcomerían la base electoral de Bolsonaro, pero la verdad es que ocurrió exactamente lo contrario. De hecho, éste sumó más de siete millones de votos por comparación a la primera vuelta, mientras que Lula acrecentó su caudal en poco más de tres millones.
La conclusión que puede extraerse de estos números es que se ha consolidado en Brasil una derecha dura, impermeable ante cualquier tipo de acontecimiento información que pudiera poner en duda la legitimidad y razonabilidad de su causa. Reina el más absoluto negacionismo en ese heterogéneo conglomerado social. El fervor religioso de humildes bolsonaristas registrado por las cámaras de los canales que cubrieron la reacción popular habla una adhesión a un proyecto de la derecha caracterizado por una intensidad sin precedentes en la política brasileña. Aquélla siempre fue muy fuerte en Brasil, en términos cuantitativos. Pero ahora hablamos del ardor con que amplios sectores populares se identifican con ese proyecto en donde profundos contenidos religiosos se entremezclan estrechamente con planteamientos de tipo político o socioeconómico. La mano de decenas de miles de pastores evangélicos, en su inmensa mayoría muy reaccionarios, se deja ver muy claramente en el fervor casi místico que exhibían quienes se lamentaban, con llantos y expresiones de dolor, por la derrota de Bolsonaro.
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Pese al veredicto electoral sería imprudente cantar victoria. La herencia dejada por Bolsonaro es pesada y será duradera. Un país prácticamente partido en dos; una grieta más ancha y profunda inclusive que la que existe en la Argentina. Lula tendrá que armar un gabinete muy competente para enfrentar la crisis social, económica e institucional legada por su predecesor. El frenético entusiasmo de sus partidarios ayer por la noche puede convertirse en desencanto primero y protesta después si el nuevo gobierno no toma las duras medidas requeridas para paliar la crítica situación, o si no lo hace con la rapidez necesaria. Para ello deberá contar con muchos recursos financieros que un Congreso con amplia mayoría derechista difícilmente estará dispuesto a conceder. Por lo tanto, el triunfo electoral es apenas el inicio de un largo camino erizado de obstáculos. La amplia coalición liderada por Lula -no por el PT sino por Lula- fue condición necesaria para la victoria, y este componente unitario es una lección que debe ser tomada muy en cuenta en la Argentina actual.
La duda sobreviene cuando se examina si ese mismo conglomerado político donde incómodamente conviven fuerzas históricamente enfrentadas -unidas como diría Borges más por el espanto que suscitaba Bolsonaro que por el amor que se profesaban- será capaz de garantizar la correcta dirección de la marcha del gobierno e impedir cruciales deserciones y letales episodios de “fuego amigo” a medida que se tomen las duras medidas requeridas para enfrentar con éxito la crisis. Lula es consciente de la existencia de estos obstáculos y su astucia y su “muñeca política” seguramente serán importantes a la hora de tratar de sortearlos. Pero sólo con esos atributos no será suficiente. Deberá aprovechar la oleada de entusiasmo popular provocada por su victoria para despertar de su letargo a las masas populares que en los gobiernos petistas fueron desmovilizadas por presión de empresarios y los (malos) consejos de economistas neoliberales anidados en el gobierno. Unos y otros decían que su protagonismo y movilizaciones alteraban la inexistente “calma de los mercados”, una falacia porque si hay algo que jamás está en calma en el capitalismo son los mercados, sistemas hiperkinéticos, frenéticos y nerviosos por excelencia.
Ya instalado en el Planalto Lula necesitará de esas masas populares más que nunca, combativas y en las calles, dada la desfavorable correlación de fuerzas en la cual deberá desenvolver su acción de gobierno y la urgencia de adoptar una amplia serie de políticas redistributivas que serán enfrentadas con férrea determinación por una derecha fanatizada y dueña de una impresionante base de apoyo popular. Ojalá que cuando Lula las interpele aquéllas respondan positivamente a su llamado.
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